Por Roger Santiváñez
Crédito de la foto www.dosis.pe
Westphalen: Silencio y poesía
(Un testimonio personal)
1
En el verano de 1973 me encontraba en la librería Studium de Piura –en uno de mis buceos cotidianos por los estantes de poesía- cuando divisé el librito Vuelta a la otra margen debido a Mirko Lauer y Abelardo Oquendo. Después de hojearlo me lo llevé inmediatamente. Ya en mi casa pude disfrutar a mis anchas de César Moro, Oquendo de Amat, Martín Adán, Emilio Adolfo Westphalen, Eielson y Chariarse. De todos ellos sólo computaba a Adán. O sea que ya puede imaginarse la epifanía que significó dicho libro. Westphalen naturalmente me impresionó sobremanera. En esos días no tenía ningún amigo literario en el desierto cultural de Piura a la sazón, sino únicamente mi padre. En una de nuestras conversadas sobremesas le comenté acerca del libro que acababa de conseguir y cuando le mencioné a Westphalen, mi padre recordó que lo había conocido en sus días de estudiante de Letras en San Marcos circa 1930. Yo me entusiasmé y le pedí más información pero mi padre sólo me dijo que a Emilio Adolfo –por su figura y caminar- lo apodaban camello cansado en el aula y que de su obra había visto en esa época unos raros poemas denominados Teoremas. Esta fue mi prístina visión westphaliana.
En el verano del año siguiente (1974) ya me encontraba en Lima intentando mi traslado a San Marcos para estudiar Literatura. De pronto una gran noticia recorrió los predios poéticos: Emilio Adolfo Westphalen regresaba a Lima después de varios años de ausencia en el extranjero. Y habría un homenaje a él en los salones del INC. Esa fue la primera vez que lo vi de cerca, al poeta, sentado con su guayabera azul en la mesa de actos. En este momento sólo quiero recordar la infinita calma y el silencio cerrado de los que hizo gala Westphalen frente a todo el desbarajuste. Impasible como él solo, el gran poeta permaneció silente e inmóvil mientras el cielo se venía abajo. A todo el mundo le impresionó su extraordinario dominio interior. Quedó como símbolo e imagen de lo que es la verdadera poesía.
Pasaron algunos años. En mis días de estudiante sanmarquino de Literatura recuerdo con alborozo la salida del último número –el 20– de la excelente revista Creación & Crítica– editada por Javier Sologuren, Armando Rojas y Ricardo Silva-Santisteban con un muy completo Homenaje a E. A. Westphalen. Me parece recordar que en aquella ocasión el poeta volvió al Perú en una corta visita. Lo concreto es que Roxana Carrillo –compañera mía de estudios- lo había visto en Lima –a fines de los 70s- y conversando con ella en el Patio de Letras indagué si es que le había preguntado a Westphalen por qué no había escrito (o en todo caso publicado) poesía desde sus míticas joyas Las ínsulas extrañas y Abolición de la muerte –respectivamente– de 1933 y 1935. Claro –me respondió Roxana– se lo pregunté. Y acto seguido, me contó que el poeta le había respondido así: ¿Crees que con la vida que llevo –y he llevado todos estos años- podría escribir poesía? Muy reveladora respuesta, sobre todo para alguien –como quien redacta este testimonio– que principiaba a escribir poemas. Quedó claro para mí, que hay (o debe haber) una íntima e indisoluble relación entre poesía y vida. Es decir, sólo si se vive en poesía uno puede escribir poesía. Esta y otras actitudes (como la de Luis Hernández, por ejemplo) marcaron mi planteamiento central de permanecer en la poesía –en un estado poético podría decirse– y no entrar al sistema –porque hacerlo significaba la imposibilidad de crear– que yo practiqué hasta sus últimas consecuencias. Claro que dicha libertad lo puede llevar a uno por alucinados y destructivos caminos, y ponerlo totalmente afuera –en la marginalidad absoluta– a un paso de la muerte. Visto a la distancia, pienso que es correcta dicha posición en su base –íntimamente relacionada a la famosa tríada bretoniana: Vida-Obra-Actitud– pero en mi caso yo extremé la situación hasta un límite incompatible con la vida, y eso ya no tiene sentido sencillamente porque sin vida –es decir muerto– nadie puede escribir un poema. Sin embargo –y aceptando mis errores– veo que todo empezó con esas frases de Westphalen a mi amiga Roxana Carrillo y sé que yo las asumí honestamente imbuído como estaba en ser fiel a la poesía y a lo que debía ser un poeta, tal como se desprendía de aquellas palabras del grande y admirado Emilio Adolfo.
