Por Rodrigo Vera Cubas*
Crédito de la foto Ed. Meier Ramírez
Un lugar para ningún objeto:
las Esculturas subterráneas de J. E. Eielson
Introducción
En un texto de 1989 publicado en la revista Lienzo (nro. 9) titulado «La pasión según Sologuren», Jorge Eduardo Eielson arroja un significativo testimonio que puede servir de preámbulo para trazar algunas de las coordenadas que voy a desarrollar en este ensayo:
“No sé si es pertinente aclarar aquí que a mi vocación clandestina, subterránea, marginal, de eterno exiliado, o como se la quiera llamar, repugna toda forma de aparición, si no es requerida por el afecto y la amistad. Si algunos libros he publicado, lo debo pues a la insistente bondad de los amigos. Unas palabras de Rimbaud («explorar lo invisible, escuchar lo inaudito»), unidas a mi vocación por la arqueología y por el pensamiento oriental, explican en parte este amor a lo ignoto, a lo invisible e inalcanzable. Quizás es también por eso que no vivo en el Perú y que mi vida —la única cosa que considero exclusivamente mía— casi carece de contexto. Esto, evidentemente, me procura una inmensa soledad, pero me ha permitido, y me permite, realizar algunas obras, materializar sueños que la razón ni siquiera se sueña. Algunas de estas «obras» son efectivamente invisibles, y lo serán para siempre. Se trata de poemas, objetos, ideas, simples fragmentos de la realidad cotidiana, pacientemente elegidos o elaborados para ser destruidos de inmediato, sepultados en la arena o arrojados en mares, ríos y lagos, abandonados en templos, teatros, cines, supermercados, trenes, autobuses. Algunas piezas las he mandado por correo a destinatarios pescados al azar en la guía telefónica, o he leído textos o transmitido piezas musicales, siempre a través del teléfono. Esta referencia a un aspecto bastante significativo de mi propia actividad que, aparentemente, no viene al caso, la hago solo para explicar qué ha significado Javier para mí: sencillamente, a él le debo la parte visible de mi existencia literaria. En efecto, fue él quien, leyendo mis primeros versos, los dio inmediatamente a publicar en diarios y revistas. Fue idea suya mi candidatura, en 1945, al Premio Nacional de Poesía, que luego obtuve […] Javier ha escrito, además, algunos de los textos más penetrantes y generosos sobre mi trabajo poético. Pero, sobre todo, ha rescatado siempre esa parte visible de mi existencia que se llama, precisamente, «poesía escrita»” (Eielson 1989a: 281).
Más allá de su carácter confesional, lo productivo de esta cita es que condensa en un solo enunciado una serie de intereses, piezas, sensibilidades y contextos pocas veces convergentes en la recepción crítica que ha experimentado la obra de Jorge Eduardo Eielson (1921-2006).
El fondo común de estos desencuentros es sostenido por la riqueza y amplitud semántica de una serie de vocablos que sirven para decir muchas cosas y para conectar variadas aristas de una geometría ondulante y multiforme como la del cuerpo artístico eielsoniano. En un mismo plano, el artista califica su vocación de «clandestina, subterránea, marginal, de eterno exiliado», para luego asociarla a una natural disposición por el ocultamiento que remite a su amor por «lo ignoto, [por] lo invisible e inalcanzable». Tal repliegue es de algún modo interrumpido, nos dice, gracias a la iniciativa de su compañero de generación y amigo personal, el también poeta Javier Sologuren, quien enviaría su poemario Reinos al Premio Nacional de Poesía en 1945, del cual Eielson resultaría ganador. Este evento sería la partida de nacimiento oficial de esa llamada «parte visible» de su existencia literaria, juzgada por el mismo Eielson bajo el nombre de «poesía escrita». Al medio, flota un conjunto de ejemplos que desanclan esos adjetivos de la mera calificación vital y señalan, más bien, acciones subterráneas, efímeras, anónimas, muchas sin registro visual alguno, por lo cual se sabe de ellas solo a través de declaraciones del mismo autor, o por cartas y archivos de personajes e instituciones cercanos coyunturalmente (o no) al artista[1]. Entre la invisibilidad primera, que conlleva cierto tono espiritualista, y la segunda, relativa a acciones urbanas de apariencia lúdica y profana, hay puntos de encuentro que Eielson se encarga de hacer notar aquí, pero observamos también divergencias que nos llevan hacia rutas y sentidos distintos al momento de aproximarnos a una obra tan diversa como la del artista peruano. Se pueden distinguir al menos tres sentidos de invisibilidad sugeridos en este fragmento: una invisibilidad esencial, una invisibilidad relativa a una práctica fáctica o proyectada, y una invisibilidad de régimen social.
La primera nos lleva a asociar ese «amor a lo ignoto, a lo invisible e inalcanzable» con valores como el silencio, lo místico o lo inefable que recorren toda su trayectoria poética y ensayística desde ángulos y problemáticas variados. El influjo de la mística castellana y de la mitología clásica y cristiana reapropiadas en un lenguaje a la vez suntuoso y orgánico (destacable en una primera etapa que va de Moradas y visiones del amor entero —1942— a Primera muerte de María —1949—); una vía de entrada a lo sagrado a través de lo escatológico, del cuerpo[2] y de los bajos fondos de la urbe moderna (Habitación en Roma —1952— y Noche oscura del cuerpo —1955—); y la conciencia de una radical insuficiencia del lenguaje, lo que lo lleva a ensanchar sus límites y explorar con las posibilidades materiales de la palabra y sus soportes, y a un eventual «silencio verbal» de 1960 a 1965 (Tema y variaciones —1950—, De materia verbalis —1957-1958—, Eros/Iones —1958—, Papel —1960—), son solo algunas de las características que la crítica ha destacado al respecto[3]. La presunción de base de esta aproximación es que la poesía escrita es solo una manifestación visible de una matriz invisible que reposa inabarcable en la totalidad del universo. «La poesía es el estado permanente del universo» (Eielson 1994a: 48) y las palabras, solo el medio para hacerla comunicable: «[…] superado el medio de las palabras, la poesía reina ilimitada y se confunde con la esencia de las cosas» (Eielson 1994a: 48). Se trata, como en el famoso aforismo de Wittgenstein, de pensar las palabras como una escalera que es preciso abandonar una vez que hemos subido por ella: «[…] no hay sino una sola posibilidad para escribir un poema: no creer en las palabras» (Eielson 1994a: 48). A este respecto, el mismo poeta ha recordado su «incorregible necesidad de investigación de ese misterio que comienza por nuestro cuerpo y termina, quizás, más allá del cielo estrellado» (citado en Chueca 2004) y Alfonso D’Aquino ha sentenciado que «había algo imposible en la escritura que llevó a Eielson al certero convencimiento de que en la poesía lo esencial es lo inefable» (2002: 141). Quizás el epígrafe que resulte revelador en relación con esta primera dimensión de lo invisible y cuyo sentido abarca toda la obra posterior de Eielson, según D’Aquino, es la línea de Anaxágoras de Clazomenes que encabeza el poema «Escultura de palabras para una plaza de Roma», último poema de Habitación en Roma (1952): «Ce qui se montre est une vision de l’invisible» («Aquello que se muestra es una visión de lo invisible»).
La segunda dimensión de lo invisible es menos espiritualista[4] que la anterior y nos invita a literalizar el término «invisible» como efecto de una práctica concreta que puede referir al enterramiento efectivo de algún objeto cotidiano en un escenario urbano —como lo menciona el poeta en la cita inicial—; a una pieza inexistente cuya realidad es solo declarada verbalmente; o a un proyecto de imposible realización y que, como tal, no se torna visible en tanto producto. En este último, la invisibilidad o el silencio cobran también la acepción de latencia o potencialidad. No lo invisible en tanto aquello que rebasa y está más allá de lo visible, sino en cuanto remite a una realidad preñada cuya existencia aún no ha dado a luz. No el silencio en tanto referido a la insuficiencia de la palabra por aprehender una realidad inalcanzable, sino en tanto el grado cero de un decir enfrentado a su posibilidad futura. Esa potencialidad es también material, como veremos. Bajo distintos ángulos estos ejercicios están asociados a emplazamientos, performances, eventos e instalaciones (y sus respectivas documentaciones) que el artista realizaría con mayor recurrencia entre la década de los 60 y la primera mitad de los 70, los cuales entrarían en el rubro de «poesía no escrita». Si en la primera acepción lo invisible es un estado permanente y universal en tanto esencial, en esta segunda es una práctica contingente y local, aún cuando aspire simbólicamente a una simultaneidad global, como veremos en algunas de las piezas que son motivo de estudio de este trabajo. Lo invisible comparte, además, el mismo campo semántico de lo subterráneo, ya sea que este sugiera una realidad arqueológica pasada, un estrato geológico (en el caso de los enterramientos fácticos) o una latencia reprimida (en el caso de los enterramientos solo proyectados).
