Vallejo & Co. presenta este texto a manera de homenaje por el 38 aniversario del fallecimiento del poeta Luis Hernández Camarero, ocurrida el 03 de octubre de 1977 en Buenos Aires, Argentina. Una muerte tan repentina como extraña, tras encontrarse su cuerpo atropellado por el tren de la ciudad.
Debemos mencionar que este texto fue presentado por su autor en una versión editada y menos extensa como prólogo al libro Las islas aladas (Pesopluma, 2015), volumen que reune los únicos tres poemarios que el poeta Luis Hernández Camarero (1941-1977) publicó en vida: Orilla (1961), Charlie Melnik (1962) y Las constelaciones (1965).
Por: Roger Santiváñez
Crédito de la foto: www.esosdelacolina.blogspot.de
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Como aquellos del amor y de la muerte
LH
Al releer Vox Horrísona [Lima 1984] Obra Poética Completa de Luis Hernández editada por el narrador Ernesto Mora y su efímero pero significativo sello Punto y Trama (prácticamente fundado para la ocasión de dicho libro) nos quedamos perplejos ante la potencia y eternidad de estos poemas. En efecto, uno se pregunta qué es lo que permanece fresco con tanta vitalidad en esta poesía. ¿Cuál es el particular matiz que todavía nos congrega ante la genialidad de una creación inalcanzable de perfilar ―difícil bajo la noche [como lo escribió el propio poeta] pero cuyas aristas prismáticas ―plenas de color― reverberan como el mar azul prusia de La Herradura y el sol lila entre los flotantes y acoderados cromáticos yates. Un extraño desafío se nos impone, pero lo aceptamos [igual que sus Canciones acepta] sostenidos por nuestro grande y antiguo amor por la poesía de Luis Guillermo Hernández Camarero (Nacido en Lima, el 18 de diciembre de 1941 y fallecido ―en circunstancias aún no esclarecidas del todo― en la vía ferrea de un tren en Santos Lugares, Buenos Aires, Argentina el 3 de octubre de 1977); Lucho, Luchito Hernández, el más simpático y brillante chico del barrio de ‘6 de agosto’ en el distrito de Jesús María.
Situémonos entonces circa 1960 ―días dorados de la primera juventud de Luis―. Lo encontramos con sus pares generacionales, jóvenes poetas y estudiantes de la Universidad Católica como él: Javier Heraud y Antonio Cisneros. A la distancia de 55 años podemos reconocer que con esta pequeña célula nace la poesía contemporánea del Perú tal como la entedemos actualmente. El lanzamiento de sus tres primeros cuadernos ―respectivamente― El río (1960) de Heraud, Destierro de Cisneros y Orilla de Hernández (ambos de 1961) en la famosísima Minerva de las Ediciones de La Rama Florida ―imprenta tarjetera con la que el poeta Javier Sologuren publicó más de cien títulos en largos años de profícua actividad― parece no dejar ninguna duda sobre la fundación de la nueva poesía peruana en torno al inicio de la década de los 1960s y por ende a la generación ―que en ese instante― sentaba las bases de un twist y una modernización cuyas proyecciones llegan a hasta nuestos días.
Entremos a Orilla. El jovencísimo poeta contempla el mar desde sus bordes. Medita bajo el cielo y empieza su canto: “―Pon arriba, / donde nunca puedan / verla, / tu señal”. Declaración de principios, esencial observación sobre el propósito de su poesía: marca sideral que ―aunque lejos y secreta- está allí presente. Ante la crecida marea, infinita soledad lo rodea y escribe: “de mí / ya sólo queda / el mar claro y naciente, / de mí / ya sólo queda / el mar, triste, apagado.” A la hora del sunset todo gira en torno a dicho ocaso: “Poniente sol, / perdida tu belleza, / oculto ya, no hallado / tu destino.” Última alocución ésta que tranquilamente podría ser un símil de la propia experiencia del poeta: su identificación con la desaparición del astro rey, argucia para expresar su conciencia de la muerte y de la incertidumbre de la existencia humana. Lo que se cifra en un remate que intensifica el color, la condición submarina y celeste así como la delicadeza de la marchita flor: “Estarán en ti tan sólo / las rosas muertas,/ canciones sumergidas, tinto el mar, / inmóvil en tu vida, / ignorado tu cielo.”