2
Ahora estamos en otro verano. Esta vez de 1984. Efervescencia kloakense. Con mi amigo el poeta José A. Mazzotti un atardecer cualquiera tomamos el bussing de la línea 1 en la Avenida Arequipa con destino al Juanito de Barranco. El ómnibus está repleto. Poco a poco se va vaciando en Miraflores hasta cruzar la quebrada de Armendáriz. De pronto –en las primeras cuadras barranquinas– caemos en la cuenta que la persona que está sentada frente a nosotros es el autor de Abolición de la muerte. Tomo la palabra y le digo:
-Disculpe señor ¿Es usted Emilio Adolfo Westphalen?
El poeta se sorprende. Cautelosamente nos escudriña. Después de unos instantes de silencio responde afirmativamente. Le expresamos nuestra alegría por la casualidad de encontrarlo allí, contándole que somos lectores de su obra y que le tenemos gran admiración. Emilio Adolfo ahora sonríe complacido, cuando ya hemos llegado a las inmediaciones del Parque Central de Barranco, donde él y nosotros vamos a bajarnos, Mazzotti le entrega una hoja de papel donde ha escrito: Poetas jóvenes en homenaje a E. A. Westphalen / Movimiento Kloaka / Viva la poesía. La fecha y nuestros nombres. El poeta parsimoniosamente lo guarda en su bolsillo. Años después (1989 o 90) Helen Orvig de Salazar Bondy me cuenta que Emilio Adolfo le había hablado del encuentro y mostrado –sonriente– aquel papel queriendo saber quiénes eran esos jóvenes del bussing.
3
Tras la muerte de mi padre en diciembre de 1983 tuve que dedicarme a buscar trabajo. Después de la lenta y solitaria disolución del movimiento Kloaka hacia el otoño de 1984, me compré un Datsun Stanza con el montepío –monto correspondiente por sus años de servicio como Fiscal de la Corte Superior de Piura y Tumbes– que mi padre tuvo a bien heredarme. Pero no era fácil conseguir trabajo y un buen día mientras daba vueltas –en el auto– alrededor de la nada, divisé parado en una esquina de la avenida Arequipa a Guillermo “Willy” Niño de Guzmán, viejo amigo mío de la época del grupo La Sagrada Familia (1977-79). Paré –era la esquina de Chinchón en San Isidro– y Willy se trepó al carro. Mientras nos dirigíamos a su casa en Lince, el autor de Caballos de medianoche me contó que Paco Igartúa –Director de la revista Oiga donde él trabajaba– le había pedido que buscara a una persona para un puesto en la revista como redactor.
-Tú eres el hombre –me dijo Willy.
Y antes que pudiera contestarle algo, ya se estaba bajando en la puerta de su casa, no sin antes espetarme desde la ventana:
-Te espero el próximo lunes a las diez en punto de la mañana en el local de la revista.
