Un (a) co-razón para lo suave: «Argolis» de Roger Santiváñez

 

Por Silvia Goldman

Crédito de la foto Ed. Leviatán

 

 

Un (a) co-razón para lo suave:

Argolis de Roger Santiváñez

 

 

Si el encabalgamiento supone una vacilación entre sonido y sentido en el verso, como sostiene Giorgio Agamben tanto en Idea de la prosa como en El final del poema, Roger Santiváñez parece decirnos, en Argolis (2021), que también es desbocar el lenguaje, llevarlo fuera de sí, hacer que se ilusione. Esto es, que albergue la esperanza de multiplicarse y, a la vez, no pierda de vista que se trata de un engaño, un juego contra sí mismo, como ya lo sugiere la etimología de esta palabra proveniente del latín, donde “ionis”, significa “engaño”, e “illudere”, significa “jugar contra”.

Esto supone un acercamiento de doble naturaleza al acto de escritura: por un lado es sagrado, en el sentido en que responde a una sed, a un deseo o, incluso, a una “co-razón”(p.69) de existencia; por el otro lado, implica una conciencia de que el trabajo con el lenguaje es siempre una suerte de ilusión, un simulacro (“Este poema fluyendo en las aguas frente/ A mi soledad & es como desear morir” p.13), porque ese como marca la condición líquida, elusiva, del lenguaje en esta región de ríos, en esta Argolis:

Orilla en la serenísima quietud

De la tarde inmortal donde puedo

Creer que todavía escribo un poema

 

[…]

 & la Realidad vibra inusitada belleza

Almibarada equidistancia devolviéndome

Al hueco de mí mismo despoblado de

Ilusión (p.21)

 

Cabe preguntarse contra qué juega el lenguaje en Argolis. Juega, acaso, con y contra sí mismo, con y contra sus expectativas, sus lógicas y mecanismos preestablecidos. El juguete que utiliza es la palabra misma; al ubicarla al final del verso, y partirla ahí donde pide continuidad, le pide algo más de sí: que se modifique, que se suspenda, que se cierre, pero también que se abra; es decir, que juegue, que parezca que termina, pero que no lo haga, que vaya con y contra sí misma, que se haga y deshaga, que engañe y se engañe. Como en este poema donde, a través del encabalgamiento, el verso versa y deviene otra cosa y otra cosa y otra, porque encabalgar las palabras supone hacer del lenguaje una materia en incesante devenir:

Abre el limbo de húmedo sonido col

 

Ma el círculo de la redonda dulzura

Una luz de reojo me acerca en el ta

 

Tuado pliegue más recóndito toca

 

Miento al desliz más feliz de la tar

De (…)” (p.44)

 

El poeta Roger Santiváñez

 

La ruptura sintáctica no remite solamente al sentido completo, cabal del verso, sino que a la palabra misma. Es ella la que se quiebra, la que se rompe, la que desconoce el momento de su comienzo y de su fin. La tensión se da a nivel de la sílaba y son las sílabas las que compiten por la ilusión de adquirir un sentido. Al romper la palabra, al quebrarla y hacerla algo nuevo y extraño de sí, la voz poética hace que, al final del verso, el lenguaje se multiplique, haga y sea más; no halle su fin. No es exagerado decir que, a través del encabalgamiento, el lenguaje se ilusiona, ya que es el lenguaje el que, arrojado a su orilla, tiene que salir de sí mismo, moverse, seguir el juego, y buscarse en otra parte. La voz poética podrá parar/se, pero esa encarnación del lenguaje que es la palabra no para:

Me paro a escuchar el sol entre la

Floresta al fondo del planeo del pá

Jaro campana de pequeñas ondas (p. 14)

 

Dispuesta de esta manera, la palabra encagalgada deviene duda de sí misma: ¿cuándo comienza?, ¿cuándo termina?, ¿su comienzo es su fin?, ¿su fin es su comienzo?, ¿hay comienzo?, ¿hay fin? Por eso supone crisis, búsqueda y “espera/Nza”; es el juguete que desafía la lógica lineal del poema volviéndola un agua simultánea:

Santo día que renace una espera

 

Nza en el corazón cojudo como el Vallejo de Huayco porque nada cam

Biará & sin embargo uno se la

 

