Por Víctor Rojas
Crédito de la foto www.karlskogatidning.se
Suecia en los versos de Bengt Berg
Una gran amistad, llena de anécdotas de las buenas, nos une con Bengt Berg*. Yo sabía que él había sido el traductor al sueco y editor de los poemas del rebelde guatemalteco Otto René Castillo. Ya en otros escritos he contado acerca de la sevicia con la cual los militares chapines arrancaron de la vida a este valiente poeta. En fin. Crueldades son las que sobran en el mundo. Pues bien, y retomando el tema, además de ese notable conocimiento no tenía ni idea de quién era Bengt Berg como persona. Presentía, eso sí, que como ente social era de avanzada, de corazón al lado zurdo del pecho.
Creo que la primera vez que nos encontramos con Bengt fue en una de las ferias del libro de Gotemburgo. De eso ya hace tres lustros y tres años. En medio de ese maremagno de ávidos perseguidores de libros, era fácil distinguir al poeta por su eterno gorro de vivos colores. Sé que en la hemeroteca del periódico Jönköpings- Posten hay una fotografía de ese primer apretón de manos. No recuerdo que hayamos hablado de algo en especial que no fuera ese asfixiante mundo de las ferias de los libros donde escritores, editores y demás vividores de la palabra escrita tienen a cada instante que jugar el papel de mercaderes en templo sagrado. Fue un encuentro no muy prolongado, pero al despedirnos me lleve la impresión que Bengt era un poeta de gran modestia, con un alto grado de solidaridad con los descamisados del mundo.
En nuestros posteriores encuentros llegué a saber que su concepción de la vida y su credo político los aplicaba durante los debates como concejal de Torsby, su pueblo de líricas actividades.
Con el paso de los días traduje al castellano su poemario En un rincón del mundo. Y con este libro bajo el brazo partió a mi lejana patria a participar en el Festival Internacional de Poesía de Medellín (Colombia). De allí regresó entusiasmado con nuestra gente, pero también dolido de los grandes problemas políticos y sociales que padecen mis compatriotas. La solapada discriminación, el racismo que pulula en la mente de oscuros políticos y los sectores atrasados de la sociedad. Por no hablar de la provocadora brecha que existe entre ricos y pobres. Tal vez fue por esas grotescas impresiones que juntos, con la traductora de poetas latinoamericanos María Kallin y el gran amigo de Colombia, el magnífico Lasse Söderberg, nos entregamos en las mil y una jugadas para proponer al festival de poesía de Medellín como receptor del Premio Alternativo de la Paz, otorgado en Estocolmo. Ya sabemos que esa idea tuvo feliz culminación en el 2006.
Un año más tarde sumé a los buenos recuerdos el viaje que juntos hicimos a Bogotá para participar en las veladas líricas de algunas tabernas y de la concurrida Casa de Poesía Silva. Eran todavía días de esplendor de este centro cultural, otrora manejado a cabalidad por María Mercedes Carranza, pero que después de su fallecimiento y con el severo paso de los años y la rampante burocracia lo mandaron a la ruina tanto poética como físicamente. Por fortuna los poetas pueden dormir en todas las casas del mundo, sean de ladrillo, de cartón, de vidrio o de madera.
Bien, durante nuestra estadía en la capital colombiana hicimos un viaje al pronunciado cerro de la Calera en un auto viejo. La subida fue penosa por la poca fuerza del motor y las curvas peligrosas. La bajada sin embargo fue de película, a lo James Bond, con chirrido de llantas al borde de los abismos. Tan pronto llegamos a casa el auto dobló las llantas delanteras igual como lo hacen los exhaustos automóviles en las películas de dibujos animados. Al ver lo que hizo el carro, el colorido gorro de Bengt, salió disparado dejando ver en la cabeza de su dueño una alopecia precoz. La perfecta escena de una tira cómica.
Otros sustos de menor cuantía le he hecho pasar a Bengt en el transcurso de nuestra amistad. Estoy convencido que ahora él ha comprendido que un poeta no sólo juega con las palabras para describir asuntos serios, sino que también debe ser lúdico con la vida. Eso lo ha llevado a la justa venganza lírica. El 20 de julio del 2011 se desquitó de todos los sustos sufridos por mi culpa enviándome el siguiente poema:
llueve y pienso en Víctor
de nada sirve pensar en Víctor
cuando llueve, nada es fructífero
al pensar en Víctor: quizás:
¡la lluvia!
Un par de semanas después de que se conocieron los resultados electorales al parlamento sueco, donde Bengt Berg fue elegido en representación del Partido de Izquierda, uno de los periódicos nacionales reseñaba en una lista a los parlamentarios elegidos que tenían bajos ingresos monetarios. Ahí sobresalía el nombre de mi amigo. Fiel a su pensamiento, en las postrimerías del mandato, no sale de esa lista de políticos de escasos recursos. Nunca saldrá porque está convencido que la riqueza consiste en apreciar las cosas sencillas de la vida y no en el dinero. ¿Quién no se siente bien cuando ve al prójimo con el día en la mano? Cuando puede esbozar una sonrisa y compartir con sus amigos una copa de vino, un mendrugo de pan.
No se trata en este caso de la obligada pobreza franciscana. No. Es sencillamente vivir bajo parámetros filantrópicos y en armonía con la naturaleza. Sé que eso no lo puede entender la insaciable caterva de demagogos colombianos que si supiera del estilo de vida de Bengt Berg exclamaría: ¡Qué pendejo!, con tanta oportunidad que deben dar las arcas públicas de los suecos. Como sea, en el ocaso de su vida parlamentaria nuestro poeta ha dado muestras de mantener esa cualidad que la gran mayoría de la clase política pierde en su ejercicio, la honestidad. Los ingresos de Bengt Berg como trabajador público están muy por debajo de un politicastro sueco de derecha que exprime, cual politiquero latinoamericano, el erario como si éste fuera esa vaca lechera que pasta en algún poema. Una tercera parte de lo que percibe el avaro político, devenga Bengt Bengt, trabajando el doble pero asimismo donando la mitad del salario a su Partido. Porque está convencido que no se debe hacer de la actividad política una chequera sino un megáfono con el que se proclame a los cuatro vientos que otro mundo sí es posible.
Para saber cómo es Suecia en los versos de Bengt Berg, debemos imaginar un inmenso bosque de árboles diversos. Y algunos lagos a punto de dormir. Y unos riachuelos alrededor, sin ganas de correr. En las entrañas del bosque un alce, su rey, espera la llegada del otoño para asaltar los patios de las casas aledañas y así poder empalagarse con manzanas maduras. La fermentación de las frutas en su estómago lo doblegará para llevarlo a los territorios del sueño. Horas más tarde, cuando despierte, ya nuestro amigo habrá alcanzado a escribir:
Detrás de nosotros la alegría herrumbrosa del otoño
Y aquella vieja canoa desvencijada
Que sacan del riachuelo año tras año
Un ladrido en la mañana
–probando sonido para la caza de alces
Y entonces vendrá la muerte del rey de los bosques. Los turistas alemanes se pelearán con los leñadores suecos por saborear su carne. Y llegará el frío y nos obligará a prender la chimenea. Chorros de humo blanco alcanzaran las nubes y negociaran con ellas gruesas capas de nieve. La mercancía empezará a caer en diciembre y con su peso ahogará enero. Será la hora en que nos olvidaremos del alce, lerdo cuadrúpedo cuya indiferencia al pasar las carreteras es la mayor causante de accidentes de tránsito, y nos someteremos al yugo de lo blanco. Entonces nos sublimaremos recitando los versos de nuestro poeta:
Vivimos en la nieve y hacemos todo
para quitarla del camino –echamos arena,
sal, barremos, aramos, renegamos y echamos pala
Pero solo los niños saben manejarla:
prenden una vela en el amanecer más azul
y miran la larga noche por la ventana de la cocina
que cálida brilla afuera, en la oscuridad
La mitad del año se irá en esas agobiantes tareas. Alcanzaremos a gastar dos pares de esquíes y varios filos de trineos. A perder cualquier cantidad de gorros en el camino y a creer que la piel de las manos es de lana. Guardaremos en apolilladas alacenas la alegría y pondremos a calentar vino a fuego lento. Se ausentarán las palabras dieta, grasa y calorías. Y nos convenceremos que al Hacedor de cosas se le ha olvidado exclamar: ¡Hágase la luz! Y en alguno de esos lánguidos instantes Bengt Berg habrá profetizado lleno de contento:
Un día de abril
en verdad toda la nieve habrá desaparecido,
pero no esa
que cayó el año pasado
y que de nuevo caerá año tras año en las rojas,
cálidas lenguas de los niños.
Pero contra la terquedad del verso, aparecerá la primavera y las aves regresaran de su extenuante viaje al sur del viejo continente. Y en el pueblito de Torsby, llamado así en memoria del hijo camorrista del dios Odín, nuestro amigo abrirá de par en par las puertas de su inmensa casona y colgará en las paredes los cuadros de los artistas de la región e invitara a los poetas del mundo para que lean sus versos en la tarima levantada con madera de pino en el patio; y ofrecerá los títulos de su sello editorial a los turistas venidos de todos los rincones posibles; aunque los menos interesados en libros serán los alemanes quienes no se cansaran de preguntar por una carnicería donde vendan carne fresca de alce, o algún quiosco donde vendan como souvenir heces de alce empacadas en cajitas de rapé. Entonces ya será verano y la estatua de la mitológica cabra Heidrun, también así llamada la casa editorial, recobrará vida y de su ubre inflada manará la misma leche que alimentó a los guerreros vikingos.
Hace unos meses Bengt Berg publicó un voluminoso libro donde recoge la mayoría de sus poemas escritos durante cuarenta años. Yo he escogido al azar algunos de esos poemas que componen la presente obra. Al traducirlos atiborré mi lugar de trabajo con los aromas y sonidos de este singular país que convierte nuestro espíritu en una parte de su apasionante contexto silvestre.
Jönköping, enero 2015