Vallejo & Co. presenta un interesante rescate de Eliana Fry para la sección Papeles viejos. Se trata de una crónica que publicó el reconocido poeta Juan Ramírez Ruiz sobre la artista plástica peruana Tilsa Tsuchiya (1928-1984) y que fuera publicada, originalmente, en la revista Mundial, en 1975. Próximamente publicaremos otras dos crónicas del mismo autor.
Por Juan Ramírez Ruiz*
Curadoría por Eliana Fry García-Pacheco
Crédito de la foto rev. Mundial
Tilsa Tsuchiya: dejó todo por la pintura
Hay casas que contradicen a sus habitantes. La casa de Tilsa es una de ellas. Habitaciones funcionales y simétricas, difieren de su taller inundado de imágenes y símbolos que nos introducen de lleno a su mundo. La luz del mediodía ingresa por una gran ventana. Ilumina el taller. En él, Tilsa se mueve con una gran destreza, entre tableros, pequeñas mesas llenas de lápices, crayolas, chisguetes de pintura. En las paredes, cuadros de sus amigos aguardan una mirada y en el caballete aún está su último trabajo concluido (el perfil del interior de la cabeza).
Entre los objetos, haciendo comentarios graciosos sobre la situación del taller, nos señala un asiento.
De Tilsa se afirma que es una mujer muy hermética y que difícilmente habla de su trabajo. Se lo hacemos saber. “Es falso todo eso”, dice rápidamente. “Yo tengo muchos amigos, me traen flores, me llaman por teléfono, yo creo en la amistad. Lo que pasa es que yo no tengo casa”, dice mientras enciende un cigarrillo. “Siempre estoy en casa de alguna de mis hermanas. No he echado ninguna raíz pero ahora sí voy a echar una, aunque sea chiquita, así”, señala sonriendo y haciendo un gesto con el índice y el pulgar.
Tilsa Tsuchiya nació en Supe el 24 de septiembre de 1936. Desde muy niña vino a Lima. Estudió pintura en la Escuela de Bellas Artes donde tuvo como profesores a Quíspez Asín, Ricardo Grau y Manuel Zapata. Es casada y tiene un hijo.
La primera vez que expuso fue en un cafetín del Rímac, en 1959. Expuso dos cuadros que le gustaron mucho a Sebastián Salazar Bondy. Al otro día él le dedicó un artículo en El Comercio. “Estaba bastante impresionado con mis cuadros”, dice Tilsa. Después vino su exposición en el IAC, el mismo año 59. Ese año terminó sus estudios. Con ella estudiaron Corrales, Milner Cajahuaringa, Chávez y muchos otros más.
“Me decidí a pintar porque me rebelaba contra la justicia”, afirma de pronto la pintora. Yo le pido que nos cuente su trayectoria desde el principio. Y comienza: “Un día me llevaron al Montón. ¿Tú conoces el Montón? Allí vi una pobreza que me conmovió mucho. Entonces pensé de inmediato: debo decir algo. Es por eso que en mis primeras pinturas soy muy agresiva. Nunca me ha interesado la pintura por la pintura ni la pintura pura. La pintura debe decir lo que uno va descubriendo. La pintura es un medio para descubrir. Yo la uso para eso”, acota con énfasis en cada una de sus palabras, pero sin ninguna gesticulación. “En la sierra está la raíz de esa verdad –prosigue–, hay que viajar a la sierra. Allá se conserva lo más puro de nuestro espíritu porque sigue existiendo la unión del hombre con la naturaleza. Los españoles de la conquista, hombres ignorantes, nunca iban a entender el espíritu esotérico nuestro”, agrega. Y de pronto timbra el teléfono, Tilsa se aleja disculpándose.
Desde donde estamos se escucha su voz: “Sí, esta noche… no… bueno…” y dos minutos después vuelve diciendo: “Yo creo que un artista por naturaleza es un revolucionario y si no es un revolucionario no es un artista”. ¿Aun con una pintura como la tuya que, según los críticos, es onírica?, interrumpo. “¿Pintura onírica?”, pregunta a su vez la pintora sobresaltada. “Yo no lo considero así. Para mí, mi pintura es bien real. Es lo más realista que hay, los sueños son reales. Mi pintura es un canto a mi condición de mujer y también un canto a la masculinidad. Me parece que mi pintura es importante porque he dejado todo por realizarla. Me fui a Europa para prepararme. Mis viajes han sido de investigación y estudio. He investigado el arte buscando descubrir nuestras raíces y captar el alma del arte pre colombino”, agrega con vehemencia, se queda en silencio, enciende un cigarro y sorpresivamente prosigue: “A mí no me gusta el halago, yo no soy vanidosa, pero me parece que cuando se conoce una cosa que es verdadera no se puede ir por otro lado”, concluye.
