Por José Aníbal Campos
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Uwe Timm: la fascinante subversión
del subjuntivo
Yo propongo la tesis de que lo más característico del lenguaje humano es la posibilidad de contar historias […] y sugiero que el momento en que el lenguaje se volvió humano se encuentra en la más estrecha relación con el momento en que el hombre inventó un cuento, un mito, a fin de excusar un error cometido por él, quizás al dar una señal de peligro cuando no había motivo para ello.
Karl Popper
Contar historias parece ser una necesidad vital del ser humano. En ese sentido, la propuesta de Popper queda confirmada tras la lectura de algunas de las obras de Uwe Timm. Contando historias damos de lado a la soledad, justificamos nuestros actos y persuadimos a otros para que actúen a nuestro gusto. También solemos contar historias para construirnos un pasado. «El pasado, tal y como lo conocemos», escribe George Steiner en su ensayo Después de Babel, «es en su mayor parte una construcción verbal. La historia es un acto verbal, un uso selectivo de los tiempos pretéritos». El hombre, pues, narra para matar literalmente el tiempo, para refutarlo y trascenderlo. Los personajes de Uwe Timm narran historias para rebelarse contra los rígidos grilletes de lo «real», para socavar el ahora y el aquí y subvertir el instante presente.
Nacido en Hamburgo en 1940, un año después de comenzada la II Guerra Mundial, Uwe Timm frecuentaba de niño un barrio portuario de esa ciudad, un sitio repleto de marinos, obreros y putas. En la cocina de su tía Grete, que tenía prohibido visitar, el niño Uwe Timm fue aprendiendo a escuchar las historias de los mayores y a interpretarlas según su necesidad de ampliar el radio de su fantasía. Allí fue sucumbiendo a la fascinación de esos mundos contados, de esos mundos paralelos, reales o no («En aquella cocina las mentiras doblaban las vigas del techo»), que fueron sembrando en su conciencia las semillas que luego germinarían en sus novelas de madurez. Eran los años de penuria y miseria en el Hamburgo de la postguerra, «la época de vivir al día […], de los arreglos improvisados, del tabaco plantado en macetas en los balcones, de las pantuflas de madera con tiras de cuero, y del lubricante usado, empleado luego como sucedáneo de la cera de piso». Tales penurias materiales, compensadas de algún modo con una exacerbada capacidad de improvisación, tenían su equivalencia en una miseria espiritual que podía sobrellevarse gracias a un universo de improvisados y fascinantes relatos que estimularon la imaginación del futuro narrador.
En esa cocina se escuchaban historias de todo tipo: cotilleos, relatos que ponían los pelos de punta, anécdotas simpáticas, llenas de humor (tanto negro como blanco), leyendas que pasaban de boca en boca y eran variadas una y otra vez por quienes frecuentaban a la tía. Fue gestándose así el germen de lo que luego sería el «subjuntivo maravilloso» de Uwe Timm: la posibilidad de que la realidad tuviese alternativas, la hipótesis de que todo pudiese ocurrir de manera diferente. El propio Timm rememora la atmósfera de esas singulares tertulias:
«En aquella cocina las mentiras doblaban las vigas del techo, pero el objetivo no era en lo absoluto contar un hecho con lujo de detalles, sino expresar qué postura asumía uno con respecto a las gentes y las cosas, qué importancia se le concedía a ellas mediante la narración y qué importancia se concedía uno mismo. De esa manera, narrando, se interpretaba la realidad, se agotaban las variantes de cómo eludir sus presiones y sus normas […], una interpretación subversiva contra el poder de lo factual».
El contar historias como acto de rebeldía, gesto subversivo contra la tiranía de la realidad. Esas narraciones cotidianas sirven de base, en lo esencial, a las novelas de Uwe Timm. La conciencia del carácter subversivo de la palabra contada es algo que ya se manifiesta bastante pronto en el joven escritor, adscrito desde temprana edad, y casi por intuición generacional, al movimiento anti-autoritario que más tarde desembocaría en Mayo del 68. Si el contar historias le permitía al niño mentir y escapar a la rigidez de la casa paterna, al narrador ya maduro le permite abrirse a nuevos ámbitos de lo real, cuestionar aquellos aspectos inamovibles dictados por las ligaduras del presente, desenterrar elementos del pasado que yacen sedimentados y ocultos en las profundidades del lenguaje de hoy, en los ritos y las fórmulas expresivas del ahora. La conciencia de que las historias pueden servir de paliativo a la realidad y, al mismo tiempo, socavar los fundamentos de un lenguaje conservador, da pie al surgimiento de eso que el autor denomina el «subjuntivo maravilloso».
