Vallejo & Co. presenta esta serie de textos que forma parte del ensayo que completará la primera publicación en español de los Diarios de Georg Heym*, de próxima publicación.
Por José Aníbal Campos
Crédito de la foto La cabeza decapitada
de Robespierre/el autor
Tres sonetos «jacobinos» de Georg Heym[1]
El 17 de junio de 1910, Georg Heym parece morirse de puro aburrimiento e inicia un nuevo diario. Se ha prometido varias veces no comenzar ninguno, pero ese día vuelve a hacerlo: «[…] sin motivo, como hago la mayoría de las cosas» (TB, pág. 135)
Parece estar atravesando una etapa feliz de su vida, sin grandes sobresaltos, pero también eso le causa desdicha al inconforme jovencito (al que hoy, leyendo unos diarios de los que poco se ha ocupado la exégesis heymeniana, le atribuiríamos, por lo menos, un grave trastorno bipolar):
«Mi desdicha en este momento reside más bien en la absoluta ausencia de acontecimientos vitales. ¿Por qué no se hace de una vez algo insólito, aunque sea cortarle los hilos al vendedor de globos? Me encantaría verlo rabiar y lanzar improperios. ¿Por qué no matar al Káiser o al Zar? Se les deja que sigan haciendo daño tranquilamente. ¿Por qué no se hace una revolución? La avidez de una hazaña es el contenido de esta fase por la que estoy pasando» (TB, pág. 135).
Es en ese contexto donde surgen los poemas que, en el título, he denominado «sonetos jacobinos». Se trata, en total, de cuatro sonetos que Heym escribió casi de un tirón en junio de 1910 y que bien pueden considerarse un excedente de la intensa confrontación del joven poeta, a lo largo del año 1909, con el tema de la Revolución Francesa, cuando, fuertemente impresionado por la lectura de La muerte de Dantón, de su nuevo ídolo Georg Büchner, pretendía escribir un drama en verso sobre ese acontecimiento histórico. Una carta de ese periodo, dirigida a Erwin Loewenson, era firmada por Heym con una auto-estilización reveladora: «Georg Heym, con y, alias Robespierre sobre el carro de Tespis») (TB, pág. 203).
Esta firma de inocente apariencia jocosa contiene varias claves para la interpretación de este primer poema de la serie, y aun para la serie en su totalidad. Resulta, ante todo, ilustrativa del cambio de paradigma que se produce en muy poco tiempo entre un Heym aspirante a dramaturgo serio y otro, el poeta intuitivo, para el que la poesía le resulta «infinitamente fácil, si sólo se tiene la óptica» necesaria (carta a John Wolfsohn, 2 de septiembre de 1910).
Si bien en el boceto de la pieza dramática a Heym le interesaba sobre todo la recreación poética del acontecimiento histórico, en los poemas «jacobinos» renuncia a toda intención heroico-historicista para centrarse, por una parte, en las amargas horas finales de tres de sus individuos protagonistas (Louis Capet, Dantón y Robespierre) y, por la otra, enfocar el objetivo de su aparato «óptico-poético» en escenas que denotan una clara influencia del naturalismo y su fascinación por la medicina y que, al mismo tiempo, contienen ya muchos elementos del lenguaje del cine mudo.
Lo primero que llama la atención es la reducción de la figura histórica, del aguerrido (y temido) revolucionario, casi a ciertas partes de su cuerpo, las cuales parecen tener vida propia y actuar de forma independiente unas de otras.
Tiene lugar no solo una «fisiologización» del actor histórico, sino su «animalización» (el reo emite balidos como una cabra; meckert vor sich hin, dice el original); quien otrora había destacado por su encendida oratoria ha enmudecido, al final el grito que todos aguardan parece congelarse en una mueca deforme, como una evocación del cuadro de Munch (pintado apenas dos décadas antes); el hombre parece despojado de toda su férrea voluntad de antaño, de toda su sensibilidad (cada sacudida del carro lo lanza hacia lo alto, no reacciona a las cosquillas que le hacen en la pierna); su ajusticiamiento cobra todas las trazas de carnavalesco jolgorio popular ante la degradación pública de una especie de bufón (las cadenas tintinean como cascabeles, los niños alzados por sus madres, para que puedan ver, se mofan de la figura transportada en un carromato para ganado); la mencionada alusión epistolar al carro de Tespis nos hace pensar también en una suerte de autorretrato de quien a menudo habla en los diarios de «su máscara» y pasa con alarmante rapidez de la melancolía más profunda, con rasgos casi patológicos, a una fanfarronería eufórica no menos perturbadora y obsesiva.