La tercera dimensión de lo invisible refiere al régimen institucional que garantiza la posibilidad de emergencia e historización de ciertas piezas cuya circulación social es, más bien, elusiva a los canales oficiales de consumo artístico o literario. En este sentido, el adjetivo «invisible» opera como sinónimo de «clandestino» o «subterráneo». Una muestra de ello nos remite nuevamente a las acciones efímeras que aparecen en la cita, pero también a obras que transitan un espacio fronterizo entre lo performático, visual, sonoro o verbal, y, por tanto, especialmente resistentes a ser clasificadas en un espacio de consumo determinable en géneros autónomos y excluyentes entre sí. Allí figuran obras como Papel (1960), Canto visible (1960), 4 estaciones (1960), Esculturas subterráneas (1966-1969), entre otras.
En el caso de las piezas que incurren en la invisibilidad fáctica o proyectada, la llamada «parte visible» de su obra debe ser juzgada, en este tercer régimen de invisibilidad, no solo en relación con su poesía escrita, sino también, atendiendo a su recepción, con los archivos y documentos a partir de los cuales lectores aficionados o investigadores acceden (o no) a las preocupaciones, gustos estéticos y claves culturales que vuelven «legible» e historizable su obra (visible o invisible, escrita o no escrita). Estos archivos no tienen por qué ser catalogados como parte de esta (aunque veremos que ello en las obras que analizaremos resulta problemático); en todo caso, su visibilidad o invisibilidad dependen de los aparatos y mecanismos institucionales que configuran técnica, social y culturalmente su aparición, así como su puesta en circulación.
De las tres acepciones, las dos últimas operan, como vemos, análogamente a lo subterráneo. En el caso de la primera, en cambio, lo subterráneo aparece como la contracara de lo trascendente espiritual o cósmico identificado con el eje de la invisibilidad esencial[5]. De hecho, esta última es la que más se ha discutido entre la crítica especializada. Temas como el budismo zen, la mística castellana, el exilio geográfico-existencial y el silencio fundante en la poesía y el arte de Eielson abundan entre los desarrollados sobre su obra[6]. Las prácticas conceptuales, performances e instalaciones efímeras, abandonadas, enterradas, no realizadas o no realizables han sido poco estudiadas y discutidas por la crítica, o no lo suficiente.
Es sintomático a este respecto que, en el texto de presentación del libro que definitivamente reúne el mayor cuerpo teórico, literario y visual de la obra de Eielson (Nu/do), José Ignacio Padilla, editor y director del proyecto, anuncie:
“El único camino para el goce estético es el recorrido de las obras. Lamentablemente, buena parte de la obra de Eielson, se halla dispersa por el mundo —ya ni él sabe cuántos nudos o paisajes infinitos existen—. Otra buena parte de su obra no es visible, pues él la hizo subterránea, anónima, efímera o cotidiana. Este libro es una invitación a seguir ese recorrido. Reunimos muestras de la obra visible y textos alrededor de ella. La obra subterránea permanece en el lugar que le corresponde; poco de ella hemos convocado aquí” (2002: 13).
Se puede aducir escasa o nula información sobre estas prácticas en los momentos en que se llevaron a cabo, e incluso después, lo que justificaría tal situación. Sin embargo, se podría argumentar que esa carencia es también informativa y nos da pautas para preguntarnos sobre el lugar y el sentido de un arte no diseñado para ser visto, ni para conservar ni para circular masivamente; en suma, para preguntarnos sobre el lugar y el significado de un arte subterráneo en Eielson. Ello nos llevaría a preguntarnos incluso cuáles son las condiciones reales a través de las cuales se pueden plantear estas interrogantes. Allí responderíamos que ninguna de ellas habría podido ser ni siquiera esbozada si es que no hubiésemos tenido acceso, aún en un espacio submediático y desconocido, a la huella documental que tales acciones dejaron a su paso. Por tanto, decir que la «obra subterránea permanece en el lugar que le corresponde», esto es, en el silencio de la crítica, es cancelar la posibilidad de interrogarla desde las dos dimensiones de invisibilidad que hemos esbozado líneas arriba: la invisibilidad relativa a una práctica fáctica o proyectiva, y la invisibilidad de régimen social.