Es revelador lo que expresa Timm al respecto: «Me interesan aquellas formas de la astucia que intentan transformar algo en la vida cotidiana. En ese sentido yo también trato de hallar una forma específica del lenguaje que no transite los mismos caminos trillados. Me interesan esas formas de filibusterismo que están dirigidas contra el opresivo sistema dominante, que liberan un gran caudal de energía y socavan al sistema desde dentro.» Son palabras que revelan una postura estética, dichas por un eterno rebelde, y no es difícil escuchar todavía en ellas los ecos de la revolución estudiantil de los años sesenta. Aquella reivindicación de la utopía («¡La imaginación al poder!»), que luego acabaría para muchos en la frustración y el desencanto, cobra forma, en la narrativa de Timm, a través de ese subjuntivo subversivo que nos permite imaginar y crear «otros mundos posibles».
Respecto a ese «subjuntivo maravilloso» de Timm tal vez no sea desacertado citar una vez más a George Steiner en su libro Después de Babel, cuando plantea:
«La gramática ha investigado los modos optativos y subjuntivos […] El status lógico de los modos hipotéticos ha dado lugar a más de una controversia […] ¿Cuál es la mejor manera de tratar un tipo de enunciado manifiestamente inteligible pero de los que no se puede decir que sean ni verificables ni susceptibles de ser falsificados? [V]istos bajo otra luz, puede pensarse que “engendran vida” […] Es posible que los núcleos creadores del lenguaje sean precisamente lo hipotético, lo “imaginario”, lo condicional, la sintaxis de la contingencia y de la antiobjetividad […] Una vez más, es necesario asombrarse, volverse sensible […] al pensamiento de que las cosas pudieron haber sido de otro modo.»
También otros teóricos, al abordar la filosofía del lenguaje, han tratado el tema del subjuntivo y han llegado a conclusiones similares. Steiner menciona en su obra a Ernst Bloch, cuyos planteamientos en ese sentido van mucho más lejos:
«Ernst Bloch es el más grande metafísico e historiador de este proceso. Para él la esencia del hombre está en “soñar hacia adelante”, en esa facultad compulsiva de deducir “lo que todavía no es” a partir de “lo que es ahora” […] “Los modos condicionales y los enunciados antiobjetivos”, sostiene Bloch, “establecen una gramática de la renovación incesante. Nos obligan a emprender frescos la jornada, a dar la espalda a los fracasos de la historia. Sin ellos, no habría avance posible y los sueños frustrados se nos harían un nudo en la garganta” […] Es como si la selección natural hubiese favorecido al subjuntivo.»
Para Bloch, el hombre tiene la facultad y la necesidad «de contradecir, de desdecir el mundo, de imaginarlo y hablarlo de otro modo». En ese intento de «desdecir el mundo», de reinventarlo, los personajes de Timm acuden a «esas formas astutas», a ese «filibusterismo» que tanto interesa al autor. No es casual entonces que en una de sus obras narrativas, El descubrimiento de la salchicha al curry (1993), Timm recurra a la referencia intertextual con la Odisea. La protagonista, la señora Brücker, es comparada con Circe, «que cantaba y labraba una gran tela», y por cuya culpa Odiseo no pudo regresar a tiempo a Ítaca. Como una Scherezada traspolada al Hamburgo actual, la anciana Lena Brücker, ciega —una travestida alusión a Homero— cuenta al yo-narrador su historia, va tejiendo (en el doble sentido del verbo) los hilos de su narración, su insólita historia de amor con un marino desertor a fines de la guerra, al que logra salvar la vida y retener a su lado gracias a sus dotes para fabular, ocultándole la verdad sobre la capitulación del Ejército del Reich. La señora Brücker cuenta las penurias de la postguerra, las muchas estrategias de supervivencia en ese traumático período de la historia alemana. Con esa astucia que tanto fascina al autor Timm, la protagonista trata de retener también a su joven oyente, el yo-narrador, interesado más bien en oír la historia de cómo se inventó el célebre refrigerio, para evadir así el tedio del hogar de ancianos.
Referencias a la Odisea encontramos también en una obra filosófica capital de la llamada Teoría crítica, un libro que fue guía ideológica de la generación que participó activamente en el movimiento estudiantil de los años 60 y 70, generación a la que pertenece el autor que nos ocupa. Pero si bien para los autores de Dialéctica de la Ilustración, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Odiseo «niega la propia identidad que le constituye como sujeto y se mantiene en vida mediante su asimilación a lo amorfo», en una clara alusión al pasaje en que el héroe homérico, amenazado por el cíclope, da como nombre el de «Nadie» (Udeis, en griego antiguo), en lo cual ambos filósofos ven un símbolo del proceso de despersonalización que sufre el individuo en el «mundo administrado», Uwe Timm, lector obligado de esta obra en sus años estudiantiles, parece resistirse a esa visión pesimista y corregir el tono apocalíptico de los filósofos. Todo podría interpretarse de otra manera, parece decirnos Timm: Odiseo logra vencer al mito, invariable, anquilosado, amenazante, en la medida en que se atreve a variarlo, en la medida en que lo altera usando la imaginación. Odiseo, visto aquí como un símbolo de los personajes principales de Uwe Timm, se emancipa del mito rígido y tiránico, lo burla y lo sortea en la medida en que, con un simple ardid, se sustrae por un instante al escenario donde éste tiene lugar y pone a funcionar al hombre que hay en él, lo re-escribe aderezándolo con un toque de astucia y logra escapar al peligro que lo acecha.
