Por: José Kozer
Imaginemos la escritura como una sustancia inamovible, de naturaleza infinita y eterna, imaginemos que su atributo principal es ser inalcanzable.
Una mano dirige su esfuerzo, consciente o inconsciente, a la escritura: su esfuerzo va acompañado del ojo y del repentino susurro de una extraña voz que se manifiesta como cantilena. La mano procura tangibilidad; el ojo, visión; la voz roza de continuo lo inalcanzable, tartamudeando palabras (“y pasaron sílabas cantando” que dijera San Agustín).
San Agustín: “Nuestro horno cotidiano es la lengua humana.” (Confesiones, cap. XXXVII). Desde hace cuarenta años hago (se trata de mi horno casi cotidiano) poemas. Palpo a ciegas lo inalcanzable; recibo destellos de lo invisible que dejan un rastro de palabras, quizás tan efímeras como los propios destellos; oigo una voz (maternal) falible que deja palabras sobre un papel expuesto a la voracidad destructora de las lepismas, palabras que se vuelven sílabas que pasan recantando de la visión, de la imposible tangibilidad.
No podría decir cuándo ni por qué se inició este proceso de escritura: no soy capaz de comprender por qué he invertido toda una vida en hacer poemas: sólo sé que todos esos poemas han ido a parar a un vertedero que tiene la forma de carpetas, cada carpeta contiene 60 poemas que guardo con rigor, con olvido, a veces con desesperación: son mi fatiga; y como todo estado bien llevado de fatiga, son mi felicidad.
Una vida “normal” no se empeña ni se despeña haciendo poemas. Yo, por ende, soy anormal, o al menos no soy “normal.” Participo de una anormalidad, de una exacerbación que, por facilitar la comprensión, se da en llamar grafomanía. Algo en mí se reviró en un momento, siendo adolescente, y me puse a hacer poemas: a partir de aquel momento sentí surgir, concomitante, la incontrolable obsesión de hacer poemas: afán, en cualquier caso, voluntario (asumido): en verdad, un extremo.
Un extremo: mi extremaunción.
Círculo vicioso (recuérdese que en cuanto arcaísmo esta palabra significa abundante) donde aquello que da vida, mata; y viceversa. Un espacio: implica no sólo el anhelo de hacer poemas sino de no hacer, dentro de lo que cabe, otra cosa. Deseo que no puede manifestarse en cuanto absoluto pero que, en mi caso, participa del afán de lo absoluto. Quiero decir que deseo hacer poemas todo el tiempo, de día y de noche, despierto o dormido, vivo o muerto.
Percibo mi situación como una inversión, ya que la norma es no hacer poemas, rara vez desear hacerlos. Se trata de un estado contrario a los estados considerados normales, ya que desear hacer poemas todo el tiempo implica no hablar, viajar, comerciar, entretenerse, entregarse a las actividades ordinarias del ordinario mundo.
Mi reino por un (otro) poema, dirá el obcecado grafómano, todo el tiempo.
“Un escritor que no escribe es un monstruo,” dice Kafka, en carta dirigida a Max Brod, donde asevera que ese monstruo que no escribe siendo escritor invita a que lo posea la locura. “El artista a mi modo de ver, es una monstruosidad, algo que yace exterior a la naturaleza” dice Flaubert. Y ya que estamos citando al obsesivo gordinflón de Croisset, recordemos sus palabras dirigidas en carta a su amante (a regañadientes) Louise Colet: “Quisiera escribir un libro sobre nada, un libro que exista en virtud de la fuerza interior de su estilo, tal y como la tierra se sostiene en el aire sin apoyo aparente.” Y dice entender por estilo “un modo absoluto de ver las cosas.” Absoluto: así la grafomanía, así el Texto inalcanzable.
De paso dice Flaubert “haber encontrado serenidad en ese tipo de trabajo.” Se lo creo. Y se lo creo porque con el paso de los años he encontrado un módico amplio de tranquilidad interior gracias a mi grafómano quehacer. Y creo, quizás a pies juntillas, que en otra actividad u oficio no hubiese encontrado esa tranquilidad: la normalidad hubiera destruido mi vida, al menos la hubiera desviado al horror de la tediosa normalidad ciudadana: debo, pues, a la anormalidad de mi trabajo, una quietud, una normalidad más profunda.
