Vallejo & Co. presenta una nota sobre Lucidos bordes de abismo. Memoria personal de los Panero (2014), de Luis Antonio de Villena (2014).
Por Martín Rodríguez-Gaona
Crédito de la foto (izq.) Luis Antonio de Villena
www.ieturolenses.org /
(der.) Ed. Fundación José Manuel Lara
Todos los caballos sin jinetes
En Lucidos bordes de abismo, Luis Antonio de Villena establece un pertinaz recuento sobre una amistad de décadas con los miembros de una familia emblemática de la cultura española del siglo pasado, los Panero, quizá la única cuyo protagonismo se mantiene a lo largo de las dos mitades del mismo. La evocación, sentida y descarnada, se realiza desde un aparente desorden, que imita la espontaneidad con la que se produjeron los acontecimientos (distintos y fugaces protagonistas, retratados mediante someras pinceladas), lo cual no impide el puntual y preciso análisis literario y vital. Destaca también la memoria inducida, mediada, en este caso por el cine (dos célebres películas) y la literatura (las memorias conversadas tanto de Felicidad Blanc como de Juan Luis Panero). En todo el libro palpita el paradójico afán de capturar la vida en su conjunto: fragmentariamente, pero siempre a través de la energía de la palabra. Villena asume lo ficticio como un elemento inherente al relato, así el narrador aparece esporádicamente como protagonista, sin esconder sus particulares filiaciones y obsesiones: la noche, el mundo gay y la vida literaria.
De este modo, el sentido de esta memoria personal rechaza la objetividad y es también más que una mera introspección nostálgica: el poeta se presenta como testigo, acompañante y exégeta (a pesar de la ocasional dureza). En un primer momento, esa injerencia subjetiva puede resultar sorprendente por sostenida y anecdótica, al no desarrollar la obra una estructura cronológica ni partir claramente de una tesis. Mas pronto se verá que aquello responde a una estrategia y un planteamiento narrativo particularmente sutil y logrado (las páginas de Lucidos bordes de abismo, por el vigor de su prosa, se suceden con una agilidad que poco tiene que envidiarle al cine). Y esta comparación no parece en modo alguno gratuita: al comentarse la personalidad de los Panero partiendo del mito que de ellos hizo el celuloide (la obra empieza en la premier de El Desencanto, de Jaime Chávarri, en 1976), Villena establece soterradamente un contrapunto entre los lenguajes propios del cine y la literatura. Cientos de miles de personas han visto el espectáculo de una familia notable y disfuncional (tanto en la película mencionada como en su secuela, Después de tantos años de Ricardo Franco en 1994), pero pocos han logrado encontrar un sentido a esas vidas indisociablemente unidas por la sangre, el resentimiento y el escándalo. A lo largo de muchas de las páginas de esta memoria, en el contraste entre la dolorosa vida de los hermanos y la relación con su madre, pareciera sostenerse que no hay justificación al sufrimiento salvo la que proporciona el absurdo mismo inherente a toda existencia.
Así, con agudeza, Villena remarca el nacimiento del mito de los Panero con la bendición y la condena de la celebridad adquirida desde aquel instante (la cual excedía largamente los canales literarios habituales). Mas esa película supuso también una oportuna y deliberada inmolación pública y colectiva, en la que la primera víctima fue Leopoldo Panero, el padre, ofrecido en un sacrificio masivo y ritual por el cual le tocaba encarnar todos los excesos y los defectos de la masculinidad hegemónica bajo el franquismo. No obstante, cumplido tal propósito, la destrucción continuó su implacable labor con los restantes miembros de la familia: Juan Luis, Leopoldo María y Michi, bajo la confusa o impotente mirada de Felicidad, la madre dolorosa (paradójicamente, quien resistiría más fue Leopoldo María, el emblema de la transgresión y el malditismo). La culpa individual y un ajuste de cuentas social se unieron así a través de la representación de una expiación católica -pese al anticlericalismo de sus protagonistas-, para el deleite y el morbo de una ciudadanía que accedía a las libertades democráticas. En efecto, más allá de las sutilezas de la poesía, el amor disfuncional de esta familia constituía un espectáculo fascinante y morboso para una sociedad timorata, en general carente del valor y la honestidad autodestructiva de Los Panero. El sistema supo ver en ellos una rentabilidad comercial que, en una actitud que les honra, ninguno de ellos propició o aceptó (la relación con los fans, tanto literarios como musicales que despertó Leopoldo María, está muy bien definida en el libro, en unas pinceladas no exentas de mordaz ironía).
