Por Manuel Ignacio Moyano
Crédito de la foto (izq.) Ed. Borde Perdido /
(der.) www.editorialnudista.com.ar
Una excitación. Sobre La cautiva, alucina (2016),
de Silvina Mercadal*
En el título del libro, la coma que separa el sujeto del verbo, sujeto que es ya también un verbo, de alguna forma lastima. Molesta, corta sutilmente. Que por qué no haber escrito, directamente, la cautiva alucina es una pregunta que se puede responder, tal vez, porque no se trata de una afirmación. El movimiento es menos ostentoso, menos rápido. Más primigenio, más tenso. La primera sensación al terminar de leer es erótica. Un suspenso, un tiempo diminuto en que algo vacila, ese tiempo antes de la afirmación pura y voraz —letal— del deseo. El deseo en sus ciernes, erótico, antes de su consumación. Ahí va una coma, esa coma, un pequeño tiempo que separa dos verbos, que separa para no convertirse en verborragia voraz, que suspende, quita peso. Todo el largo canto está sostenido en la caída de un hilo tan liviano que báscula ante el viento, que se modula para no afirmarse del todo, y que cae al fin en punta de alfiler punzante y se clava sin que entendamos cómo. Casi de improviso. Como si dijéramos, un juego de costura invisible sobre el cuerpo. Algo que se mueve y hunde, rápido y ávido, para exudar sangre.
Un libro, entonces, de erotismo sado, donde el juego gramatical se lubrica rojizo con la sangre de la llanura. Por eso alucina. Porque hay una lubricidad que lubrica el corte —del verso— abriéndolo a un devenir —del largo poema— que hace entrar en la carne un puñal como en el cuello de una vaca. Y, entonces, ¿cuál es la operación? Una excitación, claramente. El padre de la literatura nacional, Esteban Echeverría, es puesto en cita y por eso expuesto, sacado de su lugar, enjaulado en esa llanura que inventó junto a Sarmiento y la gauchesca. Excita leer la alucinación de la cautiva, excita encontrarse cautiva —en la jaula llana de la literatura nacional— y alucinar la libertad en el seno de la violencia bárbara. Excita sentirse en el reverso, como un guante dado vuelta, escribiendo desde la prisión abierta. Excita el modo en que el desierto y el puñal en mano de “ella” (la cautiva o Mercadal, lo mismo da) cortan el viento para hacerlo devenir un pliego de voces, un remolino que susurra incesantemente hasta que ese “ella” se abre como una visión que llama y espera vengativa, con el puñal carmesí entre las piernas, como una coma sobre el fondo de la pampa literaria.
Llegó otro día ardiente
ella soberana indómita
del humo, cautiva sola
formas del desierto
fantásticas visiones.