Reflexionando sobre la naturaleza del proyecto en el arte contemporáneo, Boris Groys se pregunta qué pasa con aquellos «proyectos que nunca se llevan a cabo, nunca generan resultados, nunca generan un producto final?» (2014: 74). Y anota luego: «[…] de ninguna manera esto significa afirmar que tales proyectos —incompletos e imposibles de realizar— sean completamente excluidos de la representación social, incluso si ellos no se re-sincronizan con el curso general de las cosas a través de un resultado especifico, exitoso o no. Después de todo, estos proyectos pueden documentarse» (2014: 74). Los documentos o archivos que consignan proyectos no realizados son las trazas materiales que la virtualidad de una acción, ha dejado en el trayecto: utopías localizadas o heterotopías, como las llamaba Foucault (1967). En otras palabras, los archivos son los lugares en donde el tiempo del proyecto se acumula en vez de simplemente perderse. ¿En qué difiere el archivo de un proyecto no realizado de uno realizado? Mencionemos algunas polaridades que nos podrían ser operativas luego: memoria de lo que fue, memoria de lo que pudo haber sido; historia fáctica, historia virtual; tiempo contenido, tiempo del exceso. En suma, ¿no existe acaso una suerte de rastro verbal de lo no dicho, una huella visual de lo no visto, un vestigio existente de lo no realizado? Ese remanente de una práctica invisible, el modo en que se efectúa su distribución y consumo, puede acaso resituar el límite social de su visibilidad. De ahí el correlato político de tales interrogantes.
En este trabajo, vamos a seguir la ruta trazada por estas preguntas sugiriendo la posibilidad de redefinir el tópico de lo invisible y subterráneo bajo otro marco estético, uno que traza la posibilidad de desanclarlo de una mirada que prioriza la dimensión esencialista de la invisibilidad, para acercarlo a una reflexión que tienta, más bien, un perímetro político al interrogar el lugar, enunciativo o material, donde este se localiza y se articula de acuerdo con sus respectivas lógicas de producción, circulación y consumo. El filósofo Jacques Rancière nos ofrece un preámbulo teórico interesante para aproximarnos a esta problemática al colocar la relación entre estética y política en el centro del debate.
Para Rancière, lo político refiere a la constitución de un escenario común donde los sujetos se manifiestan a través de la acción y el discurso. En este espacio político, sin embargo, tiene lugar un desacuerdo fundamental entre la gobernanza y la igualdad, o entre lo que el filósofo llama la «policía» y la «política» (2016: 17). La policía es «un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido» (Rancière 1996: 44-45). En ese sentido, la policía organiza el espacio de lo común en relación con una asimetría que la política perturba cada vez que destaca al plano de lo visible aquello que antes no lo era. Se trata de una reivindicación de la igualdad: redistribuye la configuración policial de lo sensible y hace que se manifieste la parte de los que no tienen parte. De este modo, la actividad política se ejerce como «la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido» (Rancière 1996: 45).
La vinculación con la estética, en ese rango, surge de la constatación de que la política es «la disputa misma acerca de la constitución de la es-thesis, acerca de la partición de lo sensible por la que determinados cuerpos se encuentran en comunidad» (Rancière 1996: 41). ¿Qué es lo que hace el arte en ese campo? Su práctica es de naturaleza política porque redefine las relaciones sensibles instituidas dentro de un territorio compartido, iluminando y construyendo zonas de sensibilidad (verbal, visual, auditiva) que antes no existían. En este sentido, no solo erige un espacio común, sino que instala una repartición inédita. De ahí que la relación entre ambos regímenes se establezca no porque el arte traslade sus criterios estéticos al ámbito de lo común, sino porque constituye una nueva configuración de eso común, y subvierte, así, los modos de ver, de hacer y de decir otrora sedimentados en el espacio de lo público y compartido.
Aquí se destaca una dimensión práctica del arte que resulta funcional al análisis que propondré. Como señala Hito Steyerl, una perspectiva más interesante para establecer las relaciones entre arte y política no es preguntarse en qué medida el arte puede representar asuntos políticos, sino abordar el arte como un campo político en tanto un lugar de trabajo: «Se trata de mostrar lo que el arte hace, no lo que muestra» (2014: 95).
Este es el sentido que le daremos al lugar que ocupa lo político en la obra invisible o subterránea de Eielson. En efecto, no hay un arte político en ella, pero sí un modo de hacer que redistribuye las coordenadas simbólicas, materiales e institucionales de sensibilidad compartida. En tal sentido, se trata de un arte que opera políticamente.