A nivel estríctamente de la construcción lírica Hernández demuestra su precoz maestría con este par de hallazgos rítmicos que cierran la siguiente estrofa: “Aunque nada hubiera / llevado al mar con mi alegría, / no sentí nunca / el sonido de las ondas, / la espuma en la ribera.” Traigo a colación dicha órfica plasmación sintáctica porque ―en el amplio espectro de la poesía hernandiana― va a constituir una de sus características más acendradas y originales: el dominio del ritmo para la perfección elástica de sus tunes mejor tocados. La música de esta poesía brilla por sí sola: “cerrada hacia poniente la sonrisa.” o con rara sabiduría juvenil ―sobre el misterioso e incompleto destino humano― nos deja escuchar esta plástica cadencia inapelable: “Legiones de senderos inconstantes / que el mar y lo ignorado / cierran juntos”. Aquel sonido de las ondas que citamos líneas arriba tomará una nueva forma exacta en este logro prosódico ―sin precedentes en la poesía peruana anterior― “Yo pensaba en el mar / como cuando leía / y el mar sonaba igual: / No es posible sentarse, / los bancos están mojados, / los bancos están mojados, / y podridas las maderas.” Inobjetable precisión de un ritmo que sólo Luis Hernández poseía. Y la culminación nos permite observar la inclusión ―por vez primera― de un signo urbano (decisivo elemento posterior) en su obra: “No es posible sentarse. / Viven aún como arena / las luces de la calle.”
Es interesante comprobar que el mar ―tan presente a lo largo de toda la poética de nuestro autor- aparece en Orilla no sólo como tema central sino prefigurando un constructo que alude a una presunta ―diríamos― ideología marina subyacente en Vox Horrísona y que aquí se presenta de esta manera: “La última onda, / limpia y azul, / ha caído tan cerca / de mí / que puedo sentir / su pensamiento.” Es como si el océano le transmitiera su lenguaje ―aquel inexplicable pero indiscutible que está cifrado en estos versos de Naturaleza viva cuaderno incluído en la obra completa; dirigiéndose al mar el poeta le dice: “Hemos escogido de ti la / más bella estancia: el final / de la tarde, cuando hablas / con el viento una jerga incomputable.” Hernández trata de traducir lo que escucha de ese raro argot. Esta sería la base central de su ars poética. De manera similar a lo que Ezra Pound sostenía ―siguiendo al provenzal Arnaut Daniel― que la misión del poeta es reproducir el canto de los pájaros. No es casual que cerrando Orilla aparezca el sonido humano al contemplar el océano: “Una voz que no es / nuestra / también puede / llamarnos.” La voz del mar que viene siendo simultáneamente la voz del poeta. Y por si fuera poco tenemos estos versos: “Coge de tu corazón / tan sólo / lo que ames / desecha lo demás.” que constituyen un homenaje intertextual al gran poeta de The Cantos cuya composición LXXXI reza: “What thout lovest well remains, / the rest is dross” [“Lo que bien amas permanece / el resto es escoria”].
Para finalizar nuestra breve incursión en Orilla leamos el texto 3 de la tercera parte del poemario cuya importancia sería fundamental en la poesía hernandiana. Según el testimonio de Mirko Lauer estas líenas: “Junto al muro / crece la hierba: / su sombra, / la sombra de la luna; / mágica, ancestral, / la sombra de mi cuerpo.” eran “su poema favorito, hasta el final. Y lo era porque traía lo que para él fue lo mejor de las estructuras de sonido y medida que jamás había escrito, y una de sus preocupaciones fue que siempre me dijo que sentía que nunca había podido volver a escribir algo tan perfecto y tan bueno como ese poema que había publicado en 1961.” Una memoria personal a propósito de estos versos: En 1975 ―lleno de fervor por la poesía hernandiana― busqué en la Biblioteca Nacional ya que era una edición inhallable, el ejemplar de Orilla y al leerlo escribí dichos versos en mi cuaderno de apuntes, fascinado por su cadencia y hondura metafísica. Efectívamente nos dan una idea perfecta de la gimnasia métrica que Lauer relata en su memoria de Hernández: “Recitaba, volvía a recitar, seguía recitando y le daba vueltas a la cosa”. E inmediatamente: “Tiempo después descubrí lo que hacía: estaba midiendo. Le preocupaba mucho la medida de las cosas. Cómo se organizaba la sílaba, dónde caía el acento, cómo jugaban las vocales, y para eso necesitaba repetir todo el tiempo.”
