“Tactísonos”: los archipiélagos poéticos de Lola Nieto

 

Por Rubén Martín*

Crédito de la foto www.revista.poemame.com

 

 

“Tactísonos”: los archipiélagos poéticos de Lola Nieto

 

«Rehearsals for Extinct Anatomies», Hermanos Quay

 

Según su desarrollo geológico, un archipiélago puede clasificarse como continental u oceánico. En el primer caso, las islas que lo integran son territorios desgajados de la masa principal de un continente mediante lentos movimientos tectónicos. Las Islas Británicas o las Baleares serían un ejemplo. En el segundo, las islas no proceden de una misma placa tectónica sino que son generadas por erupciones volcánicas submarinas. La lava se acumula, enfría y solidifica en la superficie del océano, transformándose en roca y finalmente, tras alcanzar un tamaño considerable, comienza a albergar organismos vivos, convirtiéndose en hábitats de exuberante diversidad biológica. Archipiélagos como Micronesia o las Islas Galápagos no remiten a un continente: no es posible rastrear un origen, un centro.

La obra poética de Lola Nieto*, fundamentalmente compuesta hasta el momento por tres libros —Alambres, Tuscumbia y Vozánica— podría considerarse un archipiélago de este tipo. A diferencia de los poetas continentales, que parten de una tradición originaria de la cual se alejan más o menos, siendo rastreable su singularidad evolutiva hasta llegar al territorio original del que se desligaron, su poesía oceánica remite a orígenes múltiples, no solo literarios sino cinematográficos, musicales y plásticos, influencias a las que la autora otorga una importancia no inferior a la de sus referentes dentro del género estrictamente poético[1].

Si bien este eclecticismo y esta desconfianza de la tradición puede considerarse un rasgo común a los creadores de su generación, la escritura de Nieto se aleja de casi todos sus coetáneos por un concienzudo trabajo formal donde el dominio del ritmo y las posibilidades visuales de la puesta en página alcanzan un progresivo nivel de complejidad, análoga a la de su indagación en las cuestiones que vertebran su trabajo: simplificando en exceso, los límites de la identidad, del lenguaje y del pensamiento racional.

En este breve recorrido trataremos de aproximarnos a esta insularidad, sin ánimo de trazar una cartografía exhaustiva sino de invitar a un viaje necesariamente inconcluso, fragmentado.

 

«Tropical Malady», Apitchatpong Weerasethakul

 

La opera prima de Lola Nieto, Alambres (2014), se cierra con la enigmática dedicatoria “a su siamés”, que reaparecería en todos sus posteriores libros hasta el momento. Y en gran medida se trata de un libro siamés, cuya estructura está dividida en dos partes opuestas a nivel formal pero gemelas en su contenido, ya que remiten sutilmente a un mismo relato o vivencia.

En su artículo “Siamesas”[2], publicado en la revista digital Kokoro en octubre de 2012, la poeta ya mostró su interés por las obras que presentan una “estructura díptica”, según sus palabras: creaciones donde la yuxtaposición de dos partes aparentemente independientes sugiere “una teoría del lenguaje como metáfora o cadena de resonancias, remisiones y trazos”. Nieto reflexiona sobre los fenómenos de desdoblamiento en el poemario Matar a Platón (2004) de Chantal Maillard y los filmes Syndromes and a Century (2006) y Tropical Malady (2004) de Apitchatpong Weerasethakul, entre otros. Por ejemplo, esta última película del director tailandés está dividida en dos partes. La primera es una concatenación de escenas cotidianas que esbozan los prolegómenos de una historia de amor; la segunda rompe por completo el tono costumbrista y adquiere una dimensión fantástica, que formalmente se caracteriza por el mutismo (no hay diálogo hablado sino intertítulos) y la exuberancia sensorial. Entre el relato realista, urbano, y el relato legendario ambientado en la jungla hay sutiles hilos de conexión que el espectador puede rastrear, no sin serias dificultades, ya que hay una operación de borrado de las huellas, las concomitancias.

