Por Juan Cristóbal Mac Lean E.*
Crédito de la foto www.lacentral.com
Trazo y existencia en Clarice Lispector**
I
Hacia 1975, a Clarice Lispector se le dio por pintar. Sin tener mayor idea de hacerlo. Pero se esmeraba, confesaba sentirse a gusto con ello. Quedaron 26 cuadros, sobre todo óleos y mixtos. Abstractos, grutas, manchones, garabatos de quien, inmediatamente, percibimos como alguien que está “ásperamente viva”. Los cuadros tienen un aspecto más o menos rudimentario, inacabado y tentativo. Cualquiera que busque sus pinturas en Internet, las encontrará. ¿Le hubiera gustado a ella que éstas queden así, tan universalmente expuestas? La pregunta se plantea, sobre todo, al considerar justamente ese su aspecto no logrado, conseguido entre el azar y el embadurnamiento concentrado. ¿Pero acaso no había ella misma afirmado querer, antes que lo ya hecho, más bien lo que, tortuosamente, aún se está haciendo? Y esa sensación dejan sus cuadros, como su escritura: la de seguir haciéndose, a veces tortuosamente, bajo nuestros ojos.
Si pudo decir que escribía ‘al correr de las palabras’ (Agua viva 48) muy bien puede también afirmarse que pintaba al correr de líneas y colores. Sin embargo, tal vez ya había preparado el terreno en La pasión según GH de 1964, donde habla de una “meditación visual”. Meditar, puntualiza más tarde, no es pensar, que es más bien el peligro que acecha a la meditación, la cual habría de cumplirse, consecuentemente, sin palabras, detrás del pensamiento, como lo establece esa mujer, supuestamente una pintora, que habla en Agua viva: “Atrás del pensamiento no hay palabras: se-es. Mi pintura no tiene palabras: queda atrás del pensamiento”. ¿Qué es este atrás del pensamiento, dónde está? Tampoco debemos creer, entregándonos a la facilidad, que se trataría simplemente de lo abstracto, de pinturas abstractas. Ella misma repele ese peligro: “Tanto en pintura como en música y literatura, muchas veces lo que llaman abstracto me parece solo lo figurativo de una realidad más delicada y difícil, menos visible al ojo desnudo.” Ese atrás, pues, no consiste en la abstracción; es más bien y como veremos, el atrás del afuera, del desierto o la caverna.
A la hora de la pintura, en efecto, pronto llama la atención la relación de Lispector con las cavernas, con las grutas. Y no sólo quiso pintarlas, sino que ella misma se considera un “bicho de cavernas”, una habitante de las grutas. Y es así que uno de sus enmarañados cuadros se llama Gruta y su comentario, en Agua viva, ya tiene algo escalofriante:
“Quiero poner en palabras pero sin descripción la existencia de la gruta que pinté hace algún tiempo, y no sé cómo. Sólo repitiendo su dulce horror, caverna del horror, caverna del terror y de las maravillas, lugar de las almas en pena, invierno e infierno, sustrato imprevisible del mal que está dentro de una tierra que no es fértil. Llamo a la gruta por su nombre y ella pasa a vivir con su miasma. Tengo miedo entonces de mí, que sé pintar el horror, yo, bicho de cavernas resonantes que soy, y me ahogo porque soy palabra y también su eco.”
¿Y por qué la gruta, querer pintarla o entrar en ella? Los poderes ctónicos de una caverna, de una gruta, son ampliamente reconocidos en cualquier paisaje en que se hallen. Gran boca o vagina de la tierra, desde el arte paleolítico a las vírgenes rodeadas de velas y de flores, la gruta o la caverna abren un espacio directamente conectado con los secretos de la tierra y las oscuridades de un inframundo del que brota todo. En él se abandona la vida diurna y normal para entrar al “horror arcaico”, donde las imposiciones del sentido, y aún del lenguaje, dejan de valer. Hay toda una “liturgia de las criptas”, como la llama Bachelard y observa que en ellas puede encontrarse el “onirismo del huevo, todo el onirismo del sueño tranquilo de las crisálidas”[1].
Otra cosa notable de las grutas, en todo el mundo, aparte de las pinturas y dibujos de animales, aparte de los garabatos, es que, recurrentemente, se encuentra en ellas pinturas de manos. Inevitablemente, uno se pregunta ¿y por qué, quienes las dejaron, irían hasta el fondo de la caverna, allá donde es más oscura, a grabar la huella de la propia mano? Pascal Quignard es quien más se acerca a una respuesta:
“Los prehistoriadores llaman mano positiva al vestigio de una mano pintada adosada al muro y luego retirada, dejando tras sí ese vestigio pintado. Acostumbran a llamar mano negativa la huella vacía que deja tras sí la aplicada mano desnuda del hombre después de haber soplado pintura sobre sus dedos mientras que se fija a la pared de la gruta, para entrar en contacto con la fuerza invisible y nocturna que se disimule en ella. Las manos entraban en la pared. Lo que vemos en ellas, decenas de miles de años más tarde, no son signos sino vestigios de acciones. Es la mano misma, que una vez recubierta del color sangriento que la fundía a la pared, penetraba en el otro mundo. (“Vie Secrète” Gallimard, p. 352.).
Quizá hay que ver los ensayos pictóricos de Lispector más como esas manos que penetran en el otro mundo (o, como veremos, salen de él), como otra meditación visual que se cumple en los bajos fondos de la tierra o del espíritu. Y que no se dude de dónde se está: “Heme ahí, yo y la gruta, en el tiempo que nos pudrirá”, exclama la pintora de Agua viva. También en La Pasión según G.H. ya se habían sentido esos vértigos en que la imaginación material se hace espeleológica. Es después de atravesar un “corredor oscuro” que GH se dirige al cuarto en que habrá de desatarse su pasión[2]. Poco antes ya nos había contado que llegó a verse, en una fotografía, como el “fragmento jeroglífico de un imperio muerto o vivo”.
En su camino todavía alcanza a mirar el patio interior del edificio, donde se presiente ya la profundidad de la caverna: “era de una riqueza inanimada que me recordaba a la naturaleza: también allí se podía ir a buscar uranio y de allí podría brotar petróleo.” Por algo dice Bachelard que “En la entrada de la gruta trabaja la imaginación de voces profundas, la imaginación de voces subterráneas. Todas las grutas hablan”.
Cuando entra al cuarto, muy pronto siente “las primeras señales del derrumbe de cavernas calcáreas subterráneas, cayendo bajo el peso de placas arqueológicas estratificadas”. Y es desde lugares así, desde tales derrumbes, que se va escribiendo ese vertiginoso, encubierto tratado de teología que es La pasión según G.H.
Pero La pasión se escribió en 1964, años antes de que a su autora se le diese por ponerse a pintar, o de hacer que su personaje, en Agua viva, sea una pintora. Se encuentra hacia el principio de La pasión, sin embargo, la poderosa presencia de un dibujo. Ésta ocupa, justamente, el lugar de las pinturas rupestres en las cavernas: no en vano más allá se refiere al “dibujo mudo de la caverna”. Se trata, también, del pórtico que precede al descenso hacia el mundo prehumano y neutro, el “infierno” que con tanta insistencia se menciona luego. Para entonces ya está adentro, ella misma “como un dibujo desde hace trescientos mil años en una caverna.”
El “mural” que encontró, es simplemente el de un hombre, una mujer y un perro: “las siluetas de una desnudez vacía”. En ese “mural oculto” descubierto en su propia casa, “El trazo era grosero, hecho con la punta quebrada del carboncillo. En algunos trozos la línea se duplicaba como si un trazo fuese el temblor de otro. Un temblor seco de carboncillo seco.”
Otra cosa que GH remarca en el dibujo, del que hemos señalado su estatuto rupestre, es que “las figuras de hombre y de mujer mantenían expuestas y abiertas las palmas de las manos”. Y, si poco antes vimos que las manos prehistóricas grabadas en las cavernas respondían a una voluntad de penetrar en el “otro mundo”, aquí esas manos, más bien, parecieran brotar de él, ya que las figuras “emergían como si hubiesen sido un destilamiento gradual del interior de la pared, salidas lentamente del fondo hasta haber marcado de sudor la superficie de cal áspera”. Quizá podemos decir, adelantándonos, que esas figuras emergen empujadas por el surtidor de lo neutro que alienta en el fondo.
Y si ella ya se había visto a sí misma como un jeroglífico, es también capaz de incorporarse al cuarto como un dibujo “de hace trescientos mil años en una caverna”, es decir como otra pintura rupestre, sintiéndose “a sí misma grabada en la pared”. Pero ocurre casi inmediatamente que ella se da cuenta, ya también, de que “El dibujo no era un adorno: era una escritura.”
II
La ambivalencia entre el dibujo y la escritura, entre el signo y el garabato, la pintura y la palabra no le es desconocida a la pintora de Agua viva: “¿Lo que he pintado en esa tela es susceptible de ser fraseado?”. Tengamos en cuenta, inmediatamente, que ha dicho fraseado y no escrito. Aunque lo fraseado, si se quiere, pueda ser tanto escrito o garabateado como dicho, si no tarareado. Pero inmediatamente se nos asegura que algo es susceptible de ser fraseado “Tanto como la palabra muda pueda estar implícita en el sonido musical…” con lo que se reúnen garabato, canción y palabra muda. Así, de escribirse o transcribirse lo fraseado, imaginamos que no lo sería en ninguna escritura conocida. Lo fraseado, además, antes que, en el lenguaje claro y distinto, hace pensar en el balbuceo y el canturreo del infans, cuando vive la aparición del lenguaje. Lo que sepa, dice en Agua viva, “sólo lo sé pintando o pronunciando sílabas sin sentido”. Como lo que se escribe o transcribe o marca en forma de garabato. Y el garabato es tan primitivo respecto a la escritura como lo son los bichos de la gruta respecto a los grandes animales, que también llegarían más tarde a las cavernas en manadas ―con la pintura rupestre.
En cuanto a esos bichos intersticiales, propios de las grutas: ya una vez dijo estar preparada para soportar, en el cuarto, “cobras, escorpiones, tarántulas y miríadas de mosquitos”. La pintora de Agua viva también enumera: “insectos, sapos, piojos, pulgas, chinches…” El gran encontronazo de La pasión es con una cucaracha. ¿Por qué esos seres ínfimos, por qué la gruta, por qué las sílabas sin sentido, la voz muda, el idioma sonámbulo?
Es que, junto con el descenso a los infiernos, a lo demoníaco, explícita y repetidamente mencionados, de lo que se trata, sobre todo, es de un retorno o una acepción a y de lo pre-humano elemental, en una encarnizada lucha por desprenderse del “lado humano” como una crisálida lo hace de su envoltorio. Lo que está en juego en tales movimientos que se despojan de esa humanidad y sus lastres, de forma profundamente involutiva, no es poco: “Mi carencia procedía de que había perdido el lado inhumano; se me expulsó del paraíso cuando me volví humana. Y la verdadera plegaria es el mudo oratorio inhumano.” En ese viaje o descenso a los infiernos, al fondo de lo oscuro y oracular, a lo más primigenio, lo anterior, no debe sorprender, entonces, que esa lejanía original se concentre en una cucaracha. Ésta es “tan vieja como un pez fósil. (…) tan vieja como las salamandras, las quimeras, los grifos y los leviatanes. Era tan antigua como una leyenda.” A la hora de encontrarla, G.H. “había llegado a la profunda grieta en la pared que era aquella habitación, y la brecha formaba como un amplio salón natural en una caverna.”
La cucaracha, a su vez, algún momento está “erguida en el aire, como una cariátide.” Hay una tectónica secreta e íntima, espeleológica, que la socava, de manera que en el consiguiente “derrumbamiento difícil se abrían dentro de mí vías duras y estrechas.” Semejante derrumbe, semejante tarea de despojamiento, va dejando y abandonando a su paso todo cuanto se interpone en ese difícil descenso hacia el fondo. Se va echando fuera, así, todo lo que lastra, se van dejando toda interioridad, esperanza, sentido, belleza, individualidad o incluso (“lo que pensaba que era”) el amor, hasta entregarse a “vivir la vida en vez de vivir la propia vida”, y acercarse a un vivir no recortado por las dimensiones personales, que imponen su sentido y sus sabores en desmedro de la inexpresiva vibración que reverbera en todo y es la del oratorio o atonalidad en que anida lo neutro.
Lo neutro en Lispector, que puede tomar la forma de “amor neutro en ondas hertzianas” o manifestarse como “la enérgica indiferencia de Dios”, es también el “it” de Agua viva, y en definitiva se trata de la desnuda cosa en sí, actualidad abrasadora y bañada por “la luz natural de lo que existe”, lo fenoménico en estado puro, en la plenitud del solo ser, no aplastado por la “pata demasiado humana” del sentido y que la propia humanidad rescinde a punta de moldes, máscaras y convenciones: “Para escapar de lo neutro, había abandonado hacía mucho tiempo el ser por la persona, por la máscara humana. Al humanizarme, me había librado del desierto.”
Para adquirir un yo, una individualidad, una “vida propia” o aún hasta para ganar la propia humanidad, se había abandonado la vida larga e impersonal, se había dejado el desierto, lugar de máxima exposición de lo manifiesto y donde, como las zarzas, arde “el fuego de las cosas”. Pero el proceso de la pasión consiste justa e inversamente, en deshacerse ahora de cuanto empañaba el inhumano resplandor de lo neutro, en un movimiento que también se cumple como un retorno al paraíso, que es anterior a todo por excelencia. El camino ha sido largo y lo hemos ido escuchando: “renuncio a tener un significado”, “tenía que abandonar también la belleza”, dejar el amor…
Y algún momento, de vuelta en el desierto, a la hora de “rezar a las arenas”, a la hora del “golpe de gracia” se escucha un “murmullo neutro”, el mismo con el que sonaría la “plegaria verdadera”, de podérsela llevar a cabo. Pero ésta, en su modalidad de neutra, tendría que ser nueva, fuera de todo sentido, palabra, humanidad: “Lo que es Dios estaba más en el barullo neutro de las hojas al viento que en mi antigua plegaria humana.”
III
Ya sabemos, a estas alturas, que leyendo a Lispector uno se encuentra frecuentemente con zonas de indeterminación, vibratorias y donde lo expresable acude a recursos últimos, sabidurías intuitivas, alejadas de cualquier claridad expositiva. En La pasión según GH a esto, llevado al extremo, ya vimos que se le llama lo neutro, o es también el “it” de Agua viva y que tiene “la textura con que están hechas las cosas”, alumbradas a “la luz natural de lo que existe”. Esto también puede encontrarse en otros lugares, a veces en lo tal-cual que reluce en el poema, en una simple hoja o en la evidencia a la que señala el dedo del maestro zen.
Lo ordinario, que es a lo que hay que despertar, para G.H, puede incluso confundirse con lo divino.
Sin embargo, bajo la presión de lo neutro, pueden producirse también esas pequeñas iluminaciones alejadas de eso divino ―por lo menos aparentemente. Y para no alejarnos de los bichos recordemos, por poner un caso, este poema del viajero Bashô:
Nada más que pulgas y piojos,
y en mi almohada
se mea además un caballo.
