Vallejo & Co. presenta esta serie de textos que forma parte del ensayo que completará la primera publicación en español de los Diarios de Georg Heym*, de próxima publicación.
Por José Aníbal Campos
Crédito de la foto Georges-Jacques Danton.
Se cuenta que, mientras lo trasladaban al patíbulo,
una mujer, al verlo, exclamó: «¡Vaya! ¡Qué feo es!»
/el autor
Tres sonetos «jacobinos» de Georg Heym
(II parte)
La primavera de 1910 es decisiva en la vida y la obra de Georg Heym. Por esas fechas se vincula a los integrantes del Neuer Club y empieza a participar en las veladas organizadas bajo el nombre de Neopathetisches Cabaret (Cabaret Neopatético), la primera de las cuales tuvo lugar el 1 de junio de 1910. A ella acude Heym por invitación expresa de uno de sus fundadores: Erwin Loewenson. De esa frecuentación se deriva no solo un cambio radical y brusco en una abundantísima producción poética que hasta entonces se veía aherrojada por los ya rancios moldes estilísticos de un Stefan George, por mencionar solo un ejemplo (influencia palpable de la que Heym intentaba renegar con todas sus fuerzas, no siempre con éxito), sino también su relativa popularidad como poeta. Y con la incipiente popularidad, empieza también una obsesiva carrera en pos de un triunfo aun más rotundo: la gloria, la fama y, muy importante: el dinero.[1] En medio de esa carrera comenzarán a aflorar también las primeras señales de rencillas internas, los odios y animadversiones típicos en todo corrillo de poetas inmaduros en cualquier época o latitud).
Hemos dicho que los poemas de esta serie que he titulado «sonetos jacobinos» fueron escritos como en trance a raíz de esa primera participación de Heym (en esa ocasión solo como oyente) en la velada inaugural del Cabaret Neopatético. La segunda velada, planificada para el mes siguiente (el miércoles 6 de julio de 1910), contará ya con una primera lectura pública de Georg Heym. En la carta mencionada, dirigida a Erwin Loewenson, Heym le agradece formalmente la invitación:
«Querido señor Loewenson:
Muchas gracias por la invitación, que acepto gustoso, pero con la condición de que no cueste nada. Porque en estos momentos no tengo ni donde caerme muerto, estoy en las últimas. Lléveme [a la velada], por favor, mi tragedia. La semana siguiente pienso tocar con ella a diferentes puertas, a fin de venderla. Por lo demás, brindo a su salud. Suyo, Georg Heym, con y, alias Robespierre sobre el carro de Tespis» (TB, «Cartas», pág. 203).
Leyendo los diarios, llama de inmediato la atención, sin embargo, que las semanas que van del 1 de junio al 6 de julio –es decir, entre la primera participación de Heym en el Cabaret Neopatético como oyente y su lectura pública en la segunda velada–, lejos de revelar la satisfacción del joven poeta por el evidente reconocimiento a su talento que implica la invitación, estén marcadas por angustias de toda índole: filosóficas, teológicas, amorosas, existenciales, literarias. Toda la rabia del joven Heym parece salir a la luz, de forma concentrada, en esos pocos días, lo cual es un indicio claro de la tensión que vive el poeta en esas semanas. Los altibajos sentimentales entre la arrogancia y la melancolía parecen intensificarse. Los nervios están a flor de piel, un simple comentario irónico lo saca de sus casillas. El día 2 de julio, cuatro días antes de su lectura, Heym anota en su diario:
«N.N.[2], el más grande imbécil del siglo, ese payaso engreído, estúpido y presumido (geckenhaft) me ha dicho: «Hoy he escuchado tu primera crítica; cuando leí el programa, dos personas comentaron: “¿Lo conoces? ¿Quién es el tal G. Heym?” “No, no lo conozco, será uno de esos bellos creadores de kitsch”.» A esos dos novillos les demostraré yo el miércoles que puedo escupirles en la cabeza. Pero, ¿cómo se le ocurre a esta sarcástica bestia, a este hipócrita, venirme a mí con ese chisme? No obstante, al decirlo la envidia se le salía por los ojos; fue un puro placer verlo» (TB, págs. 136-138).