 

 

Algo muy parecido sucede en Alambres, donde la primera parte (titulada “Guion”) nos introduce en un lenguaje poético entrecortado, balbuciente, que vulnera la sintaxis y la morfología para aproximarnos a un mundo sensorial que el lector identifica con lo infantil, plagado de diminutivos, neologismos —alhambruna, niñomedusa, tactísonos, pendulárea—, metábasis y signos paralingüísticos. Fenómenos todos ellos que no son ajenos a la poesía lírica, pero que al acumularse remiten a las fases más primitivas del aprendizaje de la lengua materna, en las que el idioma se amolda sin reglas estables a la necesidad expresiva: los sustantivos pueden usarse como verbos o los adverbios como adjetivos, y no hay límite para la creatividad léxica. Un monólogo interior, del que solo captamos arañazos de percepción, esquirlas fugaces de imaginería, como la presencia reiterada de alguien o algo a quien la hablante llama perséfone, y que parece habitar en un cajón:

oblicua y persiana

aclimatando ombligojo

a la torcedura del cajón

 

perséfone saliva a tierra

minucia que a borbotones

 

Utilizando otra analogía cinematográfica, esta serie aparentemente desarticulada de versos —en los que la primera persona, la expresión verbal del ‘yo’, está por completo erradicada— nos acerca a ese territorio que Stan Brakhage describió en su ensayo Metaphors of Vision:

«Un ojo despreocupado de la lógica compositiva, un ojo que no responde al nombre de cada cosa, sino que debe conocer cada nuevo objeto encontrado durante su existencia a través de una aventura de la percepción. ¿Cuántos colores hay en la hierba de un prado para el bebé que gatea sin saber qué es ‘el verde’? (…) Imagina un mundo vivo con objetos incomprensibles y que refulge con una variedad infinita de movimientos e innumerables graduaciones de color. Imagina un mundo antes de ‘en el principio era el Verbo’».

 

El empleo de los signos no verbales adquiere una consistencia táctil, como respuesta a esa impotencia de lo simbólico para registrar la riqueza inmediata del mundo prelingüístico:

toca

piensa toca es pensar antes

de que no hablaras es no

pensar

sino tactísonos

 

I

I

I

I

      toca dice /extiende/

I

aunque                  I

I

I

 

Pero en la segunda parte de Alambres (titulada también “Guión”) el registro cambia por completo. Nos encontramos una serie de textos en prosa, semejantes a anotaciones de diario, que permiten seguir una narración en primera persona cuya protagonista decide dejar de hablar y comienza a relacionarse con el mundo de un modo díscolo, aberrante, en respuesta al dolor causado por la muerte de una perra. Entre la descripción de recuerdos y escenas cotidianas súbitamente trastornadas por la violencia que la narradora ejerce sobre su cuerpo y su psique, a veces registradas con un desapego emocional que puede recordar a la Agota Kristof de El gran cuaderno, somos testigos de cómo la joven toma la decisión de renunciar al lenguaje verbal y recluirse en las sensaciones físicas más primigenias: “Mi órgano pensante es el intestino. Intestinal es mi contacto con el mundo”; “Si yo hubiera creado al ser humano le habría puesto el cerebro y el alma en la yema de sus dedos”; “Espero convertirme en árbol o morir”.

Al igual que sucede en Tropical Malady, la yuxtaposición de ambas secciones (una prosaica, otra poética; una donde el sentido se diluye en un flujo de conciencia, otra en forma de anotación diegética aunque no por ello menos trasgresora de la lógica común; una en primera persona, otra concienzudamente despojada del pronombre ‘yo’) hace surgir más preguntas que respuestas. Las dos partes parecen esbozar un mismo relato, una misma experiencia insular —alguien que se encierra en sí misma tras un evento traumático— pero ¿cuál es el istmo que une ambas islas, ambos sistemas de expresión? ¿Existiría un relato originario que el lector pudiera reconstruir, uniendo las piezas de estos dos artefactos poéticos, o se trata precisamente de una trampa, una burla que revela lo artificioso e irrelevante de nuestros procesos cognitivos habituales? ¿Por qué tendemos a considerar uno de los dos textos como más comprensible, si la vivencia que describe desafía también el estrecho ámbito de lo racional?  Los dos escritos muestran huellas que pueden rastrearse y que remiten a su contrario (o su siamés). Pero no hay una senda definida; solamente rastros dispersos, determinadas palabras y conceptos que reaparecen de manera oblicua y fugitiva, ya que la experiencia del contraste entre las dos formas de lenguaje, y por ende de lógica, impone una poderosa distancia que resulta imposible de obviar.