Hago de continuo poemas pero jamás hago libros: de hecho, jamás me he propuesto, de antemano, escribir un libro. A veces siento la fuerte necesidad de hacer una serie de poemas, a sabiendas de que dicha serie no alcanzará el grado, la categoría de libro. Empeñado en hacer la serie o suite veo cómo de pronto irrumpe un poema del todo ajeno a la serie que me he propuesto escribir. Irrumpen ahora poemas disímiles, incluso contrarios a los que se iban concatenando en función de variantes de una serie. Y si bien es cierto que estos poemas tienen un aire de familia con los otros, también es cierto que no son de la misma familia: rompen con la configuración de un probable libro, se desparraman, como todos los textos que hago, como todos esos poemas que no alcanzan la inflorescencia de una continuidad.
Se sabe, sin embargo, que he publicado libros. La culpa no es mía sino de los editores: ninguno, hasta la fecha, ha querido publicar mis 9700 (hasta la fecha) poemas en estricto orden cronológico de aparición; poemas que ahora me empeño, día a día, en corregir, para dejarlos en sus carpetas, digamos, de cuello y corbata, recién salidos del horno o de la ducha. Ningún editor, de entre los pocos que se arriesgan a sacar libros de poesía, ha querido incurrir el riesgo, quizás el horror, de sacar mi libro único compuesto de esos 9700 poemas que aún no acaban. Sería un libro voluminoso (es lo de menos) que aspiro, como en el caso de Flaubert, a que sea un libro sobre nada; en puridad, un estilo: fracaso de mi propia relatividad.
Hago poemas, y cada poema se vuelve dos poemas: el original que surge, reviso a ras, y encarpeto; y el que, años después, a veces décadas más tarde, corrijo a fondo, abandonándolo a su destino, desde mi temporal destino, la perpetuidad de mi Nada.
¿Por qué hacer tantos poemas; por qué ser a conciencia grafómano de poemas? Aventuro unas respuestas locuaces y medianamente verosímiles. Primero, se trata de una costumbre: igual que nos acostumbramos a hurgarnos las narices o acostarnos a las diez, yo tengo la costumbre, desde los quince años de edad, de hacer poemas. Esta premisa tiene su corolario: hallo en mí una disponibilidad de hacer poemas. Tengo, y hablo de algo concreto, una válvula que abro y cierro a voluntad: abrirla es hacer otro poema; cerrarla es alejar la posibilidad de hacer otro poema, alejar ese “vicio”, esa abundancia, lo cual hago por cansancio o como estrategia (no se diga que Kozer escribe demasiado).
Una segunda respuesta es que siendo perezoso por naturaleza me obsesiona la necesidad de trabajar. Me identifico con Thomas Mann, Günter Grass, Galdós, Hugo, Dumas, Zola, Eça de Queiroz, Dickens, Balzac, Joyce: grafómanos aparceros de tiempo completo. Y dado que mi costumbre es hacer poemas, trabajo haciéndolos: ese trabajo (ora et labora) es plegaria, respiración, compromiso, un modo de cumplir con un destino entre irreal e impuesto.
Finalmente, soy grafómano porque me tengo que morir: la escritura es mi paliativo ante el “escándalo de la muerte” que dice Elías Canetti. Mientras escriba poemas, no me moriré (es un decir, del todo irrelevante e irreal). Así, no hago libros de poemas, sólo segrego poemas: soy un gusano (desde 1960) de seda acostumbrado a esta labor que me ocupa y vacía, labor grafómana que asumo y no niego ni reniego. Es más, la agradezco, no sé a qué ni a quién. Sólo sé que me da vida, una calidad de vida, una manera de dejar que el cuerpo se rebase, mediante los instrumentos de la mano, del ojo y de la voz, deslizándose a la extrañeza de hacer poemas.