Vallejo & Co. rescata y presenta este estupendo ensayo breve escrito por Carlos Meneses sobre el poeta César Vallejo y su obra poética.
Por Carlos Meneses*
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Vallejo: amor y rechazo de Dios
En julio de 1918 apareció el primer libro de poemas de César Vallejo titulado Los heraldos negros, dividido en seis partes sin considerar el poema liminar que, además, da nombre al poemario. De esas seis partes la más extensa es la que lleva el título de: «Truenos», y consta de veinticinco poemas. Este apartado ofrece la posibilidad de una mejor visión del sentimiento del poeta peruano. Esos veinticinco poemas escritos entre 1917 y 1918, permiten contemplar ese atónito mundo por el que deambula el poeta y su tristeza.
No significa esto que los poemas de las otras cinco partes no estén dominados por el dolor vallejiano. Pero es en “Truenos” donde más nítidamente se puede apreciar la congoja del poeta. El inconformismo de Vallejo no nace simplemente por sentirse herido, por saberse humillado, sino ante la comprobación de las ofensas, las injusticias, las máculas sufridas por el prójimo. La impetuosidad de algunos versos, en la mayoría de las veces, no representa una forma de agresión. Vallejo solamente quiere atestiguar lo que ve a diario. Quiere levantar acta de lo que siente el hombre que está a su lado. Dar fe del dolor del vecino. A través de una detenida observación de su irreverencia religiosa, atenuada generalmente por su ternura, se puede interpretar mejor la actitud y el pensamiento del poeta.
Ha habido tendencia a situarlo casi siempre dentro de un universo severamente católico. Cuando la realidad es que Vallejo trata de huir de ese ambiente cerrado. Ya en Los heraldos… se puede apreciar esa actitud. En “Truenos” esta tendencia es patente. Se le descubre aceptando algunos conceptos católicos pero, a la vez, rebelándose contra otros. Se le ve abandonar la unción y la fe y atacar resueltamente creencias, dogmas, que son intocables para una abrumadora mayoría. Suele mantener esta ambivalencia, oscila de un verso a otro, entre reverencia e irreverencia.
Dominado por los principios católicos que le han inculcado desde la cuna, los acepta, actúa respetuosamente ante ellos, y sin embargo, súbitamente rompe esas ataduras, para elevar el tono y tornarse agresivo. En “La cena miserable” ocurre lo que en muy pocos poemas de “Truenos”, mantiene continuamente la voz en alto, reclamando enérgico, a plena conciencia: “Hasta cuándo estaremos esperando lo que se nos debe…”. Parece estarle imponiendo, cara a cara con Dios, desposeído de todo miedo. Y luego, decepcionado, hastiado, añade: “Hasta cuándo la cruz que nos alienta no detendrá sus remos”. No es un grito de rebelión que lanza un enemigo, sino la voz de uno de los tantos de esa causa que clama justicia. No se trata de un extraño iconoclasta, que en su iracundia no reconoce, lo arrasa todo. Es un ser que se alimenta de esos principios, que por hallarse dentro y no fuera su voz puede sonar más alto , y por tanto es más desgarradora.
En “Los dados eternos”, por ejemplo, los reproches que el poeta hace a Dios se entremezclan con la reverencia a ese ser superior. Es hiriente, sutil, pero le reconoce su omnipotencia y hasta cuatro veces repite: “Dios mío”. En cambio “La cena miserable” ya no está formada por versos que sólo insinúan reproches, sino que mantienen igual dureza desde el principio hasta el final. “Hasta cuándo este valle de lágrimas, adonde yo nunca dije que me trajeran”. Y no sólo se lamenta, también acusa: “Hay alguien que ha bebido mucho y se burla”. La palabra Dios no es mencionada en ningún momento, pero se trasluce continuamente, “y acerca y aleja de nosotros, como negra cuchara de amarga esencia humana, la tumba…”. La acusación llega a su límite y se funde con el nebuloso conocimiento de las extrañas fuerzas que rigen el destino del hombre: “Y menos sabe/ ese oscuro hasta cuándo la cena durará”.