 

«The Box», Takashi Miike

 

La estructura díptica se retoma en Tuscumbia (2016), el segundo libro de Lola Nieto. En esta ocasión el título de las dos secciones no es idéntico, sino casi: “Las cajas” y “La caja”. La poeta redobla la apuesta de Alambres, al componer una serie de textos que no solo desafían las clasificaciones genéricas, sino que imponen su propia lógica, intransferible de un escrito a otro.

“Las cajas” son once poemas narrativos donde la autora, como señala certeramente Raúl Quinto,

«hibrida sin remilgos los géneros literarios y hace indistinguible el poema del relato, y, sobre todo, reclama la función expresiva de la página impresa y la tipografía, el valor significativo de los significantes, en lo que podríamos catalogar como una escritura pictórica»[3].

 

Este lenguaje líquido, que parece desenvolverse en un estadio intermedio entre la oralidad y la visualidad, fluctuando entre ambos polos del espectro, se despliega en unas narraciones donde la hibridez y la inestabilidad física y psicológica cobran un peso fundamental. Así, dentro de estas ‘cajas’ nos encontramos a dos gemelas idénticas, encarnaciones de una misma psique escindida en dos cuerpos (‘Ellas’), una pintora a través de cuyos cuadros se expresan seres desaparecidos y caóticas cosmogonías (‘El anzuelo’), una persona que solo ha vivido entre animales, sin ningún contacto humano (‘Los perros’), una niña ciega abandonada en un granero y también criada salvaje (‘Arcoíris’) y una mujer cuyo temblor le hace percibir todo lo real como violentamente inestable (‘La escalera y la realidad’), entre otros casos de percepciones anómalas, alienadas o autistas. La escritura de cada poema-relato y su despliegue tipográfico se amoldan a las experiencias descritas: unas veces las palabras varían de tamaño, se reduplican o desintegran, otras veces los signos de puntuación cobran vida propia y se transforman en constelación, archipiélago o bandada de mariposas que revolotean por la página.

 

 

La segunda sección de Tuscumbia, titulada “La caja” y constituida por un único texto, “Jean Améry y mi madre| La caja del lenguaje destrozado”, reformula la estrategia de Alambres: de nuevo, se trata de un escrito en prosa que pese a su brevedad relativa ejerce una gravedad tan intensa que obliga a replantear toda la lectura previa. La hibridación se produce aquí entre el ensayo filosófico y la confesión autobiográfica (real o ficticia). Su dimensión narrativa plasma el suicidio de la madre de la narradora, mientras que una serie de reflexiones ensayísticas, entre citas de Améry y analogías con El séptimo continente (1989) de Michael Haneke, esbozan una teoría de la enfermedad, la exclusión social y el suicidio como modos de «negar la especie. Negar la vida impuesta. Hablar otra sintaxis, una sintaxis enferma». La muerte autoinfligida, expuesta aquí en toda su violenta y casi intolerable amoralidad —somos testigos de cómo la presencia de la niña no turba en absoluto la decisión de la madre de quitarse la vida—, supone una renuncia radical que sabotea todo el sistema de creencias (el lenguaje, al fin y al cabo) de la sociedad humana, arrojando contra él su “sin-sentido”:

«Cuando un niño aprende a hablar aprende la sintaxis simple de la lengua, como si las palabras tuvieran un sentido solo, se le miente. Para que aprenda a hablar, se le miente, no se le cuenta la mentira del lenguaje, se le cuenta el cuento a medias porque se le muestra sólo una parte de la lengua. Nadie puede aprender una lengua por sus paradojas, entender antes la ironía que el sentido literal. Primero se asimilan las normas y luego se busca el recoveco por donde alterarlas y escapar (…). Mi madre alteró el orden de mi aprendizaje. Antes de asimilar el sentido de la sintaxis, me enseñó su sin-sentido. Dijo soy tu madre (sentido) y te abandono (sin-sentido). Por eso, fue un enigma, mi caída bruta al lenguaje destrozado y mi manera de destrozarme. Mi madre me enseñó a no-hablar como lengua materna».  

 

«El séptimo continente», Michael Haneke

 

«Si Tuscumbia nos transmite una sensación de asfixia —reflexiona Sergio Chesán— es precisamente porque el espacio íntimo ha quedado resquebrajado. Todas las palabras caen en un vacío irrespirable. Los poemas quedan como “pequeñas islas en el océano infinito del silencio”, que decía Raúl Zurita, y quedamos a merced de un oleaje que nos arrastra junto a los fragmentos que hemos dejado a la deriva, sin posibilidad de alcanzar ninguna orilla jamás»[4].