Charlie Melnik (1962) iría a significar un paso adelante ―dentro de su poesía― en aquel camino de la búsqueda por la óptima configuración rítmica. El breve poemario está compuesto por dos secciones: la primera es la elegía por el personaje y la segunda denominada La canción de Charlie asume su voz. De arranque el poeta clama ante la ausencia de su compañero: “Como cuando vivías / Cantarás / Aunque no vuelvas.” Estamos notificados del dolor que produce dicha ausencia y del férreo convencimiento del sujeto poético sobre la supervivencia del canto, es decir de la poesía, más allá de la muerte. Eso es lo que nos queda claro con estas líneas: “Quién, qué lluvia / Hará surgir el día. / Ahora que no regresas / Desde tu noche perfecta.” Como es usual en Hernández, el mar es su primer referente. Observándolo el poeta se expresa con maravilloso ritmo: “Qué poco encuentro ahora / De tus cantos / En la fuente cegada del océano;” Y la entera realidad esta empapada de lo que nos dejó el amigo que partió: “El camino del mar / Hacia la casa / Lleva sólo la huella / De la imagen sin fin / De tus canciones.” Una canción que el deudo es capaz de transformar ―con musical melancolía― en alta poesía basada en la elaboración prosósdica de la lengua: “Qué pena recoge, entonces, / La muda floración / De mi amargura.” Este último verso un perfecto endecasílabo por lo demás. Lo mismo que “la seca paz / Tendida / de tu cuerpo”, cuando se refiere a la muerte del amigo.
En en este punto convendría tratar el discutido tema de la identidad de este personaje Charlie Melnik. Edgar O’Hara señala el anacronismo inserto en la propuesta de Mirko Lauer y Julio Ortega quienes en su fundamental ensayo sobre Contra Natura de Rodolfo Hinostroza sostienen que Charlie Melnik “refiere la muerte de Javier Heraud a un contexto que viene de Martín Adán […], es la primera de las transfiguraciones que que vivirá Heraud en la nueva poesía peruana” entendiendo que si el autor de Estación Reunida murió recien en mayo de 1963, sería imposible que Hernández estuviera hablando de él en un poema que salió en diciembre de 1962. Sin embargo ―en mi criterio― existiría la salvedad de que nuestro poeta hubiera estado mencionando una muerte simbólica de Heraud; es decir dando vueltas alrededor de la sentida ausencia de quien era su grande e íntimo amigo en poesía, como lo veremos más adelante. Como es historia Javier Heraud ya estaba en Cuba desde abril de 1962, recibiendo entrenamiento guerrillo en las filas del Ejército de Liberación Nacional del Perú [ELN] en una de cuyas columnas fallece tratando de abrir un foco subversivo en Madre de Dios, el 15 de mayo de 1963. La amistad entrambos está fechacientemente comprobada no sólo en el poema que Heraud le dedicó a Hernandez, así como en la cita de unos hermosos versos de su amigo que Heraud inscribe como epígrefe en su libro Viajes imaginarios ―fechado en junio de 1961― sino sobre todo en el único ejemplar de la revista manuscrita Ágape (abierto homenaje a César vallejo) que los dos jóvenes poetas compusieron juntos en abril de 1959 y que Edgar O’Hara exhumó en edición fascímil de 2008. Volviendo al tema de la identidad de Charlie Melnik, dicho crítico sugiere ―tras indagar en la obra, y citando un par de títulos del controversial escritor hebreo Sholem Asch de cuya nevelística ―se afirma― Hernández habría tomado el nombre: “Charlie Melnik podría ser una simbiosis del borracho de East River (1946) y el Moisés Melnik de Uncle Moses (1917).” Pero esto nunca se sabrá a ciencia cierta.