Así fue cómo entré a trabajar a Oiga en noviembre de 1984. Todo esto viene a colación porque con Guillermo Niño de Guzmán fue con quien conocí –él me lo presentó formalmente– a Emilio Adolfo Westphalen y empecé a visitarlo con frecuencia en su casa de Barranco, frente al mar azul prusia de la bahía de Lima. Por aquellos días de 1985 se nos hizo un ritual a Willy y a mi llegar hacia el atardecer a su apacible morada. Franciscanamente decorada con unos batiks a modo de biombos, el poeta nos recibía en su sala y departíamos una media hora sobre temas de poesía –el surrealismo básicamente– y luego salíamos llenos de gracia directamente al Juanito para tomarnos un par de chelas y regresar raudos a trabajar en la revista. Este ritual continuó luego con Doris Bayly –tambien periodista de Oiga– a quien Westphalen le obsequió un pulcro ejemplar de tapas rosadas con las cartas dirigidas each other entre César Moro y nuestro poeta. Una joya indudablemente. También recuerdo haber ido cierta ocasión con el joven poeta Rodrigo Quijano. En todas estas reuniones, el autor de Abolición de la muerte hablaba poco. Monosílabos o pequeñas frases hilaban su discurso calmo. Nos ofrecía serenamente una infusión y permanecía en silencio. Pero lo que Westpaheln no expresaba por la palabra, lo suplía –y de qué manera– con el lenguaje de la actitud. Sin decirnos nada, había colocado ejemplares de Minotauro, El Surrealismo, el mismo o Dyn –las increíbles revistas que dirigió André Breton o algún otro capo del surrealismo internacional– sobre la mesita de centro. Y así uno de súbito podía encontrarse con una maravilla de ese calibre al alcance de la mano:
-Pero Emilio, mire éste es un Dyn !
A lo que el respondía escuetamente:
-Ah sí, Wolfgang Paalen en México. Mmm… Nueva York…
Y se quedaba como colgado en la memoria mientras uno se perdía entre las páginas del exquisito ejemplar. Sólo lo recuerdo locuaz una tarde en que alguien estaría trabajando al costado de su casa y cuando llegué se escuchaban unos atronadores golpes de comba y/o martillo.
-¡Qué cosa tan terrible es ésta! –dijo el poeta– No me dejan descansar ni un minuto.
Y se despachó un buen rato sobre el tema del ruido y su imposibilidad de conciliar la calma con semejante bulla. Estaba realmente up-set al punto que yo salí a la calle a tratar de silenciar el perturbador sonido. Pero fue imposible: no hubo manera de ubicar de donde procedía. En las casas del costado nadie daba razón del asunto. Todo parecía indicar que era una confabulación del infierno para inquietar al gran poeta del silencio. En una de aquellas visitas Westphalen me obsequió un ejemplar dedicado de Arriba bajo el cielo (1982) su primera colección de cuando volvió a la poesía hacia 1980, después de más de cuarenta años de silencio. Pero no de inactividad cultural. Es de público y general reconocimiento la extraordinaria capacidad de Emilio Adolfo para dirigir revistas. Amaru en la Universidad Nacional de Ingeniería que tuve la suerte de conocer cuando empezaba a pergeñar mis primeros trazos poéticos, en la biblioteca de mi padre en Piura, 1973. Y Las Moradas en la segunda parte de los 40s cuyos ejemplares originales logré reunir en la sección libros de viejo, de la librería Cultura Peruana del amigo Salazar, cuando quedaba en Camaná, junto al Queirolo, centro de Lima. Allí mismo me conseguí la edición prínceps de Abolición de la muerte. Cuando le conté ésto último a Westphalen –en una de mis vistas a su casa barranquina– de frente me dijo:
-¿Así? ¿Y a quién está dedicado el ejemplar?
Acto seguido me explicó que de esa edición no se vendió absolutamente ningún libro. Y que todos los ejemplares que circularon fueron entregados por mano propia y firmados por él. Yo me hice el loco, para no darle un disgusto al poeta enterándolo de quién había sido el que se había deshecho de Abolición. Pero ahora puedo tirarle dedo a dicha persona: Ernesto Samamé Boggio.