En Francia ganó un cuento
Y luego hablamos de sus viajes por España, Italia, Alemania, Suecia, etc., de la vez que expuso en Francia representando a Perú en una exposición mundial donde ganó el evento cuyo premio consistió en la adquisición del cuadro por la ciudad de París. Nos cuenta de su deslumbramiento cuando conoció la poesía de Dante. Ya hablamos de la experiencia, de si el arte sirve para algo, hasta que llegamos al tema de la Revolución y los artistas. Tilsa se queda en silencio, nos pide que le demos tiempo para pensar y luego dice lentamente: “Oye, mira… el artista es muy idealista. Su sensibilidad trabaja para el amor: amor hacia todo lo que es bello y justo. Y cuando no es así reacciona revolucionariamente. Yo me identifico con los movimientos revolucionarios. Yo estuve en Cuba con otros pintores. Desde entonces admiro al Che. Es un gran hombre. En Cuba se protege bastante al Arte. El artista es ayudado. Allá el pintor pinta y nada más. Aquí todavía vivimos azuzados por falta de plata”. ¿Tienes mayores dificultades así que en Europa para realizar tu obra?, indagamos. “No… mira, tal vez –responde de inmediato y sigue–… te lo voy a contar; cuando fui al Cuzco por primera vez subí al Huaynapicchu y eso fue todo un descubrimiento, una revelación. Vi en las piedras y en todo lo que había allí lo que los hombres nuestros pueden hacer. Descubrí realmente al Perú. Después cuando fui a Europa, delante de Notre Dame, sentí lo mismo. No sé si me entiendes. ¿Y sabes por qué? Porque el cielo es viejo. Y el mar. Y las piedras también. Si nos diéramos cuenta de esto podríamos alcanzar una comunicación más amplia. Por eso a mí me gusta caminar por los parques: ahí descubrí mi cuadro “Tristán e Isolda”.
Y nos señala con un pincel los bocetos de su impresionante cuadro. Obra que nos parece una culminación, una síntesis de toda su trayectoria. Le decimos ese pensamiento y Tilsa asiste, contándonos el inmenso trabajo que ha precisado la obra. “Es una despedida de todo lo que he sido hasta ahora –dice. Ahora he dado un paso hacia otra existencia. Toda la vida me he quitado los demonios. Pero al último me cansé y me los tragué. Por eso “Tristán e Isolda” me ha salido demoníaco”.
Y es verdad; el inmenso cuadro muestra una pareja por encima de ciudades y montañas, sobre una alfombra de oro suspendida en el espacio la pareja mirándose fijamente se une a través de sus propias lenguas desmesuradas. Lenguas que se trenzan en el espacio, tan estrechamente que exigen y suplican no ser desenlazadas.
A veces tengo dudas
“Pinto todos los días por la mañana. Me importa mucho la luz del día. De noche dibujo, hago bocetos”, informa. Y nos invita a dar un paseo por los alrededores de su casa. Por el camino yo le explico nuestra idea: la necesidad de que pintores, músicos, poetas se muestren en todas sus facetas humanas, que artistas, obreros, estudiantes, profesionales de toda índole frecuentemos las mismas calles, parques y cines, que no hay dioses ni semidioses… “hay hombres y mujeres inmersos en un destino común”, completa la pintora y sigue: “para responderme si puedo dar algo a todos estoy sacrificando mi hogar. A veces tengo dudas porque he deshecho todo por la pintura. Ni siquiera sé si soy buena esposa. Pero sí sé que soy una buena madre. A mí me gusta ser mujer: hacer labores caseras, tejer, lavar, cocinar… aunque nunca pienso cuando debo viajar. La última vez salí de mi casa en París, cogí mi mochila y le dije chao a mi esposo, ‘ya vengo’… y me vine a Perú”.