No por más sumiso es menos pro fundo y descarnado el ataque que desarrolla en “Los dados eternos”. Es una aguda media voz que se clava suavemente tras cada una de las reverentes emisiones de sus “Dios mío”. Llega a exclamar: “Dios mío, si tú hubieras sido hombre, hoy supieras ser Dios”. No hay sabor a desafío sino pura reflexión emergiendo del dolor que produce el desamparo por parte de quien se arroga los derechos de velar por el hombre. “Pero tú que estuviste siempre bien/ no sientes nada de tu creación…”. Un dedo acusador apunta sin miramientos. “Y el hombre sí te sufre: el Dios es él”. No quebranta el concepto de Dios. Formula la necesidad de un cambio. De un brusco vuelco en esa jerarquía rotundamente aceptada.
El factor determinante para sus críticas hacia Dios, es la comprobación de que la vida está llena de sufrimientos. En “Los dados eternos” se limita a señalar razones de su inconformismo: “tú, que viviste siempre bien o no sientes nada, de tu creación”. Pero no intenta destronar a ese Rey, solamente le vaticina: “ya no podrás jugar, porque la tierra es un dado ya roído y redondo a fuerza de rodar a la aventura”. Un humor negro es utilizado para ofender sin llegar al insulto, a ese poderoso de vida fácil y cómoda.
En cambio, en “La cena miserable” la irreverencia alcanza estatura de agresión, de terca y violenta protesta con sus insistentes: “Hasta cuándo, que brotan como consecuencia de la duda que aprisiona a la humanidad”. En “Los dados eternos”, la voz del poeta es quejosa, pero siempre atenuada. No siendo eso óbice para que en la cumbre de su desesperación, impreque: “me pesa haber tomádote tu pan”. Toda su rabia es producto del desencanto provocado por el fracaso de Dios.
“El pan nuestro”, es posiblemente el poema que mejor transmite la ternura del poeta. En la exposición de su pena, de su gran preocupación por saber que está arrebatando con su presencia un lugar que no le corresponde y del que otro podría gozar, confiesa…”que si no hubiera nacido, otro pobre tomara este café”. Y en medio de esa súplica de perdón por su condición de intruso, súbitamente se encoleriza. Razona henchido de rabia. Protesta y amenaza. Se manifiesta disconforme y reflexiona iracundo concluyendo por señalar una solución violenta: “Y saquear a los ricos sus viñedos con las dos manos santas que a un golpe de luz/ volaron desclavadas de la cruz”. Su confesión transida de amargura a la vez que de amor por la humanidad, estalla en un alarido, casi una orden de atacar al enemigo. Eso después del tierno deseo de, “dar pedacitos de pan fresco a todos”, emerge como un latigazo de rebeldía, apuntando hacia los poderosos, implacable: “Y saquear a los ricos sus viñedos”.
El tránsito del creer al no creer, del aceptar al protestar, se vuelve a manifestar en el poema “Dios”, utilizando un tratamiento casi familiar. “Yo te consagro Dios, porque amas tanto”. Similar actitud de situarse casi por encima del Creador, asume en “La de a mil”, cuando utilizando un tono de hombre maduro hacia un joven dice: “este bohemio Dios”. La irreverencia es mucho más benigna. El poeta humaniza a Dios y le habla de hombre a hombre, e incluso, hasta con un aire de superioridad.
La suma de alusiones a Dios y a la religión católica es enorme en “Truenos”. Viene a demostrar que la influencia religiosa, a través de la familia y el medio en que vivía, fue poderosa. Es obligatorio tener en cuenta que Los heraldos negros, fueron escritos entre 1916 y 1918, siendo Vallejo bastante joven. Pero aun así llama la atención sus continuas críticas. Junto a loas o a frases de cuño religioso, casi siempre brota una chispa de ira. También se puede observar que al lado de cada ramalazo de rebeldía, surge la palabra que consigue atenuar ese brote de cólera. Salvo en el caso ya comprobado de “La cena miserable”, en el que no hay eufemismo, ni la más mínima concesión a su condición de católico.