Lo que se dice, o lo que se canta, en todo caso, es simplemente lo-que-hay. De haber una ética, ésta sería la de la constatación. También Rilke lo dice tajantemente. En una carta a Clara Westhoff de 1907, escrita bajo el estado de maravillamiento en que cayó ante la gran exposición retrospectiva de Cezanne, que tuvo lugar esos días en París, y señalando la novedad del pintor frente a pinturas anteriores, Rilke aclara lo siguiente: “Se pintaba: yo amo esto, en lugar de pintar: aquí está.” En esa pequeña frase también ya se vislumbra, resumida en lo esencial, la pasión de despojamiento de G.H. en su precipitación hacia lo más desnudo. Rilke continúa y puntualiza todavía ese camino, diciendo que Cézanne “supo reprimir su amor hacia cada manzana y ponerlo a salvo para siempre en las manzanas pintadas.”
O en los términos que habíamos venido siguiendo: el amor, dejado primero en tanto que aditamento humano, personal y con qué atenuar lo real, es luego salvado donde lo neutro sopla y el mismo amor se torna infernal, de una alegría continua.
En todo caso, desde las relativamente pequeñas telas de Cézanne corrió mucha pintura bajo los puentes, y es seguramente a la pintura abstracta a la que más pudo acercarse Lispector. Eso es, por lo menos, cuanto deja pensar el epígrafe con que se abre Agua viva, libro que se supone escrito/hablado por una pintora:
“Debería existir una pintura totalmente libre de la dependencia de la figura ―el objeto― que, como la música, no ilustra nada, no cuenta una historia y no lanza un mito. Esa pintura se contenta con evocar los reinos incomunicables del espíritu, donde el sueño se convierte en pensamiento, donde el trazo se convierte en existencia.”
La cita es de Michel Seuphor, un curioso pintor y escritor belga, que en 1964 publicó en Inglaterra un libraco de lujo, con muchas ilustraciones en color. Abstract Painting. Con un subtítulo sumamente ambicioso: 50 Years of Acomplishments from Kandinsky to Pollock. (hay versión en PDF). Es el libro del que Clarice sacó el epígrafe, más exactamente de las páginas 157 (que va con un garabato de Hans Hartung y tiene, justo al frente, en la página 156, un párrafo sobre el ―inexistente― arte abstracto en… Brasil) a la 158. Seguramente, además, que ella misma (más de una vez trabajó traduciendo del inglés, como lo cuenta Benjamin Mosser) tradujo el párrafo, adaptando a su antojo la última frase. Si en el original el párrafo se cierra diciendo “where analogy becomes relationship and rhythm” (donde la analogía se convierte en relación y ritmo) en la versión del epígrafe se lee, en cambio: “donde el trazo se convierte en existencia.” Trazo y existencia entonces: esas palabras las puso Clarice. Son de su propia cosecha[3].
Nos enteramos de esto, hay que confesarlo, con un pequeño sobresalto. Es como si pescáramos una operación secreta, hecha inadvertidamente, sin que nadie lo sepa.
Las palabras, trazo y existencia, perlas de una traducción infiel, cierran el párrafo con maestría, lo elevan seca y majestuosamente allá donde caía, más bien, en puntualizaciones lentas. Implacablemente y con semejantes vocablos, la traductora asegura la crudeza de lo tal-cual. La analogía original, es decir la metáfora, es reemplazada por el puro trazo (el garabato, el “aquí está”) que, despojado de referencias representativas se entrega, ahora, a la existencia. Esto puede significar tanto que el mismo trazo se pone a existir (pintura que pinta la pintura) o que, como un don, es dado, donado a la existencia, sin decir nada, como un gesto puro y sin origen, de modo que la existencia, a su vez, adquiriera esa lumbre gratuita ―de puro trazo, de garabato libre. Una existencia, además estamos autorizados a pensarlo, signada por la relación y el ritmo, es decir la síntesis desbordada y la repetición encantatoria.
Pero ya anotado ese desliz o escondida, subversiva estrategia en una invisible traducción, volvamos a nuestros asuntos. Las 131 ilustraciones del libro de Seuphor (extraordinariamente bien elegidas, hay que destacarlo), sumadas al texto, entonces ya ofrecen, a cualquiera que les preste toda la atención merecida, una completa educación de la mirada ―en relación con el “arte abstracto” en sus años de gloria. Podemos decir pues que, por lo menos a través de ese libro, Lispector estaba perfectamente enterada de lo fundamental de la pintura de su tiempo. Me gusta pensar, encima, que seguramente ella volvería a su ejemplar una vez y otra, que éste acabaría todo gastado, desvencijado. De todas formas, y esto es conmovedor, podemos ver los mismos cuadros, o las reproducciones, que ella entonces seguro conocería, repetidamente miraría a sus horas…
A partir de ahí, ya es incluso posible ponerse a pensar sobre la influencia y el influjo que la pintura tuvo en la escritura y la existencia de Lispector. Y tanto tuvo que haberla seducido, perturbado o encantado el mundo de dicha pintura, que hacía 1975 ella misma se echó a pintar.
IV
En unas palabras publicadas por su amiga Olga Borelli, comenta cómo se puso a pintar “Sin ser una pintora en absoluto, y sin aprender ninguna técnica. (…) Es relajante y, al mismo tiempo, excitante jugar con los colores y las formas sin comprometerse con nada. Es lo más puro que hago». ¿A qué se referiría con que la pintura podría ser “lo más puro” que hacía? La pintora de Agua viva dice: “Antes que nada, pinto pintura.” Pintar la pintura es, precisamente, una de las grandes intenciones del llamado arte abstracto, donde lo real es confrontado nada más que a punta de puras líneas, puntos, y colores, de manera que huye de cualquier imposición de sentido, si no del sentido mismo. Es en el lenguaje, en efecto, donde el sentido cobra verdaderamente sentido y se enseñorea, se explicita o puede aún interrogarse sobre sí mismo. En la pintura en cambio, en su silencio y la pureza de su relación con lo visible y la mirada, las palabras no tienen por qué actuar ni decir nada. La pintura, llegado el caso, puede hasta ser perfectamente in-significante. Pero en la escritura suelen venir palabras muy densas, cargadas de abismos y sentidos, en la misma medida en que hablar sería “precipitar un sentido”. Leyendo a Lispector, siempre se las está escuchando: pasión, infierno, neutro, humano… Clarice ya se había quejado antes de la dureza de la escritura, de su incapacidad de traerle ninguna paz y que a veces la hacía abominar de ella. Tanto que pudo llegar a preguntarse: “¿Quién sabe escribo por no saber pintar?”
En la pintura no hay más compromiso que con la propia pintura y de tal forma se acerca también al juego. Pero es un juego investido de ritual y en el que ella, según le pareció, fue capaz de expresarse “incluso mágicamente”[4]. ¿Pero qué correlación hay entre la magia y la pintura? Tanto a Artaud como a Kafka también les parecía, aunque el último lo dijese con humor, que con sus garabatos y sus cuadros entraban en el terreno de la magia.
Todos los espacios rituales llenos de señales y colores, las pinturas de las máscaras, los signos y las claves en tejidos y pinturas, siempre han parecido, efectiva e intuitivamente, próximos a la magia. Trazar signos de convocación o protección, de maldición, de delimitación; traducciones visibles de lo invisible, mandalas, dioses retratados, tatuajes y cuerpos pintados, marcas…
Pero independiente de las relaciones que una pintura pudiese tener con la magia, tarde o temprano se la confronta con la estética, tal como al poema con una poética. La sola palabra estética, sin embargo, quizá no se aviene muy bien con las obras de Clarice Lispector, ya se trate de sus cuadros o de sus escritos. En La pasión, de hecho, el personaje se desprende de la belleza, que es considerada como un cebo, un adorno e incluso tiene que ver con una moral (que también se abandona) y hasta se llega a decir que la belleza es de una “supeficialidad medrosa”.