 

Cajas o islas sin posibilidad de comunicación; sin embargo, entrar en ellas como lectores nos permite escapar, momentáneamente, de la isla o caja de nuestro propio lenguaje para tratar de comprender otro idioma, otra lógica, más allá de la “sintaxis simple de la lengua”.

 

 

Ser capaces de entrar en la caja de otro, aceptar las reglas de otra isla por más absurdas, crueles o arbitrarias que parezcan, simultáneamente nos permite por un momento atisbar la arbitrariedad, la crueldad y el absurdo de nuestra propia caja, la del sistema lingüístico socialmente aceptado, que rechaza y segrega al enfermo, al diferente, al otro. En este sentido Tuscumbia, cuyo título remite a uno de los más llamativos casos de neurodiversidad y redescubrimiento del lenguaje (nunca mencionado de forma explícita en el libro)[5], está cargado con una poderosa y secreta dimensión política: su reivindicación de la empatía, de la posibilidad de reorganizar la identidad y aliviar el sufrimiento a través de la imaginación, su capacidad de mostrar que no existen reglas estables y definitivas para aprehender la realidad, suponen un poético atentado contra la tentación del ‘pensamiento fuerte’ cuyas derivas reaccionarias y dogmáticas son cada vez más alarmantes en la Europa del siglo XXI.

si tiemblo me desbordo

 

¿si me desbordo puedo curar heridas? . .        . .         :si tiemblo

me desbordo curo heridas

 

. quizá no es real . eso es poco .  .  .  .      .     . .     . importante.si

tiemblo curo heridas

si no es real: curo heridas  .  si no es

real: curo heridas. si no es real: curo heridas

 

curar  .  curar en lo irreal que duele  .  también salva

¿puedo salvar a alguien?

 

            .              . .        .      . .           :si tiemblo:

 

Si bien entre la escritura puntillista de Alambres y los meandros narrativos de Tuscumbia se puede advertir un evidente movimiento de expansión, nada hacía sospechar a los lectores de Lola Nieto la insólita explosión formal que se produciría en su tercer poemario, Vozánica (2018)[6].

Basta hojear este nuevo volumen para hacerse una idea de la vastísima gama de juegos tipográficos, paralingüísticos e incluso extratextuales que desarrolla la poeta; pero, como apunta el crítico y escritor Vicente Luis Mora,

«Nieto no necesita de ningún recurso añadido a la mera palabra: el texto simple se impone, las frases secuenciadas son más que suficientes para cautivar al lector. De ahí que cuando aparezcan otros recursos sea preciso prestarles atención, puesto que no están ahí para suplir carencias, sino para reforzar fortalezas».

 

Ciertamente, estos procedimientos son la necesidad natural de un lenguaje que en Vozánica se contorsiona, reorganiza o expande, saltando de un extremo a otro de un rango dinámico que abarca desde el silencio espacial de la página en blanco —surcado apenas por susurros, pequeñas islas de sonido o sentido— hasta la saturación, abigarrada y dadaísta, de períodos sintácticos atomizados, onomatopeyas e imágenes de delirio escatológico, que se acumulan, interrumpen o sabotean entre sí, una “manada de voces” (doscientas once, según la protagonista de estos poemas) capaz de alcanzar variados clímax de ruido lingüístico.

 

 

En la primera parte del libro, “Las ruidantes”, la autora retoma la idea estructural de Tuscumbia (poemas-relato independientes, cada cual dotado de su propia lógica estilística) llevándola al extremo. Por ejemplo, en el poema titulado “Ópera cuarta partida”, al que pertenece la página arriba reproducida, la columna izquierda desarrolla un entrecortado diálogo de mujeres mapuche que buscan los huesos de sus parientes asesinados en el desierto de Atacama, mientras que la derecha principalmente enumera términos de mineralogía: el murmullo diminuto de los vivos frente al silencio inexpresivo y gigante de las rocas milenarias. Pero esta compleja estructura no le basta a Nieto: pronto vemos que entre las dos columnas comienzan a suceder contaminaciones, intercambios, voces que saltan de una a otra o flotan escurridizas entre ambas.