Cree claro sino sería imposible

Seguir respirando con la ilusión

Del después cuándo? Qué cosa? (p.51)

 

Porque la palabra es un roce líquido, —un después, un cuándo, un qué cosa—  aquello que es lo que se escapa ya. La palabra silabeada, desmontada, partida y partiendo a la vez, es la parte filosa y nueva de sí; un cuchillo suspendido encima de la hoja esperando ser testigo de su propia transformación y renovación en la caída. A esa verdad de la palabra ida, —escapada—, se le opone la paciencia del verso que, en su ondulación suave, contenida y también familiar —endecasílabos, heptasílabos, etc.— sutura la tensión de la caída, como si esa palabra que se embarcara y partiera pidiera volver para cicatrizar el verso.

Saint-Iváñez (p.69), como se autodefinirá en este nuevo cuaderno músico (recordemos su extraordinario Symbol), arriesga las palabras, —porque ese corte que les hace es un riesgo—, para mostrarnos su rasgadura, su manojo de duelos, para hacernos escuchar, aunque sólo lleguemos al eco del latido de esa escucha, el  “co-razón” tan solo del lenguaje.

La “ese” aparece como sonido, pero también como el simulacro de un tiempo elusivo, ido, sido, “que se va yendo” (20), como un susurro, como el silbido recurrente de este lenguaje, quizás, la forma lingüística que asume la naturaleza fricativa del agua o, quizás, el tiempo:

Al salir recibo el aire fresco cruzándome

Todo el cuerpo avanzo hacia las orillas

Están tranquilas pacíficas orondas se

 

Mueven dulcemente las aguas translúcidas (p.15)

 

O:

Manzana que me obsede en el centro del

Poema elaborado ante la claridad de este

Tiempo medio muerto sin ti sin tu

Sondrisa iridiscente bajo las farolas inciertas

Encendiéndose a la salida de la misa

Infinita sucedida con el súbito regreso

 

Del sol cuando parecía haber desaparecido (p. 17)

 

 

Esa música sibilante y esa inquietud del encabalgamiento materializada en la sílaba, dan a los poemas su caudal impredecible de río porque, como el verano, como el río, el lenguaje también es lo que “se va yendo” (p.20).

Argolis también es un dolor esquivo, porque la partición de la palabra es, asimismo, la posibilidad de un regreso, pero ese regreso es siempre a otro verso, a otra parte. Así, esta nostalgia (del latín, “nostos”, “regreso”, y “algos”, “dolor”) del verso deviene nostalgia del lenguaje. No nos bañamos dos veces en las aguas del mismo río, ni pronunciamos o escribimos dos veces la misma palabra, parece decirnos esta voz poética. Argolis es, por lo tanto, lo que hacen las palabras cuando flotan y se multiplican, pero también cuando se pierden.

La voz poética aprovechará al máximo las posibilidades del encabalgamiento y tensionará la sintaxis de modo tal de forzarla hasta el extremo, arrojándola a la orilla de sí misma, haciendo posible lo que la lógica del idioma no permite; por ejemplo, terminar un verso con una preposición, un adversativo o un pronombre. Aquí algunos ejemplos:

Occulta la fronda o el viento con

Sume con ningún movimiento

Sino solo ríspida angustia revo

 

Lada desde la grama seca pero

Yo todavía puedo recordarte &

Alcanzar la canción que juntos (p.20)

 

O:

Que resbala hacia las aguas & los gansos

En manada cantan su melodía agreste

Al filo de la calzada en la hora en

 

Que va descendiendo el iris de la noche

Sin pensar en la alegría del día ni

Recordarla como yo a ti lejos de

 

Mi poema más triste definido por

Las ondas desnudas del tiempoo

En las orilas fanales cuya                                                

 

La sintaxis de Argolis es equívoca y punzante. No se sabe, en ocasiones, a qué categoría gramatical corresponde la palabra hasta que cae, pero antes de la caída es otra cosa, un gancho, una espera, un punctum, un gesto de irreverencia, juego y engaño, como si el lenguaje llegara al extremo y pináculo de sus posibilidades (“Hay caricias imposibles/ que se juntan en el piná/ culo de la inmaculada” p.29).

Al ir contra la gramática, la voz de Saint-Iváñez la lleva a otro lugar, la extranjeriza, la vuelve del norte, juega a hacerla ‘gringa’, como él, que ya es del río Cooper tanto como del Rímac. Este gancho de la gramática, esos “en” y “por” al final del verso, son desobediencias del lenguaje, como si la potencia no estuviera solamente en el verso, sino en lo que el verso promete como siguiente aparición. Lo que viene, lo que deviene, lo otro, que está apenas en el giro de tuerca, en el suspenso y la promesa de lo que viene porque, en esta lógica encabalgada, ni lenguaje ni poema terminan.

Al quiebre de la palabra le sucede el quebranto mismo del lenguaje, porque Saint-Iváñez lo deja solo, abandonado a su dicción trunca, esperando la sílaba que lo saque de su propia soledad. Y es que se trata de unir la propia soledad con la del lenguaje. Por eso “río” es la metáfora más recurrente en este cuaderno, porque el río es aquí compañía; lo que se opone a la contundente certidumbre del desierto: “En el desierto, una soledad de mí” (p.28), declara la voz poética.

Nos llega o viene felicidad al leer este Argolis de Róger Santiváñez (como en ese poema que empieza “La felicidad que vino de ti/es todavía el tiempo regresando” p.39), como si nos permitiera acompañarnos más, salir con más impulso, empujados por ese gancho en la sílaba al final del verso, de la soledad de nosotros; estar simplemente en el momento en que sucede el co-razón del lenguaje.

Hay, por momentos, un lenguaje más técnico, proveniente del campo médico que envuelve Argolis. No es el corazón como símbolo, sino es el corazón como ritmo, como órgano que mueve la sangre. La sangre es, en este cuaderno músico, el gran río adentro que aprieta, abre, interrumpe y hace fluir:

Subimos entonces a la planicie

de los latidos abstractos, porque 

no es afuera, sino adentro, allí:

 

en nuestros vasos sanguíneos

se filma, se acopla la

cercanía cerrada de ti. (p. 39-40)

 

El poeta Roger Santiváñez

 

Por eso hay todo un campo semántico que permea el cuaderno y que remite a lo líquido, incluso al final, cuando escribe “Estados hundidos de América”. Las opciones son, parece sugerirnos, hundirse o flotar: “Flota mi canción divina por los bordes/ Una forma preciosa que camina &// ritma antiguo & lontano despertar” (p.41).

Resuena Darío en el barniz por momentos meloso del verso, en “la Realidad vibra inusitada belleza/ Almibarada equidistancia devolviéndome/ Al hueco de mí mismo” (p.21); una sweetness, al decir de la voz poética, que crece pero que al final se retira; como si se tratara de un ir y venir del verso, de un mentir y un desmentir, de un engaño y un desengaño; una suerte de “piná/Culo”, “Suave/cito”, “trastoca/Miento”.

No es casualidad, tampoco, que Argolis abra con un epígrafe de Góngora (“extraño todo/ el designio, la fábrica y el modo”), porque el gesto más barroco de Santiváñez está en su pulseada contra la sintaxis. Santiváñez, como Góngora, la vuelve opaca, haciendo del verso el lugar, como hemos visto, donde ocurren los desacomodos, los engaños, las desobediencias.

También, están las palabras que vienen del inglés: “Oh my god/El grass” (p.50), o ese neologismo recurrente de su espanglish singular que es “landas”, pero estas presencias foráneas no aparecen como ruido o interferencia, como en su Symbol (1991), sino como ecos simpáticos de lo cotidiano y familiar, giros, olas suaves, apenitas marcadas por la candidez de una cursiva que a veces los recubre de cierto gesto almibarado, “Mielado” (p.17).

Este ya no es el lenguaje que se raya de su Symbol (1991); se trata, más bien, del afán de lo suave/Cito, pero también, del afán del amor y de la confesión: “Este poema fluyendo en las aguas frente/ A mi soledad & es como desear morir” p. 13). Santiváñez nos enseña, otra vez, como lo hiciera en Symbol, a caminar sobre “la filuda punta de esta lengua”. Ahora, sobre palabras que son/Río.

 

 

 

Obras citadas

Santiváñez, Róger. Argolis. Leviatán: Buenos Aires, 2021.

 

 

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