Retornemos a La canción de Charlie. Aquí toma la palabra el personaje: “Puedo llegar al mar / Con la sola alegría / De mis cantos.” Defensa y presencia inmediata de la poesía. El dominio del ritmo tiene ya su marca personal intransferible: “La fronda de las cañas / Derribando / La yerta soledad de las ciudades.” La oposición campo vs. ciudad, sobre todo ésta última que le hará decir a Gonzalez Vigil acerca del desarrollo posterior de su obra: “La visión de la ciudad y del capitalismo, de la opresión y la estulticia tornarán horrísona para siempre su canción.” (Citado por O’Hara). No creemos ―en absoluto― que la haya tornado horrísona; todo lo contrario: evolucionará una música verbal que ya está aquí codificada en la maestría del endecasílabo castellano: “!Sólo el hondo sentido / del estío!” y un verso despues, tras “Mis manos que rebalsan” otra vez la perfección fónica del endecasílabo: “El reflejo incesante / De las olas”. En relación a este tema es válida la afirmación de Lauer “Sus primeros libros, habían sido libros sumamente hispánicos” e incide ―dándonos una primicia― en la pasión de Hernández por Juan Ramón Jiménez: su “máxima economía de medios” y “ la frescura de manejarse de manera minimalista en el campo de la filosofía profunda” aunque también recuerda “la fase alegre de Hernández: Dylan Thomas, Pound y ese tipo de búsquedas” nombres más familiares para un lector de nuestro poeta. Otro dato importante de Lauer: “Se sabía de memoria sus primeros dos poemarios” pero no por vanidad de ninguna especie sino “como estructuras de medida métrica/…/y, entonces él los repetía, sin interesarle mucho el significado, sino cómo se organizaba su sonido en términos puramente técnicos.” Queda clara la intensa preocupación por la música en poesía de ese gran artífice que fue Luis Hernández.
Las constelaciones ―tercer libro de este volúmen recopilatorio― fue publicado en diciembre de 1965 por el sello Cuadernos trimestrales de poesía la legendaria revista que desde Trujillo dirigía el poeta Marco Antonio Corcuera y que organizaba ―cada cinco años― el consagratorio Premio El Poeta Joven del Perú, cuya primera versión en 1960 habían ganado ―compartido― Javier Heraud y Césa Calvo. El libro de Hernández obtuvo el segundo premio en el certamen de 1965, lo cual constituyó un escándalo en aquel momento ya que tirios y troyanos consideraron que Las constelaciones debió ser el libro ganador. Mucho se ha especulado en torno a la participación de nuestro poeta en dicho concurso. Pero yo tengo el testimonio del poeta Luis La Hoz ―íntimo amigo de Hernández― quien me refirió ―en los días de nuestra revista Auki (1975-76) ―editada por un colectivo en el que también estaban Armando Arteaga y Oscar Aragón― que fue César Calvo quien sin la autorización de su autor, envió al concurso trujillano el texto de Las Constelaciones que él mismo mecanografió. Sea como haya sido, lo concreto es que esto hizo posible la aparición de un libro que ―por varias razones que pasaremos a tratar brevemente― fue y es una piedra de toque fundamental en el desarrollo de la poesía peruana contemporánea.