«El reto que me impuse a mí misma —reconoce la poeta acerca de Vozánica—fue llevar la escritura a un exceso. Quería ver de qué modo al sobreestimular el sonido, al generar sencillamente ruido semántico, podía surgir un nuevo significado»[7].

 

 

Así, hay un relato en cada una de estas ‘óperas’, pero sobre él se ha realizado una laboriosa tarea de borrado, distorsión, saturación, forzando al lector no a reconstruir la trama (lo cual sería prácticamente imposible en muchos casos) sino a vivir la fragmentación, la atomización, la desorientación, la frustración incluso, como experiencias estéticas. Podríamos encontrar ejemplos análogos de esta táctica compositiva, por mencionar a creadores cuyas obras son relativamente contemporáneas a las de Lola Nieto, en el músico canadiense Tim Hecker, quien en varios de sus discos —Ravedeath 1972 (2011) y Virgins (2013), por ejemplo— parte de una improvisación dirigida de intérpretes que tocan en entornos de reverberación natural, con instrumentos orgánicos, para después someter ese material sonoro a un corrosivo proceso de manipulación digital que lo transforma en piezas completamente diferentes, sombrías, irreconocibles e hieráticas. O en el mangaka Shintaro Kago, que en cómics como Reproducción por mitosis y otras historias (2004; editado en España por EDT en 2012) desintegra el relato secuencial mediante distorsiones tan radicales que desafían no solo los límites dimensionales del medio, sino la cordura del lector[8]. Comparar los procedimientos deconstructivos de Kago con los de Nieto, en sus respectivos ámbitos, resulta elocuente:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los puntos de fuga del lenguaje de las ruidantes no se limitan al espacio de la página, sino que traspasan las fronteras habituales de la poesía visual incorporando en el texto enlaces a piezas de videoarte creadas por la propia Lola Nieto. En ellas la polifonía de Vozánica se multiplica mediante la incursión de la imagen en movimiento y la voz de la autora, cuyas intrincadas modulaciones (Nieto es una experimentada performer que ha trabajado meticulosamente la dimensión musical de sus recitales) a veces siguen el poema escrito y a veces se emancipan de él, desviándose hacia nuevos territorios.

 

La que cuida transparente, uno de los videopoemas integrados en «Vozánica»

 

Vozánica rompe con la estructura bífida de Alambres y Tuscumbia, al dividirse en tres secciones de extensión decreciente. Tras esta selvática, voluptuosa y febril primera parte, de nuevo se produce un drástico cambio de registro en “La boca todas”, una prosa narrativa donde sí encontramos, en principio, una única voz enunciadora; solo para descubrir en breve que lo que nos narra es la germinación en su interior de ese coro de doscientas once voces que hablaron en la sección anterior, tras una aniquilación masiva provocada por lo que la narradora llama “el gas”. El juego con las expectativas del lector es magistral: el tono y la enunciación nos remiten a esquemas conocidos y tranquilizadores —tiempo, espacio, personajes, acciones—, pero seguimos en un terreno de extrema tensión poética, no menos perturbador e inestable que los poemas previos:

«Tengo una manada de voces viviendo en la caja de la boca. Escojo la garganta que me escoge. Se pliega la piel bucal y siento los muñones rojos hasta que las montañas se detienen y brota el sonido. Mi cordón del paladar es una cometa enloquecida y desperdigada, esta gruta, la tumultuosa de vocísteras que siempre está vibrando. Me llamo comebocas, comevoces, bocarreversible, bocaneutra, bocanal, boquimú, bocatodas, nadie es el lugar de la voz».

 

Por último, la tercera sección, “Sorofonías”, regresa a la concepción cuasipictórica de la página para enumerar, con una sintaxis sentenciosa que se aproxima a la literatura sapiencial, las leyes de un universo autocontenido y ajeno a la lógica de nuestro mundo. Unas pinceladas de cosmogonía regida por la otredad y lo inconcebible: lo que para nosotros es caos puede ser cosmos desde una mirada liberada de las ataduras racionales.