Pero lo peor para el ego exacerbado del joven poeta estaba todavía por llegar: la reseña a la velada del 6 de julio, en la que Heym leyó sus poemas en público por primera vez, estuvo llena de comentarios irónicos, pero sobre todo puso al descubierto una jugada algo indigna con la que Heym, entre bambalinas, intentó dar realce a su nombre. Decía un pasaje de esa nota:
«Y luego, el primer poeta (al que tuve que jurarle por lo más sagrado que mencionaría su nombre en esta columna; en fin: se llama Georg Heym, y que quede justificada aquí, de este modo, su postrera fama)» («Neopathetiker», en: Berliner Tageblatt, 7 de julio de 1910).
La reacción airada de Heym no se hace esperar: «El bravo de la prensa me pone por los suelos. Ael [abreviatura del que firma la nota en el Berliner Tageblatt], cochinilla de la literatura. Apenas he podido dormir a causa de la rabia […] Lo que más me irrita es que ese semental del Berliner Tageblatt, ese miserable botocudo que ha salido reptando de las cavernas de su periódico para exponer su estúpida jeta a los cuatro vientos y que éstos se la pulan; que esa cabeza hueca me llame discípulo de George; el que me conoce, sabe lo que opino de ese torpe hierofante, extravagante inventor de la letra minúscula, el laureado ipso iure». TB, 8 de julio de 1910).
El breve comentario irónico del periódico, más que presentarnos a un pobre poeta desamparado y ajeno a las mezquindades del mundo, nos revela a un ansioso y torpe estratega (pero estratega al fin) con una muy clara conciencia del valor de la publicidad para el ascenso de la propia carrera. Y esa publicidad se la proporciona, sobre todo, la prensa de la época. (Se vive un periodo histórico en el que la publicidad, sobre todo en las grandes urbes, empieza a dar las primeras señales de esa agresividad que le conocemos hoy, echando mano de toda suerte de artimañas con tal de acercar sus productos a las masas consumidoras. Y no deja de haber cierta ironía en el hecho de que el poeta estilizado como el gran visionario de los peligros de las monstruosas megaciudades modernas intente aprovecharse –si bien algo burdamente– de uno de sus rasgos más enajenantes.) Unos meses después, el propio Heym nos dice en su diario: «Hago propaganda en mi favor y reparto el Demokrat en el tren de cercanías»; TB, 5 de diciembre de 1910).
Muy significativo resulta también que, a partir de su vínculo cada vez más estrecho con otros poetas y artistas del círculo del Neuer Club, se intensifiquen en los Diarios de Heym las reflexiones en torno a la belleza física o a la estirpe familiar. El 31 de diciembre de 1910, tras unos apuntes sobre su genealogía (en la que destaca la condición de terratenientes de sus antepasados maternos), el poeta se enreda en unas pacatas disquisiciones sobre el genio y la belleza:
«¿Por qué se imagina uno habitualmente a un genio como alguien bajito y, en cierto modo, deforme? Porque, a causa de la envidia, se pretende atribuir al genio –a lo sumo de forma invertida– el propio plus de condición física y el propio minus de intelecto. Belleza y genio resultan demasiado para la envidia inconsciente del filisteo» (TB, 31 de diciembre de 1910, pág. 154).
Y a continuación, entre los apuntes de ese día, aparece uno que revela la relación profundamente conflictiva con quien es, junto a August Stramm y Ernst Blass, uno de los poetas del expresionismo temprano menos estudiados y, desde una perspectiva actual, más genuinamente modernos, Jakob van Hoddis. Veamos de nuevo al pequeño estratega, al imberbe Bonaparte de la literatura, elucubrando la mejor manera de medrar entre sus «amigos» poetas[3]:
«Problema Heym – Van Hoddis. Hoddis es el reservado; Heym, el ruidoso. Dos formas de energía. Dado que el reservado es más fuerte, Hoddis parece el más fuerte. (Eso, meramente como persona; no contemplo aquí los méritos.)
Re vera: Hoddis no porta máscara; Heym está enmascarado: tiene a bien presentarse como un chico natural. Mientras necesite a los demás, tiene que proporcionarles la oportunidad de, al menos en ese sentido –buenas maneras, intelecto (ya que con los méritos no podrían competir)—, mostrarse superiores a él. Eso le basta perfectamente para sus planes: que ellos no se crean en la obligación de envidiarle todo.
Ergo: como fenómeno, Heym es el más fuerte.
El problema Heym – Van Hoddis parece ser una tontería. Porque Hoddis no sabe ni puede absolutamente nada. Cómo se puede estar tan ciego».
Los comentarios despectivos sobre la persona y los méritos de Jakob van Hoddis (nota bene: de origen judío y, según se sospecha, muerto en el campo de concentración de Sobibor) no pueden leerse del modo adecuado –según nuestro parecer– si no se los relaciona con un apunte del 21 de julio de 1910, uno de los más relevantes de los Diarios de Heym, en los que este último, en su impetuosa megalomanía, se atribuye un mérito que, desde una perspectiva contemporánea (y haciendo un repaso a la obra completa de ambos), corresponde mucho más a su colega poeta:
«Creo que mi grandeza reside en que he reconocido que existe poca «consecutividad» (Nacheinander). La mayoría de las cosas están en un mismo nivel. Todo es «yuxtaposición» (Nebeneinander)» (TB, 21 de julio de 1910).
Volveremos sobre este tema en los párrafos dedicados a hablar del poema. Pero, antes, leámoslo:
Dantón
—¿Matarme? ¿Es que la Convención ha enloquecido?
Y esos borregos, ¿lo toleran? –Presa de la ira,
su mano a la reja cubierta de escarcha estira;
golpes se da en la frente, que arde, no ha dormido.
—Si al menos fuese Marat el que hoy a la ciudad
y a mí por el polvo arrastra. Pero, ¿tal regencia,
que a un crimen y a otro crimen por miedo da su anuencia,
ungiendo al pueblo con los lodos de la probidad?
—Y ese petimetre, Robespierre, hombre infecundo
que nada logra, ¿es él el que hoy me ejecuta?
¡Conmigo, tras de mí, quiero arrastrarte a la umbría
de la muerte! –Se pone a llorar, está iracundo–.
¿Hay salvación? –Del fular la seda roja muta
a un negro de llanto. El ojo se le vacía.
»Mich töten? Herrscht der Wahnsinn im Konvent?
Die Schafe dulden es?« Und wütend greift
Ans Gitter seine Hand, das schneebereift.
Er schlägt die Stirn sich, die vom Wachen brennt.
»Wär es noch Marat, der im Staube schleift
Paris und mich. Doch solch ein Regiment,
Das nur aus Angst von Mord zu Morde rennt,
Und das mit Tugendschlamm das Volk beseift.
Der dürre Geckenkopf, der nichts vollbracht,
Er soll mich töten dürfen? Robespierre,
Ich zieh dich hinter mir in Todes Nacht.«
Er weint vor Wut. »Ist keine Rettung mehr?«
Des Halstuchs rote Seide wird ihm sacht
Von Tränen schwarz. Die Augen werden leer.
Del poema y de la traducción
«Dantón» es, en toda la serie de sonetos sobre la Revolución francesa, el poema que revela el tono más dramático y el que denota la influencia más inmediata de la pieza teatral de Georg Büchner (el título de la primera versión del poema era, precisamente, «La muerte de Dantón»). Es también, a nuestro juicio, el soneto menos logrado. Se trata de un largo monólogo en el que la figura histórica expresa su rabiosa protesta cuando se entera que va a ser ejecutado por órdenes de Robespierre.
Mientras que los otros cuatro poemas de la serie (incluido el soneto «Marengo») acentúan lo grotesco y/o lo pictórico –(«Marengo» es una especie de pintura impresionista del escenario bélico antes de la batalla, y acaba con un verso en el que, con un ensalzamiento de lo primaveral («Pradial» es la última palabra del poema) se da énfasis a la victoria venidera–, en «Dantón», por el contrario, el tono es heroico, y el protagonista sirve de transparencia identificatoria para la idea que el autor tiene de sí mismo. En los Diarios, Heym, en un par de ocasiones, se estiliza expresamente como Dantón:
«Porque, para ser feliz, necesito emociones externas violentas. En mis fantasías, cuando estoy despierto, me veo a mí mismo como un Dantón, o como un hombre en la barricada; en realidad, no puedo concebirme sino es portando el gorro jacobino. Ahora espero, por lo menos, que haya una guerra» (TB, 15 de septiembre de 1911, pág. 164).
Significativa resulta también la estilización de la pobreza en este periodo, otro asunto problemático en Heym, que nunca se vio privado de la amorosa y generosa ayuda financiera de su padre (con el que también estiliza un conflicto que, en su imaginación, es mucho más grave de lo que denotan los documentos con los que contamos los lectores de hoy). Sus nuevos amigos son, en su mayoría, de origen judío, hijos de familias muy acomodadas provenientes del sector industrial o comercial. En su relación conflictiva con esos intelectuales y poetas, sale a relucir también su antisemitismo. He aquí otro pasaje de los Diarios en los que aflora una vez más el tono del perdonavidas:
«Mi postura hacia el judaísmo es la siguiente: por un instinto de raza, me muestro, a priori, hostil hacia él. No puedo hacer nada por evitarlo. Pero he conocido a tantos ejemplares simpáticos de la raza semita, y algunos, incluso –aunque muy contados– que pueden llegar a ser cautivadores (Guttmann, Baumgardt, Wolfssohn) [los tres están entre sus promotores más incondicionales] que he sometido a crítica mi juicio por una mera cuestión racional, por lo que no consideraré antipáticos, de antemano, a los semitas que conozca en el futuro» (TB, 14 de noviembre de 1910).
Tanto la pose heroico-iracunda de este poema en concreto, como el uso repetido de la palabra Geck (petimetre, fantoche, barbilindo) en dos ocasiones: Geckenkopf (al referirse a Robespierre en el poema) o geckenhaft (cuando se explaya en insulto contra ese enigmático N. N. que ironiza sobre él), hacen pensar, al leer los poemas a la luz de los Diarios, en un ajuste de cuentas con ese entorno de poetas e intelectuales que tan nervioso lo pone. La brusca apelación directa en segunda persona («¡Conmigo […] quiero arrastrarte a la umbría de la muerte!»; en el original: la noche de la muerte) recuerda casi automáticamente aquel apunte del diario («A esos dos novillos les demostraré yo el miércoles que puedo escupirles en la cabeza»).
Para esta traducción me he decidido por el soneto en alejandrinos. En primer lugar, porque, como bien lo ha expresado un experimentado colega traductor de poesía, «El alejandrino favorece la indignación» (Mario Domínguez Parra). El molde rubendariano me parecía ideal para este soneto, el más narrativo del ciclo, y también el que exhibe el rictus más patético. Es también lo que más se ajustaba, a mi juicio, a una especie de «recaída» en el estilo que caracteriza la, en general, mediocre producción poética de Heym hasta 1910. He incrementado también el número de encabalgamientos, ya que me permiten no solo aumentar el tono dramático-patético, sino también sugerir (en una especie de procedimiento invertido) cierta impericia estilística del original, que algo tiene de cuerpo metido a la fuerza en un ropaje que poco le sienta.
Como hemos visto antes, Heym tenía plena conciencia de lo «fácil» que se le daba la versificación. Los centenares de páginas de poemas y piezas dramáticas rimadas y bien medidas que reúne su obra completa antes del momento en que empieza a frecuentar a otros poetas de su generación, dan fe de esa «facilidad». Con vistas a crearnos una imagen menos ñoña del poeta Georg Heym, nos parece saludable leer este ciclo de sonetos «jacobinos» a la luz de esos nuevos vínculos literarios, gracias a los cuales se produce un cambio brusco en la visión que tiene Heym de la poesía. Su trato con otros poetas le permite vislumbrar (aunque sin muchos visos de autocrítica) la «obsolescencia técnica» de su estilo, al punto de –como hemos señalado– atribuirse méritos (como el de la yuxtaposición de imágenes inconexas) que corresponden más bien a la obra (mucho más visionaria desde el punto de vista estilístico) de un Jakob van Hoddis, por ejemplo.
Versificar con los moldes clásicos no era entonces nada del otro mundo. Las revistas y periódicos de la época estaban repletas de malos poemas perfectamente medidos y rimados. Se publicaban en forma de libro epopeyas enteras en verso. Del mismo modo que toda señorita de la clase media baja o alta aprendía a aporrear el piano, cualquier jovenzuelo de la pequeña burguesía alemana tenía un trato más o menos asiduo con las formas clásicas de la poesía, lo que le permitía a cada cual, según su grado de talento, perpetrar sus propios versos. Hacer un soneto nos parece hoy tarea titánica, pero los jóvenes bachilleres de aquella época (hacia 1910), especialmente los de Humanidades, estaban tan familiarizados con los distintos formatos de la versificación como puede estarlo hoy cualquier estudiante de instituto con los formatos del Twitter, de Blogger o de WordPress (formatos que, dicho sea de paso, están creando una nueva forma del trato con la literatura, tanto en sus variantes más mediocres como en las más notables).
En algunos sentidos, la época que marca el vuelco que se produce en el estilo de Georg Heym es bastante similar a la nuestra en lo que atañe, también, a la producción cultural: la facilidad con que las incipientes estructuras democráticas de una monarquía parlamentaria permitían la creación de grupos de intelectuales con órganos de divulgación propios (algo que se debe al auge de la prensa diaria y al acceso más generalizado a los recursos técnicos que permitían la fundación, publicación y distribución de revistas de mayor o menor tirada), facilita la salida a la luz pública de nuevos modos de ver la literatura, después de décadas de sosera post-romántica y simbolista, con su parnasianismo de tres al cuarto.