Mas ahora tengo una moral que prescinde de la belleza. Tendré que decir con nostalgia adiós a la belleza. La belleza era un cebo suave para mí, era el modo como yo, débil y respetuosa, adornaba la cosa para poder soportar el núcleo.
Al atenerse decididamente y sin remisión al nucleo, a lo neutro, a lo real tal-cual o incluso al “aquí está” rilkeano, se descubre que “El mundo no tiene vocación de belleza, y esto antes me habría sorprendido: en el mundo no existe ningún plano estético, ni siquiera el plano estético de la bondad. La cosa es mucho más que esto. El Dios es más grande que la bondad con su belleza.”
En este duro alegato subterráneo contra la belleza, ésta aparece como un aditamento superfluo, casi como un disfraz evasivo con el que soportar la crudeza indiferente del mundo y de las cosas. Es con el mismo temple que se aboga por lo insípido y se elogia una “papa sin sal”. Pero una vez abandonada la “parte humana” y bajo el “golpe de gracia” que es la pasión, la belleza ya no sirve: “Belleza que me es ahora remota y que no quiero ya —ya no puedo querer la belleza—, quizá nunca la he querido verdaderamente, pero ¡era bueno! Me acuerdo cuán bueno era el juego de la belleza, la belleza era una transmutación continua.”
En las últimas palabras, en el reproche a la liviandad de la “transmutación continua” también hay, paradójicamente y debemos reconocerlo, un inevitable fondo de puritanismo, de ascética sobriedad. Y por cosas como ese juego y esa “transmutación continua”, no lo olvidemos, Platón expulsó a los poetas.
En cuanto a la posición y la práctica de la pintura ante un planteamiento de semejantes proporciones, reticentes en relación con la belleza, si bien podemos reconocer que éste se cumple en el plano discursivo, y que dista totalmente de cualquier aspecto programático, de hecho, que también está presente en la desenfadada y libre manera con que se ensayan los cuadros que Lispector pintó desde 1975. Su autora, tengámoslo en cuenta y como antes hemos visto, conocía cuanto hay que conocer del “arte contemporáneo” (aparte de estar, como señalan los datos biográficos, muy vinculada con pintores y medios pictóricos). Y la irrupción del arte abstracto en la pintura significó, ya de por sí, una gran rajadura, enorme, en el averiado techo de la belleza. ¿Y qué quedó en el descampado que se produjo entonces? Recordemos ese chispazo e interrogación de Roger Munier: “¿Qué es aquello que habla en lo árido, en todos los lugares sin belleza cuando habla?” (en Soledad, UNAM 2012)
Pese a todo, las cosas son más complejas, pues algún otro momento también se reconoce el amor a una “belleza recóndita” aunque se lo hace con el mismo movimiento en que se blande lo opuesto a ella:
Lo que se llama bello paisaje no me causa sino cansancio. Lo que me gusta son los paisajes de tierra tostada y seca, con árboles contorsionados y montañas hechas de roca y con una luz alba y suspendida. Allí, sí, está la belleza recóndita. Sé que tampoco gustas del arte. Nací dura, heroica, solitaria y en pie. Y encontré mi contrapunto en el paisaje sin pintoresquismo y sin belleza. La fealdad es mi estandarte de guerra. Yo amo lo feo con un amor de igual a igual.
La belleza, pues, está donde no se la espera ni donde se la busca. Pero tal vez ella sea la que nos espera, si supiéramos tener ojos―y no sólo ojos. Y finalmente, ¿qué pasa con nosotros, los lectores, ante ese estandarte de guerra de la fealdad? Si bien todo está dado para que comprendamos esa guerra, siempre se atraviesan otras facetas o frentes. Así sabemos, sin dudarlo, que la experiencia-de-leer (por ejemplo, o sobre todo) ese escrito que viene en forma de libro y se llama La pasión según GH, es una de las cosas más hermosas que le hayan pasado a uno, como un gran viento difícil que se entrara, o esas raras tormentas que coexisten con los arcoíris que provocan, o esas aguas disonantes y minerales que brotan al fondo de las grutas.