La rebelión que se aprecia en “Truenos”, especialmente en los poemas ya citados, es la del hombre forjado en el ambiente católico que se encorajina y enfrenta a su propio credo, sin que eso signifique abjuración y abandono de ese mundo. Se le puede considerar engañado y, por lo tanto, decidido a buscar la verdad. La irreverencia que suele brotar inesperadamente, en algunos casos da la sensación de haberse escapado del control de quien protesta. De que la reflexión queda relegada. Aunque en realidad no es así. Hay reflexión. Hay razonamiento. Pero la pasión, la defensa del prójimo sufriente vence sobre todo los demás conceptos.
Si el tono agresivo contra Dios, o también, contra todo lo religioso brota frecuentemente en poemas como “La cena miserable”, o “Los dados eternos”, en “El pan nuestro”, el sentido es diferente, no va directamente a censurar un principio religioso, sino más bien a combatir a los causantes de la injusticia. Tal vez, a malos católicos, ya que así se podría interpretar la alusión a “los ricos”. O sea que la protesta se desvía hacia otros poderosos. Los de la tierra, no el del universo celeste. Va en busca de ese ser privilegiado, al que se puede ver y tocar. Su clamor en este caso es de índole social. Vallejo pide igualdad, justicia. Pero para realizar su decidida solicitud, recurre a conceptos religiosos, consustanciándolos con su iniciativa revolucionaria.
El tono coloquial o la forma amigable con que a veces se dirige a Dios, no impide que le formule reproches, cuando no que muestre las limitaciones que ha descubierto en su penetrante observación. Y lo haga con sencillez pero enérgico. Con la energía de quien tiene la razón. Tal el caso de “Absoluta”, donde sin llegar al enfado habla claramente, hasta se podría decir que embargado por la tristeza de tener que elevar su voz: “Mas no puedes, señor contra la muerte/ contra el límite, contra lo que acaba?”. Sino utilizando la imagen de Dios para dar la dimensión de la actividad humana: “El amor es un Cristo pecador”, como exclama en “Amor prohibido”.
En el poema “Amor” se vuelve a es cuchar el trato amistoso, casi familiar que ya había utilizado en otros poemas. Hay irreverencia pero sin crudeza, está ausente cualquier atisbo de virulencia: “y que yo, a manera de Dios, sea el hombre/ que ama y engendra sin sensual placer!”. Admira a ese Dios, hasta pretende ser como él, pero a la vez lo limita en su condición de Ser Superior, impidiéndole la posibilidad de alcanzar el placer que sí puede lograr un ser humano.
En “Los anillos fatigados” vuelve a manifestarse ese oscilar entre amor y rechazo. Entre protesta y piedad. Embate contra Dios y también defensa del Creador. “Señor/ a ti yo te señalo con el dedo deicida”. En el poema el tedio resulta una atmósfera pesada y dominante. Y en un momento, sin intención de apostrofar, pero tampoco reverenciándole o aceptando sus leyes, simplemente situándolo en esa sensación de hartazgo que transita por sus versos.
“Y Dios, curvado en tiempo, se repite, y pasa, pasa a cuestas con la espina dorsal del Universo”.
En algunos otros poemas de “Truenos”, en los que sin esfuerzo se puede descubrir la huella del Modernismo, y hasta un incipiente vanguardismo, será fácil el hallazgo de ceremoniosos términos religiosos: “mi beso es un credo sagrado. Quédate en la hostia / ciega e impalpable/ como existe Dios o nos lloran el monótono suicidio de Dios”. Son ejemplos que tanto acusan aceptación como rechazo. Que en la mayoría de las veces insinúan irreverencia o predisposición a fomentarla. Aunque haya algunos versos ―como ya se ha podido comprobar―, en que en la exclamación va implícita la protesta. Es “Truenos”, la parte de Los heraldos negros, que más expresiones irreverentes aporta. Que más número de voces religiosas contiene. La irreverencia puede ser incipiente en unos o llegar a la cumbre en otros, pero son escasos los versos que quedan al margen de esas dos situaciones.