Heym está en medio de todo ello, a veces sin saber bien cómo afrontar esas nuevas posibilidades ni como encauzar su talento. Otras veces, se yergue como un esquife iracundo en medio de una tormenta, dispuesto a todo con tal de imponerse. Los Diarios, en lectura alterna con la producción poética de Heym, son una buena manera de desmontar los métodos de una filología y una crítica literaria que nos persiguen, como un cáncer, hasta hoy.
*(Hirschberg (Silesia) 1887 – Berlín 1912). Escritor alemán, representante del llamado «expresionismo temprano». Cursó estudios de Derecho en Würzburg, Berlín y Jena (Alemania), y desde muy joven empieza a escribir poesía y teatro. En 1910, por mediación de Simon Guttmann, se vincula a los integrantes del Neuer Club (Nuevo Club), un círculo literario fundado por Kurt Hiller, Jakob van Hoddis y Erwin Loewenson, en cuyas pocas sesiones participaron otros escritores importantes del periodo, como Else Lasker-Schüler, Gottfried Benn, Max Brod o Karl Kraus. En vida publicó poemas sueltos en varios periódicos y revista y un único libro de poemas: Der ewige Tag (El día eterno, Rowohlt 1911); más tarde, tras su muerte por accidente en 1912 aparecieron otros títulos con compilaciones de su obra poética Umbra vitae (póstumo, 1912) y de su también abundante prosa Der Dieb. Ein Novellenbuch (‘El ladrón. Un libro de relatos cortos, póstumo, 1913).
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[1] El 7 de diciembre de 1910, Heym (el poeta unilateralmente estilizado hasta la saciedad como joven sufriente y atormentado, presentado como un visionario fatalmente destinado a la poesía y, a resultas de ello, casi como un ser moralmente superior) anota en su diario: «La poesía me parece lo más próximo a la tontería, ya que es un precario sucedáneo de la acción y de la vida. Pero en este momento me ofrece la única compensación. Porque, ¿qué voy a hacer, si no tengo un centavo?» (TB, pág. 153).
[2] En la edición de los diarios concebida por Karl Ludwig Schneider como parte de la Obra completa de Heym, se han reemplazado todos los nombres de personas vivas en el momento de la edición (1960) por las siglas N. N. En ese caso estarían Kurt Hiller o el propio Erwin Loewenson, los fundadores del Neuer Club y organizadores de sus veladas, o Wilhelm Simon Guttmann, artífice del movimiento llamado Nueva Escena (Neue Bühne), gracias a cuya mediación Heym debió no solo la acogida entre los miembros del Neuer Club sino también muchas de las publicaciones en la prensa de poemas sueltos. La actitud de Heym hacia todos ellos cambia de forma radical cuando, en noviembre de 1910, el editor Ernst Rowohlt (que ha leído en Der Demokrat un poema suyo) le escribe solicitándole un manuscrito con alguna muestra más amplia de poemas o de obras en prosa. Buena parte de la correspondencia posterior a la primera lectura pública de Georg Heym en el Cabaret Neopatético está plagada ya de conatos de intrigas y de protestas de esos «amigos» por los manejos poco éticos de Heym con el propósito de obtener dinero rápido con sus publicaciones. Pero la actitud desdeñosa (y notoriamente egoísta) de Heym se incrementa de manera visible desde que sabe que será publicado por una de las editoriales más prestigiosas del ámbito de habla alemana en aquella época. Paralelamente, casi puede hablarse de un obsesivo acoso al editor Rowohlt, con cartas casi diarias en las que se pone de manifiesto una mezcla de calculada humildad y enrabietadas exigencias de quien (por momentos y algo apresuradamente) se tiene a sí mismo por un absoluto genio.
[3] Aunque he delimitado esta primera presentación a solo tres poemas (los que retratan directamente a figuras históricas), y si bien la serie que la Filología ha denominado «poemas de la Revolución» incluye habitualmente solo los cuatro sonetos escritos en la segunda mitad de junio de 1910, incluyendo el titulado «Bastilla», yo prefiero ver como parte de este ciclo el poema «Marengo» (escrito precisamente en diciembre de 1910), en el que, tras una brillante descripción de la atmósfera anterior a la batalla, se lleva a cabo, en los últimos versos, una glorificación de la guerra, tan cara a Heym como eventual solución a su tedio y su angustia existencial.