Vallejo & Co. reproduce esta nota, publicada originalmente por su autor en la web Oculta (www.oculta.es).
Por Diego Álvarez Miguel*
Crédito de la foto Facebook del autor
Tras el boom de los nuevos poetas,
llega la poesía
Hace unas semanas, un reconocido y consagrado poeta español se hacía eco en su Facebook de que, por primera vez, en la lista de libros de poesía más vendidos de la semana no había ningún poeta. Raperos, youtubers, cantautores, twiteros que sin reparos anuncian en su perfil «Respeto que no te guste lo que escribo pero no digas que escribo poesía. Son mis cosas, nada más», artistas de Internet que se han ido granjeando un público —que se cuenta por decenas de miles— a base, no de poemas, eso viene después, sino de frases de autoayuda, canciones de amor, reflexiones románticas, videos tiernos con melodías tristes, etc., artistas a los que ahora llamamos poetas porque han publicado un libro etiquetado como poesía, aunque ellos mismos afirmen en público —esto pasó en un debate (en el que no se debatía nada) sobre «la nueva poesía»— que «yo no sé lo que es el ritmo, yo no busco nada de eso, yo escribo mis cosas y a la gente le gusta», poetas que declaran —en ese mismo debate— que antes de ellos «la poesía rimaba y era muy compleja y nosotros hemos inventado un lenguaje nuevo donde podemos decir puta y palabras malsonantes que antes no se podían decir y que llegan mucho más a la gente», poetas que ante las críticas se defienden con un argumento infalible —esgrimido también en el dichoso debate—, «hay muchas envidias porque nosotros vendemos miles de ejemplares y ellos no venden casi nada» o «a Quevedo también le criticaban, y mira» —todo esto es verídico, aunque parezca que no—, poetas que copan las portadas de los suplementos de cultura, y también sus páginas, y también sus webs, pero a los que no les tiembla la voz si tienen que definir la poesía como «es eso que te hace sentir», poetas de los que, en un periódico local, se decían cosas como que bebían de la Alt Lit americana, de Bolaño y de Pynchon, como si no fuera suficiente con escucharles hablar o con coger uno de sus libros entre las manos y abrirlo a la mitad para comprobar que de Bolaño no han leído ni el nombre de pila, y de Pynchon no han buscado ni su foto. Poetas, en fin, nuevos poetas floreciendo por todos lados.
Sin embargo, no son ellos —aunque parezca lo contrario— lo que me preocupa. Lo que de verdad me importa valorar es lo que ocurre alrededor de todo este fenómeno. Por ejemplo, ¿en qué posición les deja esto al resto de poetas jóvenes? Y, sobre todo, ¿en qué posición deja a aquellos que practicaban una línea clara, que utilizaban con sencillez (no con simpleza) el lenguaje, que se apoyaban en esa temática cercana (no frívola) para construir sus poemas y que vendían cien o doscientos (no cuarenta mil ni cincuenta mil) ejemplares? ¿Pueden criticarlo sin caer en lo patético? ¿Deben callar? ¿Deben ignorarlo? ¿Qué pueden hacer unas cuantas palabras contra unos números tan grandes? Se les deja, sin duda, en una posición muy incómoda.
Hay que anotar una cosa importante en torno al por qué de las desorbitadas ventas, y es que muchas veces se cae en el error de creer que han sido sus poemas y sus libros, gracias a sus características, los que se han ido creando ese público y extendiéndose entre la gente como pólvora, cuando lo que ocurre es lo contrario, ha sido ese público —ya creado, por otros medios— el que se ha encontrado de bruces con esos libros y los ha consumido como un objeto de merchandising más. Quiero decir, primero estaban los cincuenta mil seguidores en Twitter y después apareció el libro.
En ese orden, nunca —o casi nunca, siempre hay excepciones como en todas las casas— al revés. De ahí que algunas editoriales se dediquen casi exclusivamente a buscar por las redes sociales a gente con muchos seguidores que esté dispuesta a escribir un libro, de lo que sea, no importa, y que nos encontremos constantemente en las librerías con libros etiquetados como poesía llenos de palabras que no forman en ningún caso un solo poema. Pero claro: ¿qué es poesía? En esta incógnita se refugian los interesados para argumentar que poesía puede ser cualquier cosa. De hecho, me atrevería a decir que si pintar fuese tan fácil, barato y ambiguo como juntar letras en el Word, estaríamos hablando de una nueva generación tremenda de pintores.
No obstante, mi intención era escribir sobre lo que pasa con los otros poetas, los raros, los que tienen menos seguidores en Twitter que un huevo, los despreciados por los medios y las ventas, a todos estos ¿qué opción les queda? Voy a decir que, como mínimo, rechazar por completo esa estética, huir de ese discurso y, un poco más allá, renunciar por completo a todo lo que pueda relacionarse con una línea clara.
Sí, ejerzo de adivino, saco la bola de cristal —esta que siempre falla—, y me aventuro a decir que la línea clara en la poesía española ha pasado a mejor vida, se acabó la sentimentalidad, se acabó la experiencia, se acabó, c’est fini. No me llames, amor, porque no hay taxis. Este fenómeno generado por las redes sociales ha terminado por arruinar esta poética, la ha denigrado hasta el máximo, han roto el enigma de la poesía clara reduciéndola al absurdo, la han viciado y vaciado, la han manoseado hasta el silencio, han convertido lo que antes podía ser un lugar excepcional en un absurdo lugar común, la han arruinado de la forma más frívola y pueril. Han abusado de la experiencia más trivial, la han plagado de motivos e imágenes repetitivos, de ripios, asonancias como lluvia de chatarra, y han estrechado y explotado la temática hasta tal punto que todas las voces parecen la misma. Probablemente porque todas sean la misma.
¿Es esto malo? Para mi gusto es todo lo contrario: creo que es maravilloso. Gracias a este fenómeno, la poesía se enfrenta a una especie de peste. Los poetas jóvenes se ven obligados a huir de esa estética, perseguir nuevas formas, desarrollarse en otros caminos alternativos, independizarse, improvisar, romper con su generación anterior, escapar, renovarse, y eso precisamente es lo que están haciendo. Es una situación fecunda, y se nota, se nota en que cada vez aparecen más poetas diferentes, con discursos nuevos, con estilos novedosos que tratan de explorar nuevos espacios. Poetas originales, valientes y valiosos, por mucho que algunos se empeñen en ignorarlos. Y es que «la institución» está muy cómoda, siempre está muy cómoda.
Los poetas de la experiencia —recuerdo la lista de Benjamín Prado en Librotea— están encantados, pues estos poetas superventas no dejan de ser sus hijos, sus hijos pequeños, esos que reproducen los gestos de sus padres con la inocencia de un bebé de gugu-tata. Por eso están contentos, porque creen que su estirpe está segura y seguirán conservando su trono en el palacio de la poesía española, porque no saben que ya hace tiempo que llegó su hora, que están muertos, que su poesía está muerta, que la línea clara está muerta, que los textos que defienden no valen nada, son de polvo, el humo de una orquesta de feria, que lo que llaman la nueva poesía es un pollo transgénico que corre sin cabeza y que está muerto, muerto y rebozado, que la sentimentalidad está muerta, y que los que están vivos son los otros, los poetas jóvenes que no salen en las listas, los que no salen en YouTube, los otros, los ocultos, los pacientes, los rechazados, esos, solo esos están vivos, y deberían temerles, mucho, porque se les acercan por la espalda y van armados hasta los dientes.