Por José Luis Gómez Toré*
Crédito de la foto Ed. Animal Sospechoso
Una idea del poema. Sobre Una idea del mundo (2022),
de Misael Ruiz**
“Hacer, sin miedo,/ de la muda presencia/ nuestra Guía”, leemos en El hueco de las cosas (2010), el primer libro de Misael Ruiz, un poemario atravesado por una temporalidad abocada a la muerte, pero, en no menor medida, por la constatación de que el mundo está ahí, como algo que nos desborda. Hay en los versos citados una fascinación ante el puro estar de los seres, ante el hecho de que algo simplemente sea. Una actitud que se verá confirmada, ya desde el mismo título, en su segundo poemario Todo es real (2017).
En este tercer libro que el lector tiene ahora entre sus manos, esa mirada se convierte en una necesaria lección de transparencia. Como si el poema fuera una ventana en la que el que mira aprende a ir desapareciendo poco a poco a fin de que emerja lo mirado, de que sea posible, en efecto, una idea de mundo. “One must have a mind of Winter”, escribe Wallace Stevens, y así la página se nos ofrece como una suerte de paisaje nevado, cuya frialdad es sólo aparente: un espacio vacío, sobre el que van apareciendo unos trazos cada vez más nítidos, un poco al modo de cierta pintura oriental, en la que el fondo blanco es un elemento fundamental del diálogo con el negro de la tinta. Y, ciertamente, la mirada de Misael Ruiz tiene algo de la levedad del Tao, del zen, del haikú, sin que sus poemas constituyan, sin embargo, haikús y sin caer en un orientalismo impostado. Aunque no cabe negar el interés del autor por esas otras tradiciones. Como muestra, por ejemplo, el libro Renga, que acaba de publicarse y que, como establecen los cánones de la lírica japonesa, comparte su autoría entre varios poetas: Alberto Silva, Juan Pablo Roa y el propio Misael Ruiz.
En el poema “Eso”, una grieta en una taza basta para revelar la sustancia del mundo, al igual que una silla, en un memorable poema de Todo es real, guardaba la memoria de quienes se habían ido sentando en ella. Esa atención a lo trivial (o, más bien, a lo que parece serlo) la encontramos una y otra vez en estas páginas. Así, en “Formas de ser”, se ensaya una suerte de poética de lo obvio, que rescata aquello que, precisamente por su obviedad, ha sido olvidado, se nos ha vuelto invisible: “El sonido del agua/ al caer la piedra, no/ es la piedra, no/ es el agua, es/ el sonido del agua/ al caer la piedra”. O, en “Razón y música”: “La esencia de la piedra/ es la piedra”. Una voluntad antimetafísica parece animar esta escritura, muy cercana en ocasiones (ya era así en Todo es real) al maestro Caeiro. Con todo, conviene recordar que éste no era sino uno de los rostros del enigmático Pessoa, quien no comparte necesariamente las tesis de su heterónimo, como si el propio portugués fuera consciente de la dificultad para situarnos en el afuera de un pensar que nos constituye. Octavio Paz dejó escrito que Caeiro es todo lo que un poeta moderno no puede ser. De ahí (añadimos nosotros) su radical y paradójica modernidad.
Ya en el Romanticismo alemán, una figura tan inclasificable como Heinrich von Kleist en su breve ensayo “Sobre el teatro de marionetas” se pregunta si es posible retornar a la inocencia primitiva simbolizada en el Jardín del Edén. Y la respuesta resulta, como poco, sorprendente: la única forma de volver a comer del Árbol de la Vida es devorar los frutos del Árbol del Conocimiento. Al paraíso, nos dice Kleist, sólo es posible regresar por la puerta de atrás. Hölderlin, en el fondo, no estuvo lejos de esa concepción. Pero no acumulemos las referencias cultas, puesto que, pese al evidente poso de lecturas que hay tras estos poemas, lo fundamental es precisamente ese empeño, aun sabiéndolo imposible, por quebrar las barreras que nuestro pensamiento pone entre nosotros y el mundo. Un mundo que, al mismo tiempo, sólo cobra unidad tal vez desde una mirada que le otorgue sentido. He ahí la fascinante paradoja que nos ofrece la poesía de Misael Ruiz: trascender el pensar a través del pensar. Dejar hablar a las cosas, acallando, en lo posible, al yo. Ello explica en gran medida el recurso constante a la tercera persona. Se trata, no obstante, de una despersonalización que rara vez es completa, puesto que, como en una película, sabemos que hay un ojo detrás de la cámara. Alguien está mirando el mundo en ese preciso momento, alguien que se sabe frágil y que, pese a la amenaza constante de la mortalidad, constata, agradecido, que “estuvo/ bien vivir”.
