Por Alexis Zaldumbide Manosalvas*
Crédito de la foto (izq.) Ed. de la Línea Imaginaria,
Vallejo & Co. y el Noticiero de Poesía /
(der.) retrato de César Dávila Andrade
Un mismo corazón.
Apreciaciones sobre las memorias
del Segundo Coloquio Daviliano
I
Hay constantes internas que resuenan en toda la obra de César Dávila Andrade, unas con más claridad que otras; a veces arropadas por una visión aguda y diáfana del universo que nos rodea y en ocasiones sumergidas en el pozo profundo del simbolismo esotérico.
Lo innegable es que allende a los temas que procuró con devocional interés, su principal intención fue cultivar la palabra, con la vehemencia de quien descubre una llave para abrir las puertas de lo insondable. Fue el lenguaje su verdadero afán, en cualquiera de los géneros que trabajó, su principal vocación fue adquirir la maestría necesaria para levantar, piedra a piedra, sílaba a sílaba, las catedrales salvajes, estremecedoras, inconmensurables de sus visiones; aquellos templos que debían rivalizar con los que alguna vez edificaron las gildas de constructores de la edad media. Por eso se autonombraría albañil, porque se sentía un obrero, buscando a lo largo de su vida el camino para comulgar con el Gran Todo en Polvo, con las manos gaseosas del Arquitecto, como si la palabra fuese la escalera que soñó Jacob en el monte Betel, ese puente que comunicaba los reinos del cielo con los de la tierra.
En eso se parecía a los cabalistas, quienes afanosamente han indagado por siglos en el Pentateuco para encontrar la palabra perdida, el nombre de Dios, que según las tradiciones hebraicas, fue borrado de la lengua humana, pero permanece escondido en las sagradas escrituras de la Torá.
Para César Dávila Andrade la poesía es la clave, es la palabra perdida y recuperada, la elusiva y misteriosa puerta que conecta con todos los mundos y todos los universos, a la vez destino y puente, revelación y enigma.
En mayo de 1967, en una de las habitaciones del hotel de su amigo, Juan Liscano, el Fakir se quitó la vida. Lo hizo frente al espejo, en un gesto que recuerda a los usos ceremoniales de las órdenes herméticas; cortándose la aorta, abriendo un tajo en su garganta, el signo gutural con el que se silenciaba para siembre, de forma simbólica y física; y con el que liberaba a la palabra de su cuerpo, para así transmutarse en su etérea y atemporal literatura.
En medio de este acto sacrificial, oscuro y terrible, el Fakir nos regaló un matiz brutalmente luminoso. Sobre el rodillo de una máquina de escribir, dejaría como legado, un último verso, tan decisivo que cincuenta y tres años después, aún vibra y resuena con una inquebrantable fuerza:
“Nunca estamos verdaderamente solos si vivimos dentro de un mismo corazón”.
Máxima que hoy más que nunca se eleva como certeza incuestionable; pues al atestiguar uno de los momentos más complejos y aciagos de nuestra historia generacional, en el que nos vemos obligados a replegarnos en nuestros nidos y trincheras, en las torres de marfil individuales, recelando del contacto humano, de la presencia del otro, confinados, acuarentenados, habitando el Gran Encierro, la única forma de no sentirnos solos es latiendo en un mismo corazón.
En este libro, el corazón que habitamos en sincronía universal es la palabra, la literatura y la obra de Dávila Andrade.
II
Dando continuidad a un admirable esfuerzo llevado a cabo en 2018, para celebrar el centenario de nacimiento del Fakir; Ediciones de la Línea Imaginaria, Vallejo and Co. y el Noticiero de Poesía, realizaron la segunda edición del coloquio Daviliano, El Fakir Confinado, distante presencia del olvido; resultado de este evento son las memorias de las que hoy damos cuenta. Una cuidada colección de textos que recogen las voces de poetas y narradores de distintas nacionalidades, que a través de su sensibilidad y quehacer literario, dan cuenta del extrañamiento que acompaña a esta época de incertidumbre global.