Esta constatación es clave para llegar a nuestro objeto particular de análisis. De las múltiples prácticas u objetos que Eielson declara haber diseminado en distintos lugares, conformando la llamada invisibilidad práctica, voy a centrar mi argumentación en una zona que se inserta en la segunda mitad de la década de los 60, etapa caracterizada por su incursión en el arte conceptual, y que destaca por su complejidad y ambigüedad en relación con sus condiciones de producción, distribución y consumo. Me refiero a las Esculturas subterráneas (1966-1969), una serie de piezas de imposible realización proyectadas para ser enterradas en distintas ciudades del mundo que Eielson visitó a lo largo de su vida y que, por diferentes motivos, son significativas para el artista. Si hemos puesto énfasis en las primeras líneas de esta introducción en la tensión entre lo invisible/visible y lo subterráneo/des-oculto, es porque estas esculturas se ubican en un plano intermedio entre ambos niveles. Por un lado, suponen un enterramiento en el subsuelo (invisible) y, por otro, declaran la imposibilidad de que ello suceda a través de una superficie escrita documental (visible fácticamente aunque, como veremos, también clandestina o subterránea en cuanto a su régimen de visibilidad social). Se trata, en realidad, de un evento utópico que se sostiene solo en el lenguaje que lo enuncia. Por eso, la pregunta por el vestigio existente de lo no realizado (el rastro visible de lo invisible) es particularmente pertinente aquí: el único modo que tenemos para acceder a la existencia de este evento es a través de documentos, archivos y discursos tanto escritos como declarados. El asunto se complejiza, además, por el hecho de que los vestigios, exhibidos originalmente en la galería Sonnabend de París el 16 de diciembre de 1969 y dos meses antes en la muestra grupal Plans and projects as art en la Kunsthalle de Berna, Suiza, permanecen hasta el día de hoy extraviados.
En torno a las Esculturas subterráneas, elaboraré reflexiones de carácter más general sobre la obra subterránea del artista en distintos niveles:
- En relación con el señalamiento hacia el espacio del subsuelo peruano en su raigambre histórico-cultural. Allí lo subterráneo es vinculado con una sensibilidad reivindicatoria del legado precolombino de la costa peruana, entendida esta como una matriz fundante a través de la cual es posible y necesario articular nuestra contemporaneidad como nación (Rebaza 2000: 215-238). De ahí vendría el interés de Eielson por la arqueología y su pretensión de desmontar la fachada colonialista que oculta el esplendor subterráneo sobre el que se erige el Perú.
- En relación con la circulación marginal de una serie de piezas particularmente reacias a inscribirse en soportes y categorías confinadas a un género específico (poético, plástico o performático). Canto visible (1960), 4 estaciones (1960), Papel (1960) y Esculturas subterráneas (1966-1969) son ejemplares al respecto.
- En relación con el lugar que ocupa lo irrealizable o no realizado (invisible) en la obra de Eielson. En este nivel, lo subterráneo se vincula con su acepción de latente o potencial, concepto que, proponemos, atraviesa la poética de muchas de las prácticas de este artista y permite conectarlo con una serie de piezas utópicas proyectadas por artistas peruanos (Teresa Burga, Emilio Rodríguez Larraín, Rafael Hastings) en un contexto contemporáneo al de las Esculturas subterráneas.
De los tres niveles, la escasa crítica en torno a estas piezas ha priorizado el primero. Sin ahondar sistemáticamente en ellas, pero con desarrollos que van más allá de la mera mención anexa al listado de eventos, performances u obras conceptuales de Eielson, así lo demuestran la crítica de Luis Rebaza (2015: 203-229, 2017: 164-203) y Emilio Tarazona (2003: 166-168, 2004: 63-68 y 106-108). No vamos a desatender este nivel que, sin duda, consideramos valioso, pero aquí priorizaremos los dos últimos y, más específicamente, el tercero. Ante el aparente problema de constatar que mi «objeto de estudio» no existe precisamente en tanto «objeto» sino en tanto aquella materialidad que enuncia su diseño y su puesta en acción (bajo tierra), voy a preferir referirme al arte no-objetual de Eielson como «práctica» y no como «obra». Es más pertinente ubicarme en los procesos o en las mediaciones antes que anticipar los resultados/productos, que, en casos como el de las Esculturas subterráneas, no llegan a consumarse, interferencia que constituye un rasgo fundamental de tales piezas. Es por esta razón que un aparato crítico ligado a preocupaciones propias del arte contemporáneo (en ocasiones, específicamente del arte conceptual) sea especialmente funcional para este análisis. Régis Debray sintetiza bien estas preocupaciones:
“El «arte contemporáneo» […] Saca las entrañas del arte a la luz. Ya no se avergüenza de sus mediaciones, y hace ostentación de ellas. Glorifica sus accesorios; lo mismo que un rascacielos que «saca» su ascensor por la fachada, panorámico y transparente, en lugar de encerrarlo en su caja. Es decir, máquina guía sustituye abiertamente a la mano. Primero mediaciones técnicas; comprime, estira, metaliza, mezcla, abigarra, «instala» nuevos materiales. A continuación, mediaciones institucionales: el centro del arte contemporáneo, el encargo público, la revista, la crítica, la galería, el conservador, el comisario, todos esos relevos que constituyen el «ambiente» o el «paisaje» del arte se convierten en algo más que en aprovechamientos, en resortes de su producción” (Debray 2001: 96).