Aparte de los aspectos estilísticos de una técnica literaria que empieza a descubrir el potencial expresivo de la yuxtaposición –a veces inconexa– de imágenes (el Nebeneinander al que alude el propio Heym en sus diarios), estamos aquí ante algunos aspectos ideológicamente problemáticos que abordaremos en el capítulo dedicado al acentuado proto-fascismo en la obra y la vida de Georg Heym (un autor cuya obra, dicho sea de paso, no fue pasto de llamas en las hogueras de 1933, a diferencia de lo ocurrido con los libros de muchos autores de su generación).
Pero veamos el poema y, a continuación, consideremos algunas de las decisiones que he tomado al traducirlo:
Robespierre
Emite unos balidos. Los ojos, fijos
en la paja del carro. Masca unas blancas
flemas que absorbe y traga por los carrillos.
El pie desnudo le cuelga entre dos trancas.
Se sacude el carro. A lo alto lo lanza.
Las cadenas en sus brazos: sonajero.
Unos críos chillan sus risas en chanza;
los alzan sus madres entre el hervidero.
Las cosquillas en la pierna, ni las nota.
El carro para. Y él ve al alzar los ojos,
negro, un cadalso donde la calle acaba.
La frente, ceniza, de sudor rociada.
Una mueca horrible el rostro le deforma.
Se espera un grito. Mas no se escucha nada.
(6ta. versión, abril de 2017)
Er meckert vor sich hin. Die Augen starren
ins Wagenstroh. Der Mund kaut weißen Schleim.
Er zieht ihn schluckend durch die Backen ein.
Sein Fuß hängt nackt heraus durch zwei der Sparren.
Bei jedem Wagenstoß fliegt er nach oben.
Der Arme Ketten rasseln dann wie Schellen.
Man hört der Kinder frohes Lachen gellen,
Die ihre Mütter aus der Menge hoben.
Man kitzelt ihn am Bein, er merkt es nicht.
Da hält der Wagen. Er sieht auf und schaut
Am Straßenende schwarz das Hochgericht.
Die aschengraue Stirn wird schweißbetaut.
Der Mund verzerrt sich furchtbar im Gesicht.
Man harrt des Schreis. Doch hört man keinen Laut.
Sobre esta traducción
Una de las tendencias (a mi juicio funestas) que han caracterizado las escasísimas traducciones al español de poemas de los integrantes del llamado «expresionismo temprano» ha sido la de intentar reproducir los moldes formales a los que se ajustaron mayoritariamente esos poetas, jóvenes atiborrados ya de los contenidos nuevos que les proporcionaba la sociedad y el sentir modernos, pero cautivos aún en los corsés estilísticos del post-romanticismo y el simbolismo.
El intento por adaptar la violencia argumental del expresionismo a los moldes del soneto en español ha arrojado, en muchos casos, resultados algo ridículos: como si un Góngora (o peor aún: un García Lorca) «andalucificara» sus visiones de las industrializadas Berlín o Viena en las dos primeras décadas del siglo XX.
Esto no quiere decir que la estrategia de traducción opuesta (abordar los poemas con énfasis en los contenidos, olvidando casi del todo la forma) haya proporcionado siempre resultados sustancialmente mejores. Precisamente el caso concreto de Georg Heym –una figura estilizada como «visionaria» o como «mártir» casi desde el momento mismo de su muerte (una muerte ciertamente lamentable, pero causada por un acto de total imprudencia adolescente[2], y, más tarde, en la década de 1950, reciclada muy interesadamente por los estudios de Filología Germánica como material aprovechable de un poeta que no estaba contaminado, gracias a su muerte prematura, ni con el militarismo prusiano de la Primera Guerra Mundial ni con el nazismo de la Segunda– ha sido blanco del entusiasmo de toda suerte de letra-heridos y de aficionados, en su tiempo libre, a la cultura germánica.
La versión del poema «Robespierre» que ofrezco a continuación no pretende (ni podría pretender) ser una versión definitiva (calificativo que aborrezco y que, a mi juicio, equivale a una sentencia de muerte cuando se habla, en general, de gran literatura y, en particular, de un género tan específicamente difícil como el de la poesía del Frühexpressionismus, al que también podríamos llamar «expresionismo naturalista».
Dos cosas tenía bastante claras cuando inicié la labor hace ya años: no quería arriesgarme a banalizar los poemas, intentando a toda costa respetar los moldes formales estrictos del soneto; sin embargo, tampoco deseaba renunciar del todo a esa mezcla de musicalidad consonante y asonante que con suma frecuencia se materializa sonoramente en los originales de estos poemas (como fragmentos de música dodecafónica).
Es por ello que, dentro del molde de catorce versos dodecasílabos, he estado ensayando aquí un procedimiento aleatorio en el que recurro tanto a rimas asonantes como consonantes, buscando a veces compensar la imperfección de la rima con aliteraciones cruzadas (como la que se establece anagramáticamente entre lanza y alzan en el segundo cuarteto, o como la que se crea en el último verso del primer terceto (cadalso-calle-acaba).
He probado a incrementar, asimismo, el número de frases partidas en oraciones autónomas dentro de un mismo verso, con lo cual espero reforzar la ilusión óptica (tan cara a Heym) de breves encuadres, lo que tan bien corresponde a la técnica quasi cinematográfica de muchos poemas del periodo. He probado a usar también algunos elementos sintácticos coloquiales (Las cosquillas en la pierna, ni las nota) o palabras poéticamente feas (trancas, sonajero) a fin de reforzar el aspecto cómico-grotesco tan importante en los poemas de este ciclo.
La versión que presento aquí viene siendo la sexta realizada hasta el momento. Otras variables de traducción serán objeto de análisis en un ensayo más extenso sobre el tema, pero dirigido más bien a traductores profesionales.
Solo cabe esperar que estas breves muestras de la poesía expresionista estimulen una revisión profunda de las visiones distorsionadas (y distorsionadoras), miméticas y, a veces, suspirante-aficionadas con las que se ha tratado hasta ahora este periodo literario en el mundo de habla española. Georg Heym tiene una gran importancia en la historia de la literatura universal (no sólo en las letras germánicas), pero su enorme significación no reside precisamente (o al menos no únicamente) en lo que unos púberes estudios literarios han destacado de su obra, en ocasiones con el fin de satisfacer ciertos intereses extraliterarios concretos; en otras, por mero remedo acrítico, casi plagiario, de lo que se lee al vuelo en antologías o ensayos alemanes, y en muchas ocasiones, por la facilidad y la impudicia con la que la ignorancia más flagrante sabe colarse (y a veces incluso afianzarse) en los mecanismos de divulgación de la cultura en nuestro ámbito.
Escrito en el café Zartl,
Viena, abril de 2017.
*(Monciervo-Polonia, 1887 – Berlín-Alemania, 1912). Escritor expresionista alemán. Estudió Derecho en Wurzburg (Alemania), comenzando a escribir poesía y teatro. En 1910 conoció al poeta Simon Guttmann, quien lo invitó a Heym a unirse a Der Neue Club (‘El club nuevo’), un círculo literario fundado por Kurt Hiller, Jakob van Hoddis y Erwin Loewenson al que acudían otros escritores como Else Lasker-Schüler, Gottfried Benn y Karl Kraus. A lo largo de su vida se desempeñó en diversos trabajos judiciales en Alemania, en ninguno de los cuales duró mucho tiempo por su carácter rebelde ante la autoridad. Publicó en poesía Der Gott der Stadt (‘El Dios, el Estado’, póstumo, 1910), Der ewige Tag (‘El día eterno’, 1911), Umbra vitae (póstumo, 1912) y Marathon (póstumo, 1914) y en prosa Der Dieb. Ein Novellenbuch (‘El ladrón. Una novela’, póstumo, 1913).
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[1] El único elemento histórico real al que alude Heym en el poema es la herida de bala en la cara de Robespierre, debida al intento de suicidio del revolucionario poco antes de ser ejecutado en la guillotina: Der Mund kaut weissen Schleim / Er zieht ihn schluckend durch die Backen ein. En traducción más o menos literal: «La boca mastica una flema blanca que traga absorbiendo por los carrillos». Todo el poema sitúa al condenado solo en un carro, pero las ilustraciones de la época muestran que a Robespierre no se le ofreció ningún trato especial ese día, y fue trasladado al patíbulo con otros reos. En esos documentos gráficos, se le muestra con la cara vendada.
[2] Heym murió ahogado entre los hielos del río Havel, mientras patinaba con su amigo Ernst Balcke cerca de la isla de Schwanenwerder, el 16 de enero de 1912. Ese mismo día, la edición matutina del Berliner Tageblatt daba a conocer un aviso de la Jefatura de la Policía de Berlín en la que se prohibía a los eventuales patinadores que se apartaran de las zonas demarcadas por la policía fluvial de la capital. Según los testimonios de unos obreros forestales que presenciaron de lejos la tragedia, los accidentados se encontraban fuera de esas zonas destinadas a la práctica del patinaje.