Si un libro logrado de poemas se caracteriza en buena medida por un tono, por una tonalidad expresiva reconocible por el lector, es indudable que aquí lo hay (no olvidemos que la “Suite”, que da título a una de las secciones, se caracteriza, ya en el Barroco, por combinar la variedad con la unidad, unidad que suele venir marcada por un tono en el sentido musical de la expresión). Esa tendencia a borrarse, a eliminar cualquier huella demasiado palpable del yo, se traslada a un estilo en apariencia sencillo, sin subrayados, que recuerda en ocasiones a un cuaderno de apuntes o a los retazos de una conversación, pero que esconde una voluntad constructiva evidente, una persecución de la palabra, si no justa (¿existe la palabra justa?), lo más precisa posible.
A ello contribuye el uso del encabalgamiento, que marca el ritmo de un pensar que requiere de pausas y de quiebros, que no oculta su propia dificultad. Sus propias trampas. El pensamiento deviene así poético, musical, puesto que son el ritmo y las imágenes las que guían a la idea para trazar el espacio posible de una experiencia (la experiencia, eso que, según Benjamin, hemos perdido, por más que por doquier se nos vendan sucedáneos de la misma).
“El mundo entero nace a cada instante;/ es un milagro que no cesa nunca” nos revela la voz lírica, convirtiendo así el tempus fugit de la tradición en un constante renacer. Es el empeño humano por detener el tiempo el que le convierte en un impotente Aquiles, incapaz de alcanzar a la lentísima tortuga, que conoce mejor los ritmos de la vida. La esencia de las cosas consiste acaso en su simple suceder. En definitiva, como reza el título de uno de los poemas, hay aquí implícita una “ética estética”: un ars poetica que es a la vez un ars moriendi y un ars vivendi. Una ética que nos invita a la contemplación y al goce, aceptando nuestra condición pasajera: “quizás nuestro único/ propósito era estar ahí,/ ser un tiempo fulgor, luego silencio”.
*(Madrid-España, 1973). Poeta y ensayista. Obtuvo el Premio Internacional Gerardo Diego de Investigación Literaria. Ha publicado en poesía, pueden citarse He heredado la noche (2003), Fragmentos de un cantar de gesta (2007), Un corte que no sangra (2015), Hotel Europa (2017), El territorio blanco (2022); junto con la artista Marta Azparren, Claroscuro del bosque (2011) y, en 2019, Llamarse nadie, una antología de sus poemas con selección de Óscar Curieses y del propio autor; en ensayo La mirada elegíaca. El espacio y la memoria en la poesía de Francisco Brines (2002), El roble de Goethe en Buchenwald (2015), Extramuros. Escritos sobre poesía (2018) y María Zambrano. El centro oscuro de la llama (2020). En 2009 apareció su estudio Pedro Salinas, acompañado de una antología del poeta del 27, y, en 2015, su edición de Amadís y el explorador de Ángel Crespo.
**(Bruselas-Bélgica, 1960). Poeta y traductor. Su infancia transcurrió en África hasta que, en 1974, su familia se instaló en España, donde ha vivido en distintos lugares hasta fijar su residencia en Barcelona (España). Desde 2015, dirige la revista digital de poesía Mecanismos. Tras su paso por la fotografía, publicó primero traducciones de poesía antes que sus propios versos, a la manera de los pintores cuando copian a los maestros para aprender el oficio. Ha traducido a R. S. Thomas, Clive Wilmer, Catherine Pozzi, George Herbert (junto con Santiago Sanz, 2015) y George Santayana. Obtuvo el Premio de Traducción Ángel Crespo y el Premio Antonio Oliver Belmás (2016). Ha publicado en poesía El hueco de las cosas (2010), Todo es real (2017) y Renga (2022, junto con Juan Pablo Roa y Alberto Silva).