Es desde este marco que pretendemos interrogar el arte no-objetual de Eielson. Tal pretensión, sin embargo, no busca estabilizar una obra que constantemente nos reenvía hacia tiempos y espacios divergentes, acotando así su movilidad en la categoría fija de artista contemporáneo. Lo que pretendemos es, más bien, hacer comparecer la obra de Eielson ante interrogantes ligadas a la historiografía del arte contemporáneo que la crítica ha descuidado muchas veces, y observaremos, así, a cuántas de ellas convoca y a cuántas otras resiste. Por ello, a pesar de ser escasa y mencionar apenas a las Esculturas subterráneas en sus textos dedicados a Eielson, nuestro abordaje se siente más afín a las lecturas que José Ignacio Padilla (2014) ha desplegado al respecto.
Ahora bien, para sustentar lo anunciado he dividido en cuatro capítulos mi investigación.
En el primer capítulo, planteo el marco conceptual que anuncia el tono y las coordenadas de interpretación a partir de las cuales abordaré, desde un perímetro que ponga en tensión al arte y la política, las Esculturas subterráneas y la constelación de piezas que las rodea. Me valgo de la categoría de no-objetualismo que el crítico peruano-mexicano Juan Acha planteó a mediados de los 70 con el fin de designar ciertas formas artísticas «desmaterializadas» nacidas en Latinoamérica y cuyo aparato crítico acentúa la importancia del procedimiento o acción estética en confrontación directa con el «objeto estético» y la correspondiente lógica fetichista del arte devenido mercancía (producto) en el capitalismo. Des-fetichizar la obra es, para Acha, atender a sus condiciones materiales de emergencia a partir de las cuales ella se sedimenta en «objeto». Como con Rancière y Steyerl, el problema no es la obra, sino la operatividad que esta articula y activa en sus respectivos contextos de producción, distribución y consumo. En este rango, cobran legibilidad las performances, los eventos anónimos, las intervenciones urbanas y las prácticas conceptuales que Eielson realiza a lo largo de su trayectoria.
Sin embargo, las Esculturas subterráneas tienen la particularidad de ser proyecciones que señalan a una perturbación del espacio público, pero desde una intimidad invisible ya que son proyectadas en el subsuelo y se afirman, además, como irrealizables. Así, en el siguiente subcapítulo, ensayo una categoría que establece ciertas coordenadas de interpretación para este tipo de acciones utópicas o, como las llama Acha, anti-diseños (2011: 81). Lo que llamo no-objetualismos de papel plantea que, por más no-objetual que sea una obra, siempre deja alguna huella que ofrece señal de su existencia. Las piezas de proyecciones imaginarias, como las de las Esculturas subterráneas, son solo posibles desplegadas escrituralmente sobre un soporte material que posibilita (o no) su eventual circulación social en revistas, archivos, notas, documentos, etc. El papel es esa materialidad que sostiene la proyección de una acción solo posible de ser articulada en el espacio del texto, lo que ocurre como efecto de haberse topado con el límite de su realización en el espacio social. El no-objetualismo reconduce el acto (realizado) a su plano de potencia (irrealizado). Una suerte de grado cero del objeto que reimagina su consumación desde su base material y redescubre así las mediaciones que posibilitan su emergencia como mercancía objetual. Desde ese lugar, la traza de la utopía es también una traza material.
Una de las hipótesis que sostendremos en este capítulo se formula en contra de la homologación del no-objetualismo con la teoría de la desmaterialización del arte aplicada por Lucy Lippard (2004) al arte conceptual norteamericano de la segunda mitad de los 60. Sostengo en esa línea que no se trata este de un proceso de des-materialización, sino de acciones sobre soportes materiales que apuntan a des-objetualizar sus mediaciones. Propongo invertir la fórmula: el no-objetualismo es menos una desmaterialización del objeto que una des-objetualización de la materia.
Por último, al hablar de soporte material en relación al concepto de potencialidad, se convoca al problema de las prácticas inter-mediales en el arte de Eielson. Es ya un lugar común de la crítica apuntar a la llamada interdisciplinariedad de su obra y ello es aún más recurrente cuando se tiene como objeto de análisis una pieza como las Esculturas subterráneas, que parece no encajar del todo en ninguna de las tendencias históricas del arte: por un lado, roza el land art; y, por otro, el conceptual, el happening, o incluso la prosa poética o la poesía telemática. En este subcapítulo, intento plantear una crítica a este abordaje proponiendo que es más pertinente usar el concepto de inter-medialidad para enriquecer el análisis. Muchas veces, la interdisciplinariedad se confunde convocando la famosa síntesis de todas las artes de herencia romántica wagneriana, como el mismo Eielson ha señalado en diálogo con Canfield (1995: 40). Sobre la base de esta confusión, se ha asociado al autor a una estética de carácter modernista que aspira a la totalidad de la belleza. Sugiero, siguiendo la línea de Padilla (2014: 94-147), que no hay tal cosa en Eielson. Es más productivo señalar las tensiones entre lógicas de consumo visual, textual o performática que entre disciplinas ya fijadas de antemano por un criterio institucional.