Empecemos por el principio: el primer texto del libro Geminis que abre la sección inicial ‘Los signos del zodíaco’. Un hermoso poema en prosa sobre el tema del hermano. O de los gemelos para sintonizar con la propuesta del conjunto. Como en otras ocasiones el arranque de Hernández revindica ―antes que nada― la poesía: “Es extraña nuestra canción. Es demasiado triste y antiguo lo que cantamos.” Prosigue considerando la relación fraterna y también una especie de secreto poético que mora en cierta escritura contenida en la voz (la boca) del alterno: “Hemos dejado en casa al hermano, al mismo hermano que guarda ―quizá sea que volvamos― el gastado cuaderno de sus labios.” Musicalísimo remate, hallazgo rítmico y fonético. Lo mismo que la culminación del poema: “hemos sobrevivido al hermano. Lo hemos dejado, ciego y amargo, en sus viajes no emprendidos: sólo trazos de los dedos silenciosos sobre el mapa.” O’Hara insinúa que dicho hermano sería Javier Heraud (aunque sugiere también que podría ser sencillamente un hermano suyo). El asunto es que aquella oración final fue puesta por Heraud como epígrafe de su colección Viajes imaginarios en 1961 ―estampada en la forma de un terceto― cuando nadie los conocía. Nadie, salvo Heraud. El crítico se pregunta: “qué decir entonces de la relación tan fina que se crea entre los tres versos de Hernández, inéditos para más señas, y las seis prosas poéticas” del libro heraudiano. Y luego se responde: “Es como si las prosas de Heraud emergieran de la cita de Hernández, la justificaran y se justificaran a partir de la reverberación de tales versos.” En el criterio de O’Hara el autor de Géminis se estaría autocitando “para hablar, sin mencionarlo, de su amigo Javier” en una manera “muy personal de cumplir el duelo, dialogando con la persona poética y no con la persona pública.”, ―recordemos la muerte de Heraud en 1963― y que usa “el signo de los gemelos para ahondar la identidad lírica con el poeta de Viajes imaginarios.” En la otra orilla, el epígrafe hernandiano colocado por Heraud configura ―según el crítico― “un auténtico reconocimiento de la autoridad poética de Luis Hernández.” Sobre este punto es pertinente citar el libro Ciudad de Lima (1968) de Mirko Lauer, uno de cuyos poemas reza esta dedicatoria: A Luis Hernández, quien por encima de nosotros.
Toda la primera parte de Las constelaciones gira ―como queda sugerido― alrededor de los signos zodiacales. El eje central de los poemas podría situarse en la contemplación de los astros en nuestro hemisferio: “Es el sur quien nos lleva y nos olvida / Hacia el alba postrera. Sus presagios, / Aprendidos sin miedo en las estrellas,” como leemos en Piscis, obviamente realizando una exploración sobre el destino ―clásico tema por lo demás― que se define en estos términos en Libra: “Es noche. Y han llegado, / Venciendo las nubes, / La estrella sutil, /El pérfido planeta / Y la magia / De las regiones áureas.” Magia que finalmente nos entrega la plenitud de su misterio: “son sombras las que arrastras en tu ascenso, y no es fácil llegar a sus designios.” Esto es de Sagitario donde igualmente se nos dice: “sé que existes, extraño y nunca fuerte, frente a aquello que venga de los astros.” Lo que ya se nos anuncia desde unas líneas antes: “hasta el último día en que agobiado revelaste a tu pena que morías.” La finitud entonces ―nuestro único destino― impreso en el vaho sideral, y sin embargo la belleza de las constelaciones permite al poeta la elevación de su canto más allá del dolor y la extrañza de vivir.
Otra nota destacable en este poemario es la construcción original de una poesía predominantemente urbana. Desde los inciales atisbos de Javier Heraud y Antonio Cisneros en libros como Estación Reunida y Comentarios Reales ―ambos de 1964― Luis Hernández nos ofrecerá en Las constelaciones las primeras contundentes imágenes de la ciudad en nuestra poesía ―modernamente hablando― en tanto discurso sostenido de una integral visión cosmopolita. Si bien es cierto que ya tenemos la incursión urbana en la vanguardia de los 20s/30s así como la transformación simbólica que de lla hace verbigracia Eielson en los 40s/50s; será nuestro poeta quien nos la presente con un nítido realismo de notable plasmación lírica: “Hacia furia este camino: Esta calle bajo la luna, bajo áspera luna, /Sin esquinas.” O esta captación del alumbrado público: “Nunca un lugar en tu juego / Entre luces crecidas en alambres.” Y más adelante: “Agosto es el mes más simple./ Yo soy ahora quien sueña, / Quien dobla lentamente / En las esquinas.” Brillante pintura del taciturno habitante de las ciudades y ―de paso― un homenaje al maestro TS Eliot, al parafrasear ―algo similar a lo que hizo Heraud en su momento― el famosísomo arranque de The Wast Land: ‘April is the cruelest month’. Finalmente: la ciudad de Lima se filtra entre sus versos a través de la pasión del cinéfilo: “Y después de la guerra en mis mentiras. / Sus mentiras. Los letreros del cine de mi barrio.” Y en ese mismo ámbito, tocando el habitat de ciertas colleras juveniles: “Nunca solos ni perdidos en cinemas.”