Bibliografía
Clarice Lispector: A paixao segundo GH, Nova Fronteira 1978.
———————: Agua viva, Sudamericana 1976.
Michel Seuphor: Abstract art, London 1964.
Gastón Bachelard: La terre et les rêveries du repos. José Corti 1982.
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[1] Ver el capítulo La grotte en La terre et les rêveries du repos. José Corti 1982 ―disponible en PDF. Gracias a Bachelard es que también se llega a conocer el hermoso libro l’Essai sur les Grottes dans les Cultes magico-religieux et dans la Symbolique primitive, de P. Saintyves ―también disponible en PDF. Analizando el “antro cósmico de las iniciaciones”, el autor hace un exhaustivo recorrido, por todo el mundo, desde una primera gruta de Homero hasta las del catolicismo. En el libro de Bachelard, uno se entera de cosas como esta: “Norbert Casteret dice que la Sibila de Cumes «interpretaba en sus textos los ruidos originados en algún arroyo o viento subterráneo» y que sus predicciones, que componían nueve volúmenes, fueron conservadas y consultadas durante siete siglos, desde Tarquinio el Soberbio hasta el sitio de la ciudad por Alarico”. No era poco, entonces, el valor de verdad que se atribuía a lo revelado por las grutas.
[2] La pasión según GH puede resumirse rápidamente así: una mujer, en Río de Janeiro, decide ir a limpiar la habitación vacante que dejó una anterior empleada. Al entrar al cuarto, se desconcierta al encontrarlo ya todo limpio y arreglado. En un ropero, ve una cucaracha. Algún momento, empuja la puerta del ropero y la cucaracha queda atrapada, semireventada. G.H. ―como rezan sus iniciales en unas valijas― llega incluso a llevarse a la boca el líquido que sale de la cucaracha. Son unas 170 páginas según la edición, y de 33 capítulos cortos no numerados, que se suceden con su propio suspenso escalofriante, siguiendo ese cascarón anecdótico cual en una “novela”. Las últimas páginas o capítulos contienen muchas veces las palabras gracia, infierno, alegría, neutro, sentido, deshumanización, Dios… Las últimas palabras del libro son: Entonces adoro ―
[3] No sé si esta aparente nimiedad fue señalada en otra parte. No lo hace Benjamin Mosser en su minuciosa biografía /Why this world/ ni tampoco Carlos Mendes de Souza en su prólogo al librito Pinturas ―de Lispector (Ed. Rocco 1984.)
[4] Pinté un cuadro que un amigo me aconsejó no mirar ya que dolería. Estuve de acuerdo, ya que en este cuadro, que titulé Miedo pude expresar, incluso mágicamente, todo el miedo pánico de estar en el mundo 15 mayo 1975.
*(Cochabamba-Bolivia, 1958). Poeta, ensayista, pintor y traductor. Reside en Cochabamba. Asistió por su cuenta a muchas clases y seminarios en Londres y sobre todo París, en el marco de una formación tangencialmente filosófica. Fue director de los suplementos literarios de los periódicos “La Razón” y “La Prensa”, ambos de La Paz. Se desempeña como traductor del inglés y francés. Ha publicado en poesía “Paran los clamores” (1997), “Por el ojo de una espina” (2005), “Tras el cristal” (2012) y “Cerro” (2018), que se fueron alternando con los de prosas/ensayos “Transectos” (2000), “Fe de errancias” (2009), “Cuaderno” (2014) y “La mano que mira” (2018). Está en proceso de edición el libro “El garabato y la gracia”, que contiene poemas, prosas ensayísticas y dibujos.