En el segundo capítulo, aterrizo este marco conceptual en el análisis de un conjunto de piezas de Eielson que ofrecen señales productivas para abordar lo que está puesto en juego en las Esculturas subterráneas. Planteo que es indispensable revisar tres piezas de 1960 (Canto visible, Papel y 4 estaciones) para aproximarnos a las Esculturas subterráneas, tanto por ser ejemplares respecto de la dificultad de clasificar institucionalmente una serie de ejercicios «subterráneos» en cuanto a sus lógicas de distribución y consumo, como por ciertos rasgos operativos o instructivos que se pueden rastrear en esas piezas y que son especialmente determinantes en las Esculturas subterráneas. La hipótesis es que tales piezas y otras sondeadas desde 1950 activan una lógica de consumo que excede el campo de la lectura y exige un abordaje no solo visual o escultórico, sino también performático a propósito de la materialidad del papel en el que se desliza el texto o la imagen. Se evidencia, así, lo anunciado en el primer capítulo: importa menos la obra que la operatividad, el trabajo material que la fecunda y eventualmente la desborda.
Una vez esclarecidos tales procedimientos, me detengo en el análisis de las Esculturas subterráneas en su contexto de producción, distribución y consumo. Me valgo aquí fundamentalmente de fuentes primarias para reconstruir la coyuntura histórica y vital en la que tales piezas fueron concebidas. Problematizando el hecho de que los documentos originales de las Esculturas subterráneas se encuentran hoy extraviados, atiendo a las declaraciones del propio autor, cartas con el comisario de la exhibición de la Kunsthalle de Berna, tarjetas de invitación a la inauguración en la galería Sonnabend de París y notas críticas escritas en ese mismo contexto para señalar algunos problemas relativos a su datación y a las estrategias de Eielson para inscribirse en una escena europea en la que este se concebía a sí mismo como un artista fundamentalmente marginal. Analizo luego las coordenadas según las cuales estas esculturas se organizan curatorialmente en el contexto de sus exhibiciones, así como las especificidades formales y discursivas de cada pieza en particular.
En el tercer capítulo, propongo tres esquemas básicos de interpretación. Para este fin, reseñaré la escasa recepción crítica que han tenido las Esculturas subterráneas en el contexto local, añadiré comentarios a cada una de estas y señalaré hacia el final mi interpretación personal, que pone especial énfasis en su carácter irrealizable y en la problemática según la cual tal invisibilidad (en su sentido de potencialidad) aparece, circula y se consume en una superficie escrita de papel.
Por último, en el cuarto capítulo, pongo en balance el proyecto de las Esculturas subterráneas en relación con un lugar de enunciación escindido entre lo cosmopolita y lo local, como es el caso de Eielson, quien enrumba a Europa en 1948 y quien mantiene, desde entonces, una tensa relación con el Perú y, en particular, con la ciudad de Lima.
Planteo, primero, el debate entre el llamado arte conceptual del mainstream y el conceptualismo latinoamericano para ubicar las coordenadas sobre las cuales pendula el sentido y proceder de las Esculturas subterráneas. Reviso, en el primer apartado, las convergencias y divergencias de Eielson respecto del arte conceptual cosmopolita, menos para tentar una inscripción definitiva de las Esculturas subterráneas a esta tendencia que para esclarecer, desde fuera, el tipo de procedimientos a los que Eielson recurre en esta pieza, tentando una lectura política de esta. Luego, retomando el concepto de no-objetualismo discutido en el primer capítulo, establezco un contrapunto entre Eielson y la escena del experimentalismo no-objetualista de Lima, cuyo surgimiento y desarrollo coinciden temporalmente con las Esculturas subterráneas, aun cuando por esas fechas ambas propuestas se ignoraron recíprocamente. El escenario de encuentro ocurre más de tres décadas después en la exposición curada por Miguel López y Emilio Tarazona en 2007 La persistencia de lo efímero. Orígenes del no-objetualismo peruano: ambientaciones / happenings / arte conceptual (1965-1975). En esta sección, me pregunto por la coherencia curatorial de la propuesta y por el segmento histórico que esta ensambla, para lo cual discutiré el contexto social de la época y la participación de sus principales agentes culturales e institucionales. Finalmente, planteo un diálogo entre la obra de Eielson y algunos de los no-objetualismos de papel más interesantes de la época, como los de Teresa Burga, Rafael Hastings y Emilio Rodríguez Larraín, y me detengo particularmente en la obra de este último. Mi idea es que el carácter irrealizable o irrealizado de estas propuestas encuentra un límite no solo fáctico, sino, además, técnico y político-social. Así, estos proyectos nos informan tanto sobre las poéticas de estos artistas como sobre los gustos estéticos, los límites y las precariedades institucionales de la ciudad de Lima en ese contexto.