En todo el libro Villena insiste en las particulares tragedias y misterios de los protagonistas, que guardaban poca o nula relación entre sí, contrastando distintas fuentes a partir de su posición privilegiada de amigo y de escritor. Así, acompaña a Leopoldo María y a Juan Luis en distintos escenarios, tanto literarios como íntimos (desde aventuras eróticas y pintorescas hasta encuentros con personalidades como Octavio Paz o Juan Gil-Albert), destacando particularmente el análisis de los pocos poemas que se incluyen, tanto del padre como de los dos hijos, brillantemente empleados para sustentar y articular su aproximación. Este es un punto importante de la obra, pues los comentarios de Villena no sólo poseen el didactismo de la crítica literaria, sino que ilustran la sensibilidad y la disposición mental desde las cuales se escribe poesía. Es decir, una perspectiva que los escritores establecen pero que escasamente hacen pública por su extrema subjetividad.
Entonces, Lucidos bordes de abismo no escatima apuntes de una sexualidad fuera de la norma, ni de la perniciosa presencia de la droga y el alcohol en la vida de los protagonistas, pero los vincula siempre con lo fundamental: la práctica de un oficio de dudoso alcance social como la poesía, el cual, paradójicamente, era para ellos la continuidad y la ruptura con un linaje. Así la honesta y total dedicación a la palabra no resta a la sombra del privilegio que tiñe la producción de los dos hermanos y que probablemente esté también en la renuncia a la escritura del tercero. Escepticismo, autodestrucción y amargura son el legado de un conocimiento y un talento cuestionados por quienes, siendo individuos singulares y pese a sus esfuerzos, no podían ni sabían renunciar a una estirpe.
De este modo, todos, como personajes de Shakespeare, asumen su respectivo papel en la tragedia. Juan Luis, cercano y esquivo, tierno y malhumorado, ingenuo y pretencioso, el más cercano a la figura y el lenguaje del padre (el que reclama y obtiene, tardíamente, honores literarios). Leopoldo María, el que niega los valores racionalistas burgueses y abraza la autodestrucción hasta convertirse en un monstruo para escarnio y fascinación de la platea. En el fondo, según Villena, alguien condenado por la enfermedad mental desde la niñez. Michi, el más lejano para él, gestor del mito al buscar que la historia familiar quede registrada en imágenes, escindido entre una vocación que no acepta y una ambivalencia frente al reconocimiento, y quien da el golpe definitivo y quiebra con la literatura como lenguaje. Y la omnipresente pero velada Felicidad, la viuda romántica perdida entre dos mundos, ilusionada por amores imposibles (como Luis Cernuda), símbolo de la fascinación de la belleza y la elegancia trágicas, la madre de la melancolía y la aberración.
En este apasionante relato, la ligereza de la anécdota en amistad, el apunte literario, el comentario a las celebérrimas películas, todo va convirtiéndose en piezas de un rompecabezas que sorpresiva e inflexiblemente el autor logra recomponer en las muy sopesadas y vibrantes páginas finales del libro. El análisis de Villena logra, a la vez, matizar y expandir el drama de los Panero hasta convertirlo en un indicio de la crisis de la institución familiar en su conjunto: un cuestionamiento cada vez más cotidiano y radical en el siglo XXI. Villena nos hace ver que los Panero fueron mártires y pioneros de la radicalidad de esa deconstrucción.