4
A fines de los 80 tenía noticias de Emilio Adolfo a través de su hija Silvia –cuyas esculturas adornaban la entrada de la casa barranquina– porque ella era vecina de mi amigo el artista plástico Juan Javier Salazar en Cieneguilla. Muchas veces en mis visitas a Juan Javier tenía oportunidad de hablar con Silvia, enterarme cómo estaba el poeta y enviarle un cálido saludo. Ya en los 90 –en el corazón de mi particular temporada en el infierno– vivía alejado de casi todo y de todos. Sin embargo, un par de veces cogí el teléfono y conversé brevemente con Westphalen. “Me tiene olvidado” –me dijo en cierta vez. Y yo prometí ir a verlo. Pero por la salvaje vida que llevaba –obviamente– no pude cumplir. Perdón Emilio Adolfo.
La última vez que lo vi fue con ocasión de la presentación del libro de Edgar O’hara Partición de los bienes en febrero de 1999. Allí figura una entrevista al poeta. Esa noche en el Centro Cultural de España sucedió algo conmovedor. Westphalen estaba en el estrado –junto a otras personas– y en el momento que le tocó hablar –seguramente por la emoción y lo avanzado de su edad– no pudo emitir palabra. Y entonces un gran hielo se apoderó de todo el reciento. Fue como un instante de soledad total, de experiencia pura con el silencio y la poesía que –allí lo comprendí– vienen a ser lo mismo ontológicamente hablando. Recuerdo que el poeta Abelardo Sánchez-León tomó la palabra y se dirigió al público que –por supuesto– prorrumpió en una gran ovación para el poeta que alguna vez había escrito: Porque sólo el silencio detiene a la muerte en los umbrales. Esto me trajo a la memoria cierta oportunidad en la Alianza Francesa de Miraflores –principios de los 90– en la cual Westphalen participaba en la mesa –era un homenaje a César Moro–. Mientras nuestro poeta hacía uso de la palabra, alguien entre la concurrencia profirió unas risitas ante una anécdota (o algo así) que Emilio Adolfo contaba a propósito de su gran amigo. De súbito el genio deAbolición de la muerte cambió de actitud y quedándose callado y sombrío, emitió un sollozo que no sólo desbarató las risitas en un segundo, sino que nos puso a todos –por la verdad y el misterio de la poesía– en la picota de nuestra propia existencia, cara a cara –por así decirlo– con la experiencia de la muerte. Eso fue extraordinario.
Aquella noche de febrero de 1999, después de la presentación de Partición de los bienes y mientras me tomaba un solitario vino de honor, divisé al poeta –de lejos– en medio de un grupo. Le hice sólo una venia alzando mi copa, a lo que él me respondió con una sonrisa cómplice y una mirada fija, intensa y amable. Estaba en su silla de ruedas con su enfermera detrás. Dos años después viajé a los Estados Unidos –agosto de 2001– y a poco de mi llegada me enteré del pase a la gloria de don Emilio Adolfo Westphalen.
Pensé en él y caminando por South Philadelphia repetí sotto voce aquellos versos que siempre me han loqueado: He dejado descansar tristemente mi cabeza/ En esta sombra que cae del ruido de tus pasos/ Vuelta a la otra margen/ Grandiosa como la noche para negarte y luego: He abandonado mi cuerpo/ Como el naufragio abandona las barcas/ O como la memoria al bajar las mareas/ Algunos ojos extraños sobre las playas. La plasticidad, el enigma y el ritmo de las secuencias es –sencillamente– insuperable. O el verso final de este poema Rosa grande ¿no has de caer? Es decir, nos quedamos suspendidos en el hueco de la poesía. De la mejor y más hermosa poesía moderna en cualquier lengua. Y le pertenece a Westphalen. Nos pertenece. Gracias Emilio.
[Collingswood, New Jersey. Summertime 2016]