Se sorprenderá el lector de que no hayamos convocado aquí algunas de las obras que despiertan mayor entusiasmo entre la crítica y el cada vez más masivo público interesado en el arte de Eielson. Hay pocas referencias a la serie Paisaje infinito de la costa del Perú (ca. 1958), sus Camisas (ca. 1962) o sus Quipus (ca. 1963). Casi no toco su obra narrativa, sino en contadas oportunidades en las que aparecen referidas a argumentos que apuntan hacia otro ámbito de cosas. Hay ya profusos y valiosos estudios sobre el tema (Franco 2001). Como se verá, no pretendo hacer de las Esculturas subterráneas un emblema que opere como modelo conceptual y descriptivo de su poética general, como otros estudios críticos lo han hecho en relación con el nudo (Morillo 2014).
Mi intención es más modesta. Busco iluminar junto a las Esculturas subterráneas un conjunto de piezas abandonadas o no lo suficientemente bien estudiadas por la crítica, como aquellas que califico de «no-objetualismos de papel»: artefactos áridos, fríos, a veces juzgados de demasiado intelectuales, radicalmente enigmáticos, pero no por ello carentes de potencia crítica. Se trata de desandar el camino escarpado de su obra recogiendo los retazos desacoplados de cualquier nudo. Este es también una apuesta por des-fetichizar una práctica cuyas obras emblemáticas casi han devenido firma personal, la marca de una fábrica que opera en realidad en permanente rechazo de tales simulacros. Me interesa más un Eielson no solo deshabitando un canon, sino también deshabitando su propia imagen sedimentada, a veces, en un ícono cuyo consumo excesivo corre el riesgo de gastarlo.
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[1] En algunos casos, la declaración escrita de Eielson es la obra misma, como sucede con el principal objeto de análisis de esta investigación: las Esculturas subterráneas (1966-1969). Esta determinación especial será hondamente desarrollada en esta investigación. Por otro lado, que Eielson refiera en el fragmento citado que algunas de esas acciones son invisibles «y lo serán para siempre» problematiza el sentido de visibilidad que un documento o archivo le otorga a una acción fácticamente invisible, pero nominalmente visibilizada por este. Por último, los archivos o las cartas que no especifico aquí se irán detallando a lo largo del trabajo. Pueden cotejarse todos en la bibliografía y en los documentos incluidos en este estudio.
[2] Aquí es clave la relectura de Rimbaud que hace Eielson en 1947. Véase Rimbaud y la conducta fundamental (1947) en Padilla 2002: 59-68.
[3] Para una revisión de las etapas de su poesía a través del tópico del silencio, la trascendencia y lo inefable, véase Chueca 2004.
[4] Martín Rodríguez-Gaona ha ensayado la categoría de «vanguardia espiritual» o «trascendentalismo no esencialista» para referirse a la obra de Eielson. En cualquier caso, la esencialidad de la que hablamos no refiere a la idea de un fundamentalismo inmóvil e imperecedero, sino a un núcleo vital en constante desplazamiento cuya inabarcabilidad es el misterio que hace de la poesía una búsqueda viva y permanente. Véase Rodríguez-Gaona (2006).
[5] Estos términos que diagraman una direccionalidad opuesta no se excluyen, sin embargo. Como ha mostrado Chueca, uno de los rasgos de la obra de Eielson es precisamente el de la proximidad de los contrarios que pueden cohabitar juntos sin diluirse el uno al otro (Chueca 1999). Lo que en poemarios como Noche oscura del cuerpo (1955) se revela en una dimensión tan orgánica como espiritual aquí ocurre en una dimensión espacial sobre la que no se cesa de trazar verticales del subsuelo al cielo y viceversa, siempre a través de la mediación del papel, como veremos.
[6] Una muestra parcial de estos estudios puede verse en Canfield 1985, Chirinos 1998, D’Aquino 2002, Tagliaferri 2002, Canfield 2002, Chueca 2004, Canaza 2006, Boatto 2008, Morillo 2014: 82-96 y Ianniciello 2016.