Partiendo de esa interpretación, sería válido preguntarnos si la historia de la civilización —y con ella la de la propia literatura— no demuestra acaso que los mitos existen, entre otras cosas, para ser variados.
Esto se halla en estrecha relación con las facultades subversivo-emancipadoras que Uwe Timm atribuye al contar historias. En Cazacabezas, una novela de 1991, el protagonista Peter Walter, un corredor de bolsa, es también una suerte de cínico Robin Hood moderno que estafa a su adinerada clientela mediante la fascinación que despiertan sus historias, muchas de ellas variaciones sobre leyendas urbanas que funcionan como radiografías de la sociedad germano-occidental contemporánea. Las fabulaciones de Walter, así como su proyectado ensayo sobre la desaparecida civilización de la Isla de Pascua, nos dejan entrever, bajo los sedimentos de lo cotidiano y de la historia, el estado esencial de las sociedades modernas. En otra novela, Rojo(2001), quizás la más ambiciosa de Uwe Timm, el personaje protagónico tiene un raro oficio: se gana la vida como orador fúnebre por encargo. En ese sentido, es también un fabulador a quien los familiares de los difuntos encargan la reconstrucción verbal de una vida recién concluida. Por otra parte, Rojo está íntimamente ligada al destino de esa generación que apostó por la utopía en casi todos los ámbitos de la vida, y en cierto modo resume la trayectoria vital y literaria del narrador Uwe Timm. Como el propio Timm, Thomas Linde, el protagonista, fue un antiguo miembro de la generación del 68. Como ha señalado el crítico Ulrich Greiner, la imposibilidad del ex marxista de hallarle un sentido a la muerte y de divagar sobre el más allá a la hora de ofrecer consuelo en sus oraciones fúnebres, le obliga a indagar en los elementos singulares de esa vida extinta a la que debe dedicar, por oficio, sus retóricos homenajes. Un buen día, Thomas Linde –que también es músico y crítico de jazz, y trabaja afanosamente en un ensayo sobre el color rojo (referencias indirectas a sus dotes improvisadoras y especulativas)—, recibe el encargo de pronunciar la oración fúnebre de alguien que, por testamento, le ha solicitado especialmente a él para dicha encomienda. En el transcurso de sus investigaciones sobre la vida de ese hombre en principio desconocido, Linde descubre a un antiguo correligionario, Aschenberger (literalmente, el «que amontona cenizas»), quien en el momento de su muerte planeaba volar con una potente carga de dinamita la Siegessäule (la Columna de la Victoria), todo un símbolo del auge imperialista de Alemania a finales del siglo XIX, un obelisco coronado por un águila imperial que constituye todavía hoy uno de los emblemas monumentales de la Berlín actual. Ello da pie a Timm para reflexionar sobre los destinos individuales de los miembros de aquella generación.
El fracaso de los ideales de entonces produjo una fragmentación de tendencias entre sus miembros: hubo quien se decantó por un terrorismo militante; otros se refugiaron en el mundo de las drogas o se suicidaron; algunos abrazaron ideas estalinistas, maoístas o ecologistas, mientras que otros, quizá la mayoría, se resignaron y se dejaron asimilar por el establishment. Timm prefiere verse entre los que, aún después de tantos años, no han claudicado y continúan intentando oponer resistencia a las coacciones de la realidad y de lo pre-establecido. Sus armas, ciertamente, no son ya la lucha política activa, ni la retórica ideologizante, mucho menos la cínica resignación o la melancolía a veces enfermiza de algunos de sus contemporáneos. Su arma principal sigue siendo el contar historias, y para ello acude a ciertas formas de la llamada literatura trivial, que le permiten narrar historias cargadas de sentido profundo sin aburrir al lector, algo que el autor de carne y hueso tiene en común con casi todos sus personajes de ficción, al echar mano de esa suerte de filibusterismo que le facilita el acceso a un gran público, no con el mero fin de entretener y ganar dinero, sino para llamar la atención sobre nuestra condición y sobre todo lo que «cojea» a nuestro alrededor.
Es, sin duda, ese intento de subvertir aquello que se espera que demos por sentado e inamovible, de hacer uso consciente de ese «pudo haber sido» o de ese «así podría ser». Es esa fuerza subversiva del subjuntivo maravilloso, el mismo que nos permite imaginar otros universos posibles detrás de los falsos y decorativos horizontes a la vista.