Sobre «Un sudario» (2015), de Rafael-José Díaz

 

Por: Daniel Bernal Suárez

Crédito de la foto: Ed. Pre Textos

 

Sobre Un sudario (2015),

de Rafael-José Díaz

 

Un sudario es el séptimo libro de poemas que publica Rafael-José Díaz. Con anterioridad habían visto la luz El canto en el umbral (1997), Llamada en la primera nieve (2000), Los párpados cautivos (2003), Moradas del insomne (2005), Antes del eclipse (2007) y Detrás de tu nombre (2009). En La crepitación (2012) está compilado el conjunto de su obra poética.

El nuevo poemario de Rafael-José Díaz destila una luminosa transparencia del pensamiento. En efecto, en su hechura, el poeta avanza hacia una concepción del poema como desasimiento, tanto en lo que afecta a la materialidad del lenguaje, su precisa enunciación, como a los temas en torno a los que giran las diversas piezas. Un fondo elegíaco anega las composiciones: la pérdida o la ausencia, la presencia rememorada del instante de fulgor, la prefiguración de la muerte, son algunos de los ejes vertebradores del conjunto. Captación sensible y recapitulación meditativa se alían en los momentos de mayor fuerza poética.

A lo largo del libro leemos piezas disímiles en cuanto a su extensión y ritmo. En el volumen se filtra ocasionalmente cierto narrativismo que coadyuva en ese ahondamiento que supone el rescate y la sublimación del instante siendo la palabra el fuego ritual que lo propicia. El sujeto poético se erige en una suerte de vigía insomne que medita en la gruta del tiempo y permanece en la espera de algo que ignora, en el umbral de la inmanencia. En este sentido es relevante la presencia de numerosos textos («Veranos de la infancia», «Niño en el mar») que retoman la imagen del niño, conectando con experiencias primigenias de la infancia. En el poema liminar, «Tahodio», la memoria está mediada por el espacio, por una experiencia concreta del espacio. El paisaje, con frecuencia, será el detonador o el estímulo de un proceso de introspección.

Sobre la poética del espacio cabría apostillar una constancia que afecta a los espacios abