UN APORTE A LA DISCUSIÓN,

MIENTRAS RESCATO ALGUNAS IDEAS CON RELACIÓN A JOHN ASHBERY

1. Si la poesía es un régimen de versiones en versión, entonces la forma última, denominada poema, admite el derecho a la transformación del gusto. El gusto, pariente anónimo de la opinión, soporta la conformidad de una idea sobre la estética. Si la estética es el imán de la ética, como trama Enrique Verástegui en su obra monumental (Ética), entonces los lazos entre poesía y ética son tan firmes como el puente de la estética que los une. Por supuesto, hablamos de un pasaje tan lábil y delgado, que la sola mención de la opinión sobre una obra, derrumbará el castillo de la invención. ¿La poesía está en las cosas cotidianas; o existe la posibilidad de llevar adelante una poética acméica, como decían sentir los poetas de la Edad de Plata peterburgueses (leningradenses: Ajmátova, Pasternak, Mandelstam & Brodsky)? La respuesta es un tanto wittgensteiniana: de lo que no se puede poetizar, mejor narrar. Esto pareciera haber mantenido un sentido para los líricos ingleses inmediatamente anteriores a Ezra Pound, y para los inmediatamente posteriores a Wystan Auden. Es decir: la poesía, en su forma abierta, mostraba en carne propia los límites de la refracción, a la cual Octavio Armand hizo referencia más de una vez. Una escritura que se refracta es una poética de la horizontalidad. A ver. ¿Por qué se refracta, y no absorbe; y por qué eliminamos el posesivo? La escritura poética, y sobre todo a fines del Siglo XIX en England, orillaba entre los últimos balbuceos de un pastoreo insufrible. El sujeto poético era un ovejero alemán que no pastaba, y que se había domesticado en función de no ser succionado por la poética de las alabanzas. A todo este estilo pastoril le faltaba un escritor que organizara el rebaño sin destronar del todo los anteriores conceptos poéticos de una escritura, cuyo símil con la pintura, serían los lienzos de Constable o de Turner. Ese escritor era W. B. Yeats. La naturaleza, ralentizada por el artificio, ofreciendo una noción de la realidad tan comprobable como una fotografía retocada en la soledad del revelado. Alguien corregía el eje de la percepción, y a eso se le llamaba realidad; más tarde: neoclasicismo. Nada que provenga de un ánfora griega, vendida en el mercado como un estuche de anteojos para sol, dirá más sobre el presente que lo dicho igual de falaz por su pasado remoto. Esa operación no es una «versión en versión», sino una perversión, o movimiento hacia afuera de una estructura sintáctica por fin adulterada, pero que se comporta como la matriz significante de algunas escrituras.

 2. La hipotaxis. Este tropo cultural (que tan bien marcara en sus límites funcionales Jiménez Heffernan, en el prólogo a Three poems, de John Ashbery) debería ser medido en su justa aparición, conforme el autor al cual nos referimos. Acumulación sinuosa; integración exasperada. Si por acumulación convenimos una aglutinación de elementos que en su conjunto tiene un sentido agregado (sobre todo agregado a un principio de sentido nunca previsto desde el origen), entonces estamos frente a una táctica, que es hipotáctica, y que remueve los mínimos engranajes con que encaramos la lectura (y por ende, la escritura) de cualquier texto que quisiéramos abordar.

El tema del sentido no es un asunto menor. El sentido en literatura puede concebirse como la propensión, más o menos solapada, de contener una mecánica escritural, como si fuera parte de un sistema homogéneo de lecturas. En autores como John Ashbery esto es una tarea más dificultosa, porque justamente lo que distingue a la escritura de Ashbery es una intención refinada de rehuir los plazos adictivos del sentido. ¿A qué nos referimos? Si un autor no controla lo que provoca su texto (es decir, un escritor que dé rienda suelta a una inventiva que desmienta las variantes de su imaginación), por lo general este autor intenta retomar la senda de la transparencia ideológica de la sintaxis, si es que esto debiera decirse strictu sensu. “Transparentar el lenguaje”; no es lo mismo que simplificar la escritura. La operación mental de “transparentar” la lengua es equivalente a arrojar a la basura (al junkspace de Koolhaas) aquello que un buen arqueólogo consigue convertir en oro, tras el trabajo con la zaranda. El escritor que transparenta en esos términos, es un pésimo arqueólogo, y de alguna manera, un mal lector de los recursos de sus mecanismos. La mala lectura de un estilo, que puede ser el propio, se amplifica cuando el escritor rehúye del ruido ambiental (ambient noise). A ver. El ruido o sonido ambiental, en oposición a “alimentarse” de la realidad: un recurso de estructuración del discurso del autor, al que apelan la mayoría de los escritores de hoy. Algo así como “en la realidad está mi forma”; o “en lo verídico, me justifico”. Nada que no provenga de esa realidad tangible, palpable, no decomisada por la imaginación, puede ser materia de un buen escrito literario. La idea no es promover el aislamiento creativo, pero al menos tengamos en cuenta que existen otras fórmulas de aparición del estilo. La poesía, tal hoy podemos entenderla, es ficción, incluso en los términos en que se pervierte la narrativa. Perversión, genealogía de la abyección (Kristeva); perversión, más allá y rodeando la versus, es decir, circulando sobre el ruedo. Lectura radial del signo ausente, como elucubraba Roland Barthes cuando avanzara en la idea de una lectura al menos meticulosa del sedimento narrativo.

Retomando: la poesía adultera los términos de la prosa (no la prosa notacional, autoritaria a base de un sintagma siempre feliz) en el momento en que rodea su lógica, la centrifuga, para después volverla poema (en verso, o en prosa: indistinto) toda amalgamada y circunscrita a una nueva mecánica, anti factual. Nueva, mas nunca novedosa, porque de otra manera estaríamos obviando trabajos como La Fanfarlo, de Charles Baudelaire, los textos taxidérmicos de John Clare, además de algunas aproximaciones al chorreo neo-místico de William Blake y, por supuesto, los mosaicos maquinales de una infancia pauperizada por el siglo europeo, en los textos de Charles Simic, nacido Dusan. Dijimos retomando, of course, entonces retomemos. Hay una idea que en física se traduce por su parentela guionística: idea-fuerza, y esa es la de centrifugación. Se trata de una operación cuya cinética enloquecida reclama un Midas para sostenerla. No es mi caso, pero supongamos. Un electrodoméstico tan cotidiano como práctico, un secarropas tipo Ko-i-noor, tiene la virtud pocas veces reconocible en este tipo de objetos, la de convertir aquello empapado en un elemento seco, pero con un valor agregado: el tiempo, que todo lo seca (una de las formas de curación, por ejemplo: una pata de jamón, debe ser curada gracias a la ganancia de tiempo, para luego ser degustada), el tiempo, decíamos, es relativizado mediante el mecanismo de la velocidad centrífuga para volverse pura ganancia y pragmatismo. El tiempo se vuelve útil porque los objetos no tienen ninguna utilidad, salvo la de conformar y simplificar la vida moderna. La ropa, antes seca, vuelve a estarlo por obra del movimiento centrífugo. La sangre, en cuya estructura se agazapa el diagnóstico, regresa a ella en forma de certeza. ¿En ese sentido, cuál es el movimiento imposible de la lírica, que consigue camuflarse en término prosaicos? ¿De qué trata? Tal vez fuera así: un primer movimiento de izquierda a derecha, lento, moroso, como degustando las nuevas posibilidades de entreverarse en un sendero aún no conquistado. Después, a mayor velocidad, comienza el proceso de reconversión de las formas; a medida que avanza en círculo, reabsorbe la forma original y empieza a fusionarse con la que, podríamos llamarla, “huésped”. Es un proceso brutal de infección, mal que pese.

Escribir debiera estar precedido de cierto método, si es que lo hubiera. Y un método es una forma incorporada de organización, pero de naturaleza inalterable, en apariencia. La escritura es una suma de métodos, todos funcionales a distintos proyectos, que terminan siendo libros, en el mejor de los casos. En ese sentido, siempre que se escribe se hace con relación a un proyecto-libro (aunque se tratara de una colección cronológica de poemas), y con un tema definido que, claro, puede tener variantes en el camino. Se puede ser de esos escritores de poesía compelidos a trazar sus primeros versos de un próximo libro, de acuerdo a una necesidad impostergable.

En ese sentido, sería conveniente comenzar un poema como si viniera de un sitio auxiliar a la poesía; lo mismo debiera suceder con los finales de los poemas. Aquellos que cierran redondos lastiman el ojo, desencantan; hacen que la confianza en el género se pierda. Es una discusión un tanto banal, pero en definitiva tiene que ver con el recurso del método a llevarse a cabo. Un poema debe sugerir un control de todos sus elementos, no su desborde, aunque existan desbordes controlados (pienso en Coral Bracho, en Paulo Leminski, etc.).

Intentar que cada poema, que cada libro, circule por una batería prolífica de procedimientos, que se corte abruptamente, que tenga avances, retrocesos, incrustaciones de palabras o vocablos de distinta procedencia. Lo que fuera, todo está permitido. Y jamás se construye al margen del hombre, pero sí contra la nación de proporicionar al poema un carácter comunicativo. Algunos confunden este término con el absurdo, el sinsentido y la incomunicabilidad. Eso es pura pereza estructural. Debe haber una escritura que replique, aunque sea aproximadamente, el funcionamiento del pensamiento, en este caso el funcionamiento de la mirada del sujeto (que nada tiene que ver con la disolución del yo; ¿qué haremos, en ese aspecto, con la escritura de Ashbery, que funciona en base a la dislocación del pronombre, al que vuelve huidizo, sin referencia?). En definitiva, a esa escritura la veo como una escritura literal, no hiperreal, sino un zurcido sobre la superficie que asoma desde el fondo de un próximo límite. Si hay pliegues, mejor. Si no los hay, mejor también.

Para hablar sobre la escritura, prefiero hacer el salto oblicuo y referirme aún más a Ashbery, y a Larry Rivers. Frente a mí tengo una foto de una silla metálica, ordinaria, descansado frente a una típica prefabricada del sur norteamericano, o de un barrio de Berisso. Bien, Larry Rivers podría estar sentado en cualquier silla semejante (incluso en la que algunos de ustedes están sentados, si no fuera porque nuestro artista dejó esta vida hace un lapso). Esa silla podría ser integrante preferencial de cualquier obra de Larry. No se trata de observar, darle la vuelta al perro, morderse la cola como ídem, para después decir: «Sí, esa silla es una obra extraordinaria, porque en el conjunto de la foto equilibra el rojo de la puerta, que a su vez organiza por mitades la obra, contrastando con el mostaza de la pared, mientras se advierte cierta profundidad, una profundidad, claro, detrás de la puerta, etc., etc.» Las pinturas de Rivers y los textos de Ashbery, son un compendio de estas glosas de cocktail, rutinarias, forzadas en cada evento donde más de un espectador se ve obligado de divulgar conocimiento de segunda mano. Habría que decir: «Me gusta esta foto, sí. No puedo dejar de pensar en la persona que ocupará esa silla, ni bien deje yo de observarla». ¿No es mejor así? La misma respuesta puede darse para cualquier poema de John Ashbery. Alguien ocupará la lectura de sus poemas, ni bien deje de leerse. El lector de Ashbery debe sentirse un ser perplejo, no receptivo. De ahí los sentimientos confusos, la opinión forzada, la hermenéutica sobre los huidizo. Claro. Mi búsqueda como escritor es también el deseo de convertirme en ese lector que puedo ser, cuando gusto de los poemas de otros.

Nueva explicación del sentimiento de escritura, con Ashbery a mano. A ver: continuidad sinuosa contra acumulación discontinua. ¿Y si no existe el versus en el verso, y los mecanismos sencillamente se amalgaman, funden, se conectan? Estos versus, dialogan en el laboratorio de la escritura, y fuerzan una idea de posmodernidad que habría que neutralizarla. La poesía de Ashbery sería esa continuidad sinuosa, de la que habla Frederick Jameson, y de la que en su invisibilidad, toda la obra del nacido en Rochester asiste con fragmentos definidos. Lo homogéneo en Ashbery es esa sinuosidad que podría traducirse como «huidiza», asintáctica, malversada por distintos métodos de composición, a los que nuestro querido John echa mano como ninguno. Pienso, ¿qué es lo que más les molesta a algunos lectores de la poesía de Ashbery? ¿Que sus poemas parezcan una prolongación de una salchicha? ¿Que digan lo poco que hay que decir con palabras igualmente pobres? ¿Que no defina su género? ¿Que consiga deplorar la poesía tal y como la conocemos? Delante de mí hay una instantáneas de un grupete de generales promoscovitas, o algo semejante (gorro a lo Daniel Boone, aprox.). Imagino a un grupo de antiashberianos a punto de definir una estrategia de lectura. Mientras analizan si la continuidad sinuosa es irrelevante en detrimento de una acumulación discontinua, el pobre Ashbery sigue escribiendo libros starting out; desconociendo todo acerca de estas maniobras, a las que no califica porque no conoce, no está enterado, diciendo que no puede atender a cada uno que se le ocurre descalificar un libro suyo, sólo porque no se trata de un lector ad hoc. Lo que sí sabe es que un escritor, fuese poeta, narrador, dramaturgo, confía en su perplejidad y en el modo en que ésta se traduce en nuevos libros, raros, rarísimos, fuera de concesiones. ¿Tanto molesta ser resbaloso?

La poesía no es iluminación. Si nos iluminara, daría al lenguaje una sintaxis anteriormente oculta, pero ya existente. Quien escribe poesía reconoce en la sintaxis una manera de repoblar la gramática. La poesía es una ineficaz mirada planimétrica del lenguaje. De su ineficacia para apropiarse del presente, se reconoce como poesía.

La eficacia es una condición de la poesía. Es consecuencia del fracaso de apropiarse del presente. En esa pérdida del presente, existe un escribir que es un inscribir, un anotar, un borrar, un ajuste de la lengua a la permeabilidad del idioma. Esos movimientos son flujos, secreciones de la escritura que hacen a la idea de eficacia. Y esto, en literatura, no puede transcribirse como “validez”, o mera “utilidad”. Lo útil comunica. La información comunica. La poesía se integra a la lectura desde su condición de invalidez.

La idea de folleto, papeleta, sketchbook, es algo que aún trabaja desde lo inapropiado, aunque existe un tutelaje crítico reabsorbe esa idea en forma permanente, lo que hace que la misma fuese actualmente archiconocida para la literatura. Oscila ante nuestros ojos la noción de utilizar materiales bajos, tal cual lo hacía Duchamp con sus objetos de descarte. El inodoro, etc. Etcétera. Ahí juega el concepto de mirada estética, o mejor dicho, de mecanismo compositivo. La historia de la poesía, tal el caso, está repleta de estos movimientos pendulares, entre lo bajo y lo alto, pero lo que importa en realidad es qué tipo de suceso creativo uno puede distribuir con esa idea. En «Zettel Traum», de Arno Schmidt, está la apoteosis de este mecanismo, donde el collage, el palimpsesto, la carátula y por supuesto el folleto, amplían el área del ojo y lo multiplica hacia diferentes direcciones.

Colocarse detrás del folleto, del sketchbook, del apunte, del montaje, como una forma preexistente de un creador, es una manera de revelarse detrás del continente de la palabra. De esa manera, el texto-objeto, el texto salido del género para instalarse en otro, prevalece. Imagino los libros publicados, y los demás por publicar, como ese todo renunciado a la forma predeterminada. Elegir una forma de escribir sería permanecer fiel a la forma preexistente. La idea no es respetar cualquier formato, sino perderse en la elección de una manera, respetarla hasta adulterarla, y por ende, manejarse en la apropiación, o expropiación, de lo instalado. ¿Será eso, en definitiva, una instalación? Tal vez la instalación no sea eso, pero por eso mismo no deja de ser una escritura. Instalar como intervención del texto creativo en la forma predeterminada. Instalar es calzar una cuña y volver el alfabeto un micro-cosmo acaso cuneiforme. Habrá palabras, no frase, sino formas reconocibles en conceptos, apenas reconocibles. Imagino una escritura, su forma es lo que no imagino.

Imagino lo cercano que debe sentirse un escritor al primer asombro de una lectura de Montale (para mí, al menos, fue decisivo leerlo a principio de los 80, cuando era poco y nada lo que podía leerse en Argentina, salvo que uno se hundiera en los depósitos de las librerías, donde descansaban los libros prohibidos. Las librerías eran las catacumbas para los cristianos); después fue determinante toparse con la rizomática estructura de los poemas de José Kozer, también de León Félix Batista, de Reynaldo Jiménez, de Silvio Mattoni, de Sergio Raimondi, de Eduardo Espina, de Charles Simic, de Adam Zagajewski, de Joseph Brodsky, etc. Una lista ecléctica, pero todos con un grado de dificultad que asegura la vuelta a la lectura y no la pasada rápida, el entendimiento unívoco, la primera mano ya codificada. Escribir debe mantener al escritor en riesgo: en cualquier momento puede desplomarse la escritura, y en eso reside parte del movimiento de palabras y tonos que renueva un poema y lo hace distinto a cualquier otro tipo de organización de lenguaje. Mover, intercambiar, sucederse entre los cortes de versos como si uno estuviera gambeteando campos minados.

La minación de los campos. La repartija del material literario, residual.

3. Creer que este tipo de filiación con determinados modos de intervenir la lengua, significa que existe“pobreza lectora” o que se está frente a escritores ignorantes, tal como lo dijera un poeta mexicano en la red social, es un espejo que retrata a aquel interlocutor, pero no define a un grupo de escritores.

Creer que si se escribe en forma compleja, huidiza, “polifónica”, se está ante una escritura de pose, neo-kitsch, o camp, o lo que fuera, es no comprender, en su totalidad, lo complejo de la actual escritura latinoamericana, por ejemplo. Y lo peor de todo es creer que a todo eso se le llama posmoderno. El narrador argentino César Aira padece de la misma etiqueta: él se divierte con este tipo de personajes, que ni ejercen la crítica seriamente ni logran consolidar una escritura personal. El posmodernismo y la poesía son mecanismos de vinculación socio-cultural tan lejanas, que el sólo hecho de querer acercarlas, conforman un suceso caprichoso. Son fijaciones producto de términos de pensamientos cercanos a un particular modo de regresión. Y aún más: ¿quién refiere a no aceptar formas como las de Lezama o la Belli? ¿O las de Deniz y Mattoso? Todo eso se ha leído y se leerá de acuerdo a la mirada y al bagaje de lecturas previas, pero también de acuerdo al grado de amplificación del modo de formación en la lectura. Y en cuanto al tema de los procedimientos, diremos una vez más que no se elije uno por el otro (sea la metáfora, la metonimia, o lo que fuera), sino que se pone el acento en la idea de representación que se dio como debate en la Argentina, y que aún se manifiesta en la forma en que se construye la realidad ficcional (la poesía también es ficción, desde ya). Pero es un tema vinculado, mayormente, a la narrativa, aunque la poesía también lo toma como suyo. No se puede pensar de manera tan maniquea, porque daña, perjudica, empobrece el lenguaje. Nadie apuesta a la incomunicabilidad, porque la poesía no funciona como modélica, en ese sentido. La poesía, como lo demuestra Celan, es el trabajo de un habla fracturada, de un tartamudeo permanente ante la imposibilidad de decirlo todo con el diccionario personal del escritor. Lo lamento, existen los límites en la lengua, y el trabajo del poeta es traspasarlos, no acomodarse en los lindes del lenguaje. Y no existe, además, ninguna perplejidad en la incomprensión: sino jamás hubiésemos vuelto legible a Beckett, a Tablada, a la poesía armada por el joven escritor mexicano Rodrigo Flores, a los ensayos y poemas del chileno Andrés Ajens, a los chispazos de Medo, Rodríguez Santamaría, etc. Así, así. Y queda aún más. No existe nada más humano que combatir las formas cristalizadas, y no el soneto, no podemos ser tan literales. Del Quijote para estos tiempos, este tipo de posicionamiento con las formas, pareciera ser una verdad absorbida por la contemporaneidad. Aunque siempre existen movimientos regresivos, que tiran del discurso hacia atrás para proponer la autocracia de la explicación.

La poesía es un gozo, sin duda, y escribirla, aún más -se la haga bien o torpemente-, pero ¿quién dijo que se trata de un oficio tranquilizador? La obra entera de José Emilio Pacheco habla sobre este tema. Sólo habrá que leerla. Leerla.

 

 

Mario Arteca (La Plata, 1960) Ha publicado libros como Guatambú, La impresión de un folleto. Bestiario búlgaro, Cinco por uno, Horno Y La orquesta de bronces.

Vallejo & Co. | Revista Cultural - POESÍA - FOTOGRAFÍA - NARRATIVA - CINE - MÚSICA - TEATRO - ARTES - PLÁSTICAS - CREACIÓN - CAJÓN DE SASTRE