Tardé mucho en encontrar la casa
donde la había dejado, tardé
casi siete años –siendo el siete un número
de particular estridencia, tardé igual siete
que cinco o tres, sin ningún sobresalto-
en encontrar
la que era la casa donde éramos
cuatro. Tardé muchas cuadras en decidir que la cuadra
donde la casa está empotrada es esa misma
que yo dejé cuando me estuve yendo. Tanto rato
me estuve yendo que casi apenas no me iba aún
que ya estaba volviendo, porque irse es algo que no
ocurre de golpe, ni a los golpes, sino
más bien, por el contrario, suavemente,
algo que se trenza sobre las cosas y las asila
en la nada, algo
que se vuelve tan
todo está bien, todo está estúpidamente bien
inclusive la casa sin mí, porque no es
que la casa se haya quedado ahí
todo este tiempo
esperándome, ni siquiera es
que la casa me haya sobrevivido en esa esquina o que yo
la haya dejado en paz o, aún, que la casa haya seguido existiendo
sin mi testimonio. La casa, que entonces era grande y ahora
es chica, o yo soy gigante, o que las cosas se modifican
sin nuestro permiso, o que las cosas se modifican
simplemente, sin permiso de nadie,
la casa está ahí y no es que yo la haya dejado ahí para mí o para nadie
sino que la casa, apenasmente, estuvo ahí
todos estos siete años
que no es un número cualquiera
todos estos siete años de la casa empequeñeciéndose
todos estos siete años que lo mismo podrían haber sido tres o cinco,
aunque no parece, parece más bien que yo la puse y la saqué de lugar
y que los que le estuvieron adentro estuvieron otra casa. Los inquilinos
no conocen mi casa,
porque con toda seguridad puedo decir:
Esa gente nunca estuvo en mi casa.
Porque con toda seguridad nadie podría decir:
Esa gente te visitó la casa.
No.
La casa empieza y termina
donde yo la empiezo y la termino,
como todas las cosas del mar.
Yo quise salir a matar
pero en vez de eso
escupí semillas
de mandarina
y ácido naranja
en mis manos.
Ahora
con estas uñas mugrientas
rastrillo jardines
para encontrar municiones
mientras un misil
atraviesa el cielo
hasta mí
sin hacer
ningún ruido
que yo sepa escuchar.
Mi corazón es un cine continuado
en el que alguien se masturba en la oscuridad de la última fila.
Un lugar
al que nadie entra sin algo para esconder
y algo para confesar. Mi
torpe y astuto y víctima y cerebral corazón
tan angurriento como la pollera que abría de chica
bajo las piñatas
para llevarme más caramelos que el resto. Un corazón
que juega a la intemperie
cubierto de lana, que
tan papel picado tan
ahora.
Mi corazón es un aula de colegio católico vacía
después de clases, el sol que entra y fulgura ese vacío
y se impone y luego se retira y devuelve
los pupitres a lo oscuro.
Todos los libros que presté y nunca
me devolvieron.
Mi corazón es una máquina de expectativas
que se atasca de noche. Un soldado que vuelve a casa
después de equivocar los himnos.
La primera estrella de un cielo privado
que se mece en los bordes del universo.
Mi corazón es el movimiento
que se reserva una bicicleta quieta.
Y la posibilidad, ese límite granulado, que lo recibe.
Quien me acuna y quien me ahorca,
y quienes me relevan
del trabajo del amor
hacia los otros.
Ahora te muestro este corazón redondo
y te lo ofrezco
a pesar de su forma.
El amor es un toro mecánico del que nadie se baja con elegancia.
Una atracción de feria
abandonada,
desafiando la intemperie.
Todos se paran frente al toro y se dicen
Yo puedo con él. Todos, sin excepción, confían
en sus talones
y se montan a la violencia eléctrica
de su lomo. Confían todavía cuando el movimiento
se inicia,
como si una mano poderosa e invisible
echase una ficha al aparato
sin previo aviso.
El clic metálico se recorta en el sonido,
una topadora minúscula
derribando
al silencio de un empujón. Entonces todo comienza, y ya
no hay manera
de emprolijar el cuerpo, esa forma
de la que antes creíamos tener dominio y que ahora
se nos revela
como si hubiese estado esperando su turno
comiéndose las uñas
desde que le pusieron nombre.
Si yo fuese un ratón
preferiría
perder mi cola en la trampa
antes que mi queso.
Una y otra vez.
Tuvimos peces. Se murieron
panza arriba, inflamados
de alimento. Eran tres y eran siniestros.
Todos los peces son siniestros.
No confío en nadie que no pueda cerrar los ojos.
Vino la prima segunda que estudia cine
(ninguno de nosotros se aprende de una buena vez por todas su nombre)
vino la prima que fue madre adolescente y vino
su hija que lleva el segundo nombre de mi abuela, ahora
bisabuela,
vino el primo con la novia de su pueblo, Susana,
es dentista, quiso ser músico y le dijeron
que no le salía, ella siempre lo amó
lo esperó tranquilamente
hasta que se le pasaron
todas las esperanzas. Es cajera
en el único supermercado del lugar. Pasó a saludar
el tío Boby, traía una bolsa
con cuatro kilos de milanesas que se llevará su hijo mañana, cuando vuelva
a La Plata y lo deje solo, entristecido frente a su colección
de documentales de la Segunda Guerra Mundial. Alguien
nos llama a almorzar. Somos muchos, pero
por alguna magia pretérita
no nos chocamos.
La abuela sirve empanadas, después sirve milanesas, después sirve
fideos, no hay sillas para todos, algunos comen y se van a caminar
al patio, fuman, vuelven, otro ya se levantó y la nena
sonríe, grita un poco, mi prima le dice
no grites, los locos gritan, nosotras no estamos locas
en la cabecera está la abuela, interrumpe todas las conversaciones
con nuevas conversaciones más pequeñas, si se te dirige
obtura tu canal con el resto de los invitados, qué felicidad
la casa llena, dice
lo bueno es que en mi vida nunca he tenido que estar en soledad, y esa
es una cosa muy importante.
Él toca el timbre, vamos a ver la casa nueva
a una cuadra, antes
de irme mi abuela me pregunta si no
me quedo para el helado,
mi prima me abre la puerta, sale la tía, sale el perro del tío,
en ese momento está entrando Anita, hoy cumple quince años,
viene de la peluquería,
vinimos todos para ver cómo se descalza dos horas después
de su gran entrada
los zapatos que salieron más caros que las compras para que todos
los que somos
estemos almorzando hoy alrededor de la misma mesa, del mismo sol,
del mismo sábado, orbitando
nuestro apellido.
Él no entra a saludar, simplemente
me espera. Está solo
y afuera.
Valeria Tentoni (Bahía Blanca, 1985) Ha publicado libros como Batalla sonora, Ajuar Y El sistema del silencio.