Vallejo & Co. presenta esta serie de textos que forma parte del ensayo que completará la primera publicación en español de los Diarios de Georg Heym*, de próxima publicación.
Por José Aníbal Campos
Crédito de la foto el autor
Tres sonetos «jacobinos» de Georg Heym (III parte)
No conozco ninguna obra de arte contemporánea que refleje con mayor sutileza y elocuencia a la vez la atmósfera que se respiraba en Alemania inmediatamente antes de la Primera Guerra Mundial que la película La cinta blanca, de Michael Haneke. Quien ha visto el filme, no podrá olvidar el grado de violencia latente que se expresa en el modo de mirar de aquellos niños y adolescentes de una pequeña localidad de provincias, la agresividad que impregna todos los estratos de una sociedad carcomida en su estructura por los abismos que bostezan felinamente entre los valores que predica y la realidad de cada día. El éxito del filme puede deberse, en buena parte, al hecho de que vivimos una época bastante parecida.
Es ése también el periodo en el que surgen estos sonetos de Heym.
«Louis Capet» es el poema de la serie que más se regodea en esa crueldad, en esa violencia, y es, en ese sentido, el más genuinamente expresionista de todos: chorros de sangre, estiércol, breves encuadres amenazantes que enfocan el cepo, el brillo de la cuchilla, la morbosa curiosidad de las turbas.
Los diarios de Heym son profusos en anhelantes manifestaciones de esa crueldad: lo mismo cuando enaltece la guerra como salida a su tedio vital o anhela la llegada de una figura de férreo liderazgo, como Metternich, que cuando, cual travesura de crío malcriado, desea que al menos se le corten los hilos al vendedor de globos para verlo rabiar.
Si en «Robespierre» parece retratar (no sin cierta Schadenfreude, ese regodearse en el mal ajeno) el terror ante la muerte del otrora tribuno y «petimetre», y si en «Dantón» (como hemos visto) se estilizaba a sí mismo como hombre de las barricadas y héroe furibundo, en «Louis Capet» daba rienda suelta a sus intensos anhelos de violencia.
Desde una mirada puramente individual, pero también como el germanista que soy y se ha ocupado del ideario de este poeta, no puedo leer sus poemas, a la luz de sus Diarios, sin una mezcla de admiración matizada y de repugnancia incontrolable. Algo de ello he intentado reflejar en mi traducción, que se ha basado en la bibliografía casi íntegra de que disponemos en el presente.
Pienso, al leer «Louis Capet» (el soneto que –a nivel histórico-intelectual— más me gusta de la serie, por parecerme el más relevante), en un niño impaciente que, mientras intenta a duras penas dar forma a la redacción que le han impuesto en el colegio de tarea, empieza su texto en un tono poético narrativo que apunta a un desarrollo y a un clásico desenlace, pero que, a medida que se le atragantan los temas y las formas, decide ir reduciendo su historia a unas pocas pinceladas, para luego acabar, ya en el momento de la exasperación, haciendo un furioso garabato.
Este poema, por su estructura, define (y no creo que Heym tuviera conciencia de ello) lo que pasó con las artes a partir del expresionismo que el poema anuncia: la disolución de toda linealidad narrativa; el gradual desvanecimiento de la idea del hombre como una unidad física, moral, histórica; la vaporización de la contemplación como recurso de la aprehensión del mundo. Prefigura también, más que las explícitas manifestaciones de anhelo de Heym en sus diarios, la guerra.
Inconscientemente, el niño Heym –que pretendía poner una imagen de Hegel en el umbral del templo de la literatura para que todos la pisaran al entrar, profanando así toda teleología consecutiva (Nacheinander) en favor de una simultaneidad (Nebeneinander) no solo de los fenómenos de la vida moderna, sino también del ser cada vez más fragmentado—, traza en este poema, como un vaticinio, lo que sería el arte –y lo que empezaría a ser la vida— a partir de él: un garabato sobre la página en blanco.
Por suerte, su voluntad de destrucción Heym solo pudo legárnosla en esos centenares de páginas. Se ha especulado tanto y de formas tan variadas sobre lo que hubiera sido del mundo si a Adolf Hitler lo hubiesen aceptado en la Academia de las Artes de Viena en 1908, cuando presentó un currículum para ingresar en ella, que ahora, personalmente, después de todo el trabajo de rastreo que ha implicado traducir los Diarios de Georg Heym, no puedo sino alegrarme abiertamente de que este poeta, muerto en 1912 por un accidente que le impidió encauzar la violencia estructural de su pensamiento en las dos catástrofes que se sucedieron a su muerte, solo nos haya dejado un puñado de buenos poemas paradigmáticos, anunciadores de una época, y centenares de páginas estilísticamente tan pálidas y mustias como las propias acuarelas del futuro cabo de la Primera Guerra Mundial. Es de agradecer que su odio irreflexivo hacia la vida moderna no se haya traducido en esos Taten (esas acciones) que tanto anhelaba. Sabemos, leyendo Mein Kampf, lo que pueden provocar los afanes de pureza contrarios a la vida en las urbes modernas: basta ver alguna foto de Dresde o de Berlín en 1945. Ningún poeta, ningún artista por talentoso que sea, ningún anhelo artístico, es automáticamente un sinónimo de autoridad moral de su época; un artista más bien podría ser –y es lamentablemente lo más común—, en su ego perturbado, en las oscilantes limitaciones de su talento y en su humana mezquindad, la legitimación intelectual del horror.
He aquí el poema:
Louis Capet
De redobles el cadalso se rodea,
como ataúd con paño negro cubierto.
El banco encima. El agujero abierto
para el cuerpo. La cuchilla centellea.
Rojas banderas ondean en los techos.
Vocean precios de un palco en la ventana.
Invierna. Mas arde la plebe, se afana
en llegar al frente. Gruñe, al acecho.
Un ruido, de pronto, que asciende. Bramido.
Capet llega en su carro. Lo han emporcado.
Le lanzan estiércol. Son greñas su pelo.
Al podio lo alzan. Queda allí acostado.
La testa en el cepo. La hoja. Un silbido.
El chorro de sangre. El cuello en el hueco.
Louis Capet
Die Trommeln schallen am Schafott im Kreis,
das wie ein Sarg steht, schwarz mit Tuch verschlagen.
Drauf steht der Block. Dabei der offene Schragen
für seinen Leib. Das Fallbeil glitzert weiß.
Von vollen Dächern flattern rot Standarten.
Die Rufer schrein der Fensterplätze Preis.
Im Winter ist es. Doch dem Volk wird heiß,
es drängt sich murrend vor. Man läßt es warten.
Da hört man Lärm. Er steigt. Das Schreien braust.
Auf seinem Karren kommt Capet, bedreckt,
mit Kot beworfen, und das Haar zerzaust.
Man schleift ihn schnell herauf. Er wird gestreckt.
Der Kopf liegt auf dem Block. Das Fallbeil saust.
Blut speit sein Hals, der fest im Loche steckt.