El resultado es un profundo y entrañable fresco, en el que dialogan con inteligencia múltiples voces, coincidiendo en el desconcierto que parece constituirse como nuestro zeitgeist hegeliano, ese temperamento de los tiempos, que hoy puede interpretarse como un pavor convergente y expansivo, un miedo decisivo ante un futuro que se muestra brumoso e incomprensible.
Sin embargo, a pesar de la desgarradora naturaleza de los textos, crece en todos ellos, un imbatible germen de esperanza, una ilusión unívoca, que se sobrepone al cinismo y a la amargura que el contexto propicia, que vence a ese abatimiento fermentado y promueve una fe, una esperanza, si no en el porvenir, al menos en la literatura.
Hay una reconfortante desnudez que abona cada sílaba de este libro, una renuncia a la grandilocuencia, a los sermones y reverencias, un abandono de las cátedras indigeribles y las pedanterías de los eruditos, escuchamos reconfortados solo el lacónico acento de lo humano, en su condición más doméstica y cotidiana.
Me gusta pensar que este conclave de poetas y escritores, este puñado de oficiantes y albañiles de la palabra, que han sido aunados bajo el signo delgado del Fakir, constituyen sin saberlo, una orden de iniciados, buscadores de la verdad y del gesto humano, cultivadores de la literatura como herramienta privilegiada para subyugar a cualquier sino maldito de los tiempos.
En una época de estúpidos y conspiradores, me gustaría pensar que un nuevo orden mundial se gesta a través de estas pequeñas logias de poetas, un orden en el que se subvierta la ignorancia y la ignominia, en el que la sensatez se enarbole como bandera de nuestra resurrección y que los inmundos y perversos que nos rodean sean suplantados por las voces descarnadas y honestas, de quienes, como los que componen este compilado, hablan el lenguaje de la humanidad que nos gustaría ver florecer.
III
A lo largo de este compilado tenemos una serie de registros, a través de los que se busca sintonizar con el ritmo del confinamiento, ese compás desacelerado, el lento psiquismo de la cotidianidad, en un mundo que se ha reducido a un confín, descifrable y significativamente menor, constituido por una serie de pequeños objetos que se convierten en fetiches y tótems que garantizan la cordura. Existe, además, un permanente anhelo de recuperar el cuerpo ajeno, en su completitud, más allá de los fragmentos que nos ofrecen las pantallas, lograr el reencuentro con el abrazo más cercano e íntimo.
A través de las distintas voces que pueblan las páginas de estas memorias, podemos enfrentarnos a una serie de inquisiciones, a veces llenas de ingenua frescura, aunque otras horadadas por el miedo y la rabia, un justificado sentimiento de impotencia frente a la indolencia y la impunidad que campean ante los ojos dolidos de todos. Quienes inquieren lo hacen insistiendo en nuestra condición humana, frente a las circunstancias del tiempo del que somos partícipes, encontramos una tensión permanente entre lo que se desea o se extraña y lo que se tiene, que está expresada a través de un desasosiego genuino, o un sentido del humor que destaca por su agridulce sensatez.
En muchos de los versos de los distintos autores, existe una búsqueda por corporizar esta experiencia humana, a través de la sensorialidad y la descripción del entorno, con lo que se vuelve tangible un universo que parece disperso, perdido en el discurso racional; y que nos devuelve a una búsqueda por lo primigenio: el dolor, el gesto de la piel, el encuentro con el sonido y la vibración. Existe una desnudez visceral que construye sensaciones y crea una atmósfera opresiva; esa misma sensación del encierro, esculcada desde el registro sensitivo.
Encontramos, además, muestras notables acerca del desgarrador recuento de lo que esta pandemia nos ha quitado; de las infamias acontecidas ante nuestros ojos perplejos, todos los muertos que con indignidad se han convertido en cadáveres anónimos, las ínfulas vergonzosas de autoridades indolentes y cretinas, la injusticia que se convirtió en ley, todos los adioses que no pudieron pronunciarse, los abrazos secuestrados y esas tardes con los amigos que se fueron para siempre.
Naturalmente bajo este contexto existe una relación muy cercana al acontecimiento de la muerte, convirtiendo a la poesía en una herramienta de taxidermia, con la que se indaga en los intersticios de nuestra condición, a la vez cadáver y escalpelo, mano diestra y órgano explorado, para entender de alguna manera la lengua de los hombres y su vínculo con la realidad que los circunda.
Conjurando como una suerte de artefacto hermético, este libro, de forma inconsciente o propositiva, hurga en los delirios de los eternos alquimistas, busca en los elementos, en la tierra, en el aire, en el fuego y en el agua, los catalizadores para la transmutación de la realidad, para el aparecimiento de ese mercurio filosofal, del oro espiritual, que solo se logra trabajando con la palabra, que a la vez es el fuego que guía y la hoguera que inmola, que puede ser fuente de liberación, pero en su contradictoria belleza también es gesto de destrucción, como en la arquetípica historia de Ícaro, el hijo bobo de Dédalo que acercándose demasiado a la luz del sol, quemó sus alas y cayó en picada hacia la desgracia.
En este libro también encontramos un invaluable registro histórico del gran encierro, tan mínimo y meditativo que condensa con una admirable proeza ideas trascendentes con nimiedades del quehacer doméstico; construyendo al tiempo una crónica social y una bitácora privada de la reclusión impuesta. Indaga en las costuras de la humanidad más próxima y rescata los rasgos que nos devuelven la fe en la especie, como la magia poética que se produce al hornear pan, ese vínculo estrecho con la herencia humana, que se reduce a la ejecución de una receta mínima, compuesta de agua, harina y levadura.
Todas estas son razones más que suficientes, para imbuirnos de forma inmediata en su lectura, para pacer sin heroísmo en estas páginas que tienen un eco de historia reciente y vaticinio profético y que de seguro encontraran los lectores y la repercusión que merecen.
IV
Un coloquio es un ejercicio de conciliación, es una muestra de la capacidad humana para armonizar las inteligencias y evadir el acto anacrónico y prepotente de la diatriba. En una época dominada por la injuria y la vocación al pleito, es un alivio encontrar un concierto armónico y virtuoso de voces disímiles, de respiraciones que podrían rivalizar y antagonizar, pero que se niegan a caer en el conflicto y en el odio gratuito.
Un ejercicio de esta naturaleza es importante y más aún necesario, porque el enfrentamiento descarnado entre hordas de valientes que se arrogan el derecho y la propiedad del sentido común y el bien pensar, crece a cada momento; la infamia se ha vuelto pan de todos los días. Por tanto, poder defender y disfrutar de un espacio en el que las voces se mezclen con una armoniosa disparidad, con un equilibrio diverso y festivo, es un privilegio.
César Dávila Andrade buscó esforzadamente la comunión universal, ese estado de superación del conflicto entre los contrarios, el equilibrio entre las luces y las sombras, el punto justo de la media noche. Lo hizo a través de sus estudios esotéricos y de su literatura, y aunque su vida finalizó de forma trágica, nos entregó un mensaje vitalista, lleno de un sentido generoso de humanidad.
Propiciar este tipo de iniciativas, que tienen algo de naturaleza ritual, en las que convergen las inteligencias y las sensibilidades humanas con armonía y honestidad, constituye un verdadero homenaje para el Fakir, honran así su vida al juntar a todos los autores de este libro en un solo corazón, evadiendo la real soledad que ahora parece ser más rotunda y desmesurada.
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*(Quito- Ecuador, 1982). Escritor y Comunicador Social. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Aurelio Espinosa Polit (2018). Publicó en narrativa Habitaciones con música de fondo; y los libros infantiles La Puerta Azul (2013) y Las Asombrosas Hazañas de Pedro Mayo (2013). Varios relatos suyos han sido publicados en revistas de Ecuador.