Mención aparte ―y en relación al realismo del que hablamos líneas arriba― merece la contribución de Luis Hernández a lo que podíamos llamar la revolución conversacional ocurrida en nuestra poesía durante los 60s/70s del siglo pasado. Fenómeno continental que se habría iniciado con la Antipoesía de Nicanor Parra y el Exteriorismo de Ernesto Cardenal ―aún en los 1950s― y el desarrollo coloquialista de Enrique Lihn a comienzos de los 60s. Pues bien, Hernández aportó significatívamente al mejor logro de dicha tendencia en Las constelaciones (1965). En el poema Tauro leemos: “De qué ocultos guariques, como humo / Surgió tu alma: crótalo negro, Toro entre banderas.” Sorprendente (en instante tan temprano) y preciso uso de una voz coloquial de la jerga limeña ―guarique― lo cual llega a la apoteósis en la composición dedicada al ―quizá― más grande poeta de Occidente en el siglo XX el norteamericano Ezra Pound. “Ezra: / Sé que si llegaras a mi barrio / Los muchachos dirían en la esquina: / Qué tal viejo,ch’su madre,” insertando en el discurso poético la que es considerada la peor grosería del habla cotidiana en el Perú. Al reproducir dicho giro -y además en el escenario urbano de la juventud callejera- Hernández dio un paso adelante y fundacional para el tratamiento del lenguaje coloquial en el imaginario de la poesía conversacional hispanoamericana. La naturalidad de su inserción es directamente proporcional a la lograda elevación del vocablo a la calidad de poesía; espléndido corolario a la sinceridad creadora de su talento innovador.
Quedarían varios temas en el tintero: el arte musical [“un hombre marcado por el estigma crudelísimo de la música”], la crítica social e histórica [“Mi país no es Grecia”], la dimensión cultista ―signo generacional de los 60s― [“la música girante de las esfera” aludiendo a Pitágoras o para no ir más lejos Pound & Eliot] o el toque lúdico [“Cantos de Pisac” que vendrían en sesgo de los Pisan Cantos del ‘Tío Ez’] pero lo que no queremos obviar es la tensión exisente entre el cielo y la tierra (la realidad material y la experiencia espiritual del alma) como dos instancias en las que se debate la vida humana, las cuales darían sentido y contradicción a todo el poemario. La humanidad habita “la casa de los Trópicos girantes,” en permanente contemplación de la bóveda celeste ―espacio de las constelaciones― con ciertas esperanzas que terminan por ser signos “Que en su ascenso a la dicha se han perdido.” Sin embargo, aquel extraordinario poeta que fue Luis Hernández reconforta nuestra impecable soledad con estos versos del tercero de los ‘Cantos de Pisac’: “En la última esquina del tiempo, / Mendigando el retorno, condenado, / Hallarás las mil fases de lo eterno.” Eternidad en y desde la que tú siempre estarás entre nosotros, querido Lucho.
[Collingswood, sur de New Jersey, Spring and all, 2015]
Obra citada
Hernández, Luis. Obra poética completa. Lima: Punto y trama, 1983.
Lauer, Mirko. “Yo conocí a Lucho”. En El Túnel. Artes & Letras # 1 (Lima,invierno 2002): 54-61.
―――――. Ciudad de Lima. Lima: Milla Batres, 1968.
――――― y Ortega, Julio. “Partitura para una obertura de la lectura de Contra natura”. En Creación & Crítica [Lima, # 13, marzo 1972, s/n].
O’Hara, Edgar. “Una lírica hecha de Amistad”. Prólogo a Javier Heraud. Viajes imaginarios. Lima: Mesa Redonda, 2008.
―――――. “Territorios de una palabra móvil” . Prólogo a Luis Hernández. Trazos de los dedos silenciosos. (Antología poética). Lima: Petróleos del Perú y Jaime Campodónico Editor, 1995.
Pound, Ezra. Cantares completos. Tomo III. Traducción de José Vázquez Amaral. Madrid: Cátedra, 2000.