 

 

En definitiva, sería posible interpretar que la obra de Lola Nieto convierte la voz lírica (ese fantasma tantas veces cuestionado por los poetas, casi siempre más en la teoría que en la práctica) en un archipiélago de voces, donde cada isla-voz tiene su propio sistema de generación de realidades, su propio modo de percibir el lenguaje y reorganizarlo para sobrevivir. Porque el concepto de supervivencia es clave: sobrevivir a la muerte de un animal (Alambres), de una madre (Tuscumbia) o de un mundo entero (Vozánica) impone esa “sintaxis sin-sentido” que permitiría emerger nuevos mundos y, tal vez, sanar la herida, curar la destrucción, comunicar una experiencia antes incomunicable:

Mi garganta es una gruta deslizante de acentos. Una caja rutilante y amnésica.

La forma musical para sanar.

 

 

 

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[1] «A veces pienso que no me gusta la poesía. Que cada vez me gusta menos eso que nos dicen que es poesía y viene envuelto en versos y cartón de libro. Descubro, en otros lugares, el cine por ejemplo –en cierto cine, el de las películas de Lav Diaz, Naoko Ogigami, Apichatpong Weerasethakul, Bi Gan, Hu Bo o Zhu Xin– algo poderosamente vibrante, ecléctico y arriesgado (…). Creo, y cada vez lo creo más, que algunos cineastas orientales están abriendo un cauce de filmación que acaso sea, al menos para mí, la poesía del siglo XXI». Entrevista a Lola Nieto en www.palabradegatsby.com, publicada el 23 de abril de 2020.

[2] http://revistakokoro.com/siamesas.html

[3] Reseña de Tuscumbia en la revista Quimera, septiembre de 2016.

[4] «Tras los límites del lenguaje en Tuscumbia de Lola Nieto», en http://lit-fem.com/tuscumbia/

[5] Tuscumbia (Alabama) fue la ciudad de nacimiento de Helen Adams Keller (1880-1968). Keller quedó sordociega con año y medio de edad pero recuperó la capacidad de comunicarse con la ayuda de las educadoras Anne Sullivan y Sarah Fuller, quienes lograron enseñarle un sistema de relación entre las palabras y las cosas a través del sentido del tacto. Logró convertirse en una exitosa escritora e importante activista en favor del sufragio universal y los derechos de las minorías sociales.

[6] Ese mismo año vio la luz la traducción realizada por ella y Antonio F. Rodríguez del libro Calque (2018) de la poeta japonesa afincada en París Ryoko Sekiguchi. Calque fue publicado en Francia en 2001 y su desafiante complejidad formal, que se plasma en disposiciones geométricas y cuasipictóricas a través de las páginas, muy probablemente influyó en la nueva obra de Nieto.

[7] Se trata de la misma entrevista referida en la nota 1.

[8] Sería muy interesante rastrear la influencia del eroguro en la poética de Lola Nieto: los cuerpos que sufren grotescas mutaciones en “La almohada” y “La casa de la ballena se levanta con las paredes de nuestro solo estómago”, en Tuscumbia, así como la proliferación de imágenes referidas a procesos defecatorios (ya presentes desde Alambres) en Vozánica: “un hilo fino brota de mi ano no son heces es transparente está saliendo una medusa derretida de mi interior” (“Tercera ópera anterior”), “me expulso la cara por el ano convertida en tronquito marrón” (“La boca todas”).

 

 

 

 

 

*(Granada-España, 1980). Poeta y traductor. Ha recibido el Premio Andalucía Joven. Ha traducido al castellano Poemas a la muerte (2010) de Emily Dickinson, Rompiente (2014) y Deprisa (2020, en colaboración con Antonio F. Rodríguez) de Jorie Graham. Su interés en el diálogo entre disciplinas artísticas se plasma en proyectos como el spoken word electrónico-poético de Máquina Líquida y el trío Estufa de Leña Contemporánea (junto al multiinstrumentista y compositor A.L.Guillén y la artista visual Rocío Lara), así como en sus actuaciones en directo con los músicos Dal Verme, Alejandro Morales y Primo Gabbiano. Ha publicado en poesía Radiografía del temblor (2007), Sistemas inestables (2015) y Nihiloma (2020).

 

 

 

**(Barcelona-España, 1985). Doctora en Filología Hispánica por la Universitat de Barcelona (España). Se desempeña como profesora y coordina, junto con Antonio F. Rodríguez y Laia López Manrique, la revista y editorial Kokoro (www.revistakokoro.com). Ha publicado en poesía Alambres (2014), Tuscumbia (2016) y Vozánica (2018).

 

 

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