Vallejo & Co. presenta el siguiente texto como anticipo a la futura aparición de Sien en Trilce, publicación de homenaje por los 100 años del poemario Trilce (1922) de César Vallejo, que será publicado próximamente por la revista Mar con soroche (Santiago / La Paz) y Vallejo sin fronteras Instituto (Lima), con la colaboración de Caesura Magazine y Vallejo & Co.
Por Juan Javier Rivera Andía*
Crédito de la foto (izq.) Rev. Mar con soroche /
(der.) www.nias.knaw.nl
Trilce VI
[Juan Javier Rivera Andía (Varsovia/Perú)]
Trilce seis y yo
Estado de la cuestión, con sus correspondientes citas y referencias bibliográficas (algunas, evidentes; otra, más bien innecesaria)
«Trilce VI». Casi veinte años ya fuera del Perú; esto es, de Carabayllo o de Lima, da lo mismo. Y todavía no he vuelto. Puesto que, mal que me pese, probablemente no retorne; intentaré esbozar aquí aquello que se vuelve más bien incomunicable cada vez que uno se va así, como huyendo: la consciencia de un particular maltrato para aquellos que siguen bajo su paradójica égida (es decir, que nacen y mueren de y con el maltrato). Cabe notar, desde el principio, que el problema de la comunicabilidad de esta consciencia no parece, en realidad, tan distinto al de aquella que afecta el sempiterno afán antropológico: la traducción de la besheza, de lo formidable, del misterio —de aquello que el etnógrafo (una vez rescatado de su trabajo de campo) logre recordar—.
¿El pueblo pide una verdadera justicia? Pues hacemos que se conforme con una un poco menos injusta. ¿Los trabajadores gritan basta ya de explotación? Pues procuremos que sean un poco menos explotados, pero sobre todo, que no se avergüencen de serlo… ¿Quieren que desaparezcan las clases? Pues haremos que no haya tanta diferencia, o mejor, que no se note tanto. ¿Quieren revolución? Pues les daremos reformas, los ahogaremos en reformas… mejor aún, en promesas de reformas que jamás les daremos (Darío Fo. Muerte accidental de un anarquista, 1970).
“El traje que vestí mañana/no lo ha lavado mi lavandera:/lo lavaba en sus venas otilinas,/en el chorro de su corazón, y hoy no he/de preguntarme si yo dejaba/el traje turbio de injusticia”. En efecto, por huir de los embrutecidos dementes cubiertos de mugre, aquellos que a diario hurgan en la basura que hierve bajo el sol en uno de los extremos de la Avenida Universitaria; tomé ―casi sin dinero ni amigos— un avión que aterrizaría en el hemisferio opuesto; esto es, los rascacielos de Boston, o los parques de Madrid, da lo mismo. Aún me es un misterio cómo ese chiquillo osara tomar partido así de su soledad. ¡Pero que quede claro que no cumplía su destino! Más bien lo transgredía. ¿Debía acaso un niño sin padre, arrancado de los brazos de su madre, crecido en una casa prestada, en un barrio (un país, un subcontinente; da lo mismo) asolado por la violencia ―la del alcohol, la de las pandillas, la de las masacres, la de la guerra civil―; debía ese mozo, digo, acaso pretender, no solo dedicar su vida a las escazas ciencias del hombre, sino además hacerlo en las (casi siempre, imperiales) capitales del Norte? No, su destino no era dejar a su madre en un campamento-refinería que hace tiempo era denunciado ya como una de las ciudades más irrespirables del mundo; ni dejar en la bestial y muelle Lima a su otra madre, aquella anciana casi analfabeta que lo criara con todas las fuerzas que le quedaran después de tantos afanes y dolores. No era ciertamente tal su sino, claro, aunque fueron justamente ellas dos quienes le enseñaran a sortear la perenne desigualdad del Perú; a evadir ―esto es crucial― sus agudas degradaciones ―sea el odio puro, el alcohol industrial, los coche bombas o la corrupción moral―. No, no era ese definitivamente el camino que le hubieran asignado los datos socioeconómicos que alguien (de haberle interesado por caridad cristiana o desarrollismo político) bien podría haber reunido; pero si se hubiese quedado, habría sido sobre todo para sufrir al lado de ellas; o eso temía él, más bien. Todavía más claro: yéndose del Perú, uno no puede sino dejar el traje turbio de injusticia ―aquella que todo lo inunda (tanto Yauricocha y Santiago de Chuco como Uccle o Montparnasse); pero que, en ciertas regiones (en ambos hemisferios, que quede claro), te ahoga más (un poco más) que en otras…
Un día le pregunté en dónde había estado. Me dijo que recorrió un río que une a México con Centroamérica. Que yo sepa, ese río no existe. Me dijo, sin embargo, que había recorrido ese río y que ahora podía decir que conocía todos sus meandros y afluentes. Un río de árboles o un río de arena o un río de árboles que a trechos se convertía en un río de arena. Un flujo constante de gente sin trabajo, de pobres y muertos de hambre, de droga y de dolor. Un río de nubes en el que había navegado durante doce meses y en cuyo curso encontró innumerables islas y poblaciones, aunque no todas las islas estaban pobladas, y en donde a veces creyó que se quedaría a vivir para siempre o se moriría. (Roberto Bolaño. Los detectives salvajes, 1998).
“Ahora que no hay quien vaya a las aguas,/ en mis falsillas encañona/el lienzo para emplumar, y todas las cosas/ del velador de tánto qué será de mí,/ todas no están mías/ a mi lado. Quedaron de su propiedad,/ fratesadas, selladas con su trigueña bondad.” Creo, pero temo. Hago etnología, pero como sudamericano de “baja extracción” —pues no todos lo son, en absoluto; y menos por estos lares. Y si el Perú (esto es, Carabayllo, Lima, los desiertos, Llocllapampa, la sierra, sus altas selvas; da lo mismo) me es ineludiblemente familiar, es porque allí, sin cesar y todavía, persiste la mirada algo extraviada de aquel niño (leyendo «Ulises» o «El origen de las maneras de mesa», por qué no) en su polvorienta azotea de Carabayllo. Claro, algo de cualquiera que parte se queda en los cajones de quienes lo amaron y no partieron; esto es, aquí, de aquellas dos atribuladas hijas del Perú que intento evocar sin contrición. Aunque crea, pues; aunque goce y glose, aunque escriba, invente y descubra; no dejo de temer (temblar casi): a ese punto hemos llegado por solo contemplar ese Perú que pareciera, ya tantos años, hipnotizado por el vacío; por esa tan común corrupción moral que nuestros padres no supieron resistir y que colmó de basura, inmundicia pura, sus mejores universidades, sus altos ministerios, sus encumbradas asambleas. ¿Cuántos más de los incontables «Coricanchas bautizados» que surcan esas tierras habremos de aniquilar y olvidar antes de saciar tanta sed de naderías, tanta extracción de dolor? ¿Cuántos…?
It arose from the incapacity to manage the unmanageable, from the sense that self-objectification was always already elusive, from the ontological conditions of becoming Other, from the hunger of the Black Caiman that it reflected and instantiated. Moreover, shame was contagious and it was no coincidence that shame began pursuing me just as I began to pursue it. Doing anthropology among Indians in the Chaco made you some kind of parasite; you just had to work out precisely what kind you wanted to be, or better yet not begin the journey in the first place. And I had even more difficulty identifying of what, precisely, I felt ashamed… I could find no obvious transgressions beyond the greatest transgression of them all: the very act of being there, of witnessing that to which it is impossible to reliably bear witness. It took me a long time to realize that shame was a riddle without an answer and that this was the only answer to discover. And I was not alone.
…At least four others I know of gave themselves over fully to the embrace of the Black Caiman, fits of skin rending insanity or depression followed with a shot in the head, a car driven off a hillside, the fetishes of tradition and ethics feeble talismans against such shameful impotence. All the decent ones felt it to some degree, the darkness beckoning with rage, madness, despair. (Lucas Bessire. Behold the Black Caiman: A Chronicle of Ayoreo Life. 2014, p. 171).
“Y si supiera si ha de volver;/ y si supiera qué mañana entrará/ a entregarme las ropas lavadas, mi aquella/ lavandera del alma. Que mañana entrará/ satisfecha, capulí de obrería, dichosa/de probar que sí sabe, que sí puede…” ¿Dónde quedará, pues, esa determinación de seguir creando y gozando que de ellas bebiera? ¿De dónde provenía aquella fuerza si, al fin y al cabo, tan europeos y tan indios son el ilustre Paulo Inca en Alcalá de Henares y el harapiento Ernesto en Abancay? ¿Cómo asirla sin el Perú y ya solo en uno mismo? En su juventud más o menos desgajada entre merodeos por los valles de sus sierras y costas (ignorando, ¡ay de él!, su vasta jungla), aquel chiquillo de Carabayllo llegó a sospechar que la respuesta yacía quizá en las palabras de los hombres y niños de Cañaris e Incahuasi; que la solución al enigma podría descifrarse en las siluetas y los gestos de quienes encontrara en Viscas y Vichaycocha. Tal es su (vano) empeño, en realidad, hasta esta algo fría mañana varsoviana.
One morning while I was staying in Filadelfia [in the Paraguayan Chaco], Iodé returned to the garage carrying the groceries she had bought with the night’s earnings. She offered me a little plastic box of yogurt. I thanked her and refused.
She was upset. «Why are you ashamed of being my friend?» she asked. «Eat this. It is not bad. I want to adopt you in the old way; you will be my older brother. I will be your sister, your little-bird-mother. Tour whore-mother.»
She handed me the yogurt again, and stretched out on the ground. My face burning, I opened the carton and began to eat. (Ibid.).
“…¡CÓMO NO VA A PODER!/azular y planchar todos los caos.” Finalmente, considerando, como es sabido, que la respuesta de toda ciencia no suele ser otra que una pregunta algo más compleja, podemos anotar aquí que el mitema del niño loco por la miel (en su variante de la transgresión de su destino —esto es, la de salvarse del Perú sin dejar de apegarse a él, la de tomarlo como pretexto para el elogio de un resentimiento que no se somete al luminoso odio de sus élites—), aparece ya esbozado en estas plegarias (escritas antes de partir —o tal vez justo después de arribar allende; da lo mismo—), que citamos a continuación, a modo de muy innecesario y (típico) muy narcisista colofón:
Viento Sur, parte hacia el sol —aquel ladrón de amores y sueños; aquel que se jacta de sus cabellos, de sus poderes y sus jugos—. Ve por nuestra victoria; abre tu seno a los hambrientos, a los orates, a los reos del perdón. Danos cuerpos que anhelar, armas y banderas que sostener; danos odio, penas silenciosas, pecados, blasfemias, humillaciones; dinos además qué erigir en nuestras plazas.
Tibio Viento Sur, retorna para que surjamos de las piedras; renueva el aire pútrido, esboza cada una de nuestras sonrisas, cada rumor nocturno en los bosques; amasa las notas claras de este amor que pronto descubriremos al mundo.
Viento Sur: lanzaremos toda congoja detrás del cielo, detrás de las cumbres y abismos que ya sorteamos; aboliremos la memoria de los hermanos muertos; levantaremos el puño —o meñique— hacia la negrura del infinito; y barreremos todos los muros, todos los hitos que otro Dios haya olvidado en nuestras tierras…. ¡Amaremos! ¡Quemaremos! ¡Incendiaremos! (Fragmento III, corregido, de La cofradía del tiempo, Fósforo vol. 1, 2004).
Varsovia, últimos días del 2020
*(Perú). Poeta y narrador. En 2001 publica fragmentos del poemario La cofradía del tiempo y, en 1997, su único relato de ficción “El tío Juan o la sombra anticipada de José Alfredo” (Lima, PUCP). También ha publicado estudios científicos de antropología sobre las cosmologías de poblaciones quechua-hablantes de los Andes peruanos contemporáneos, como, por ejemplo, Non Humans in Amerindian South America (2018) o Cañaris. Etnografías y documentos de la sierra del Perú (2018). Además, junto con P. Snowdon, ha publicado cuatro experimentos visuales bajo el título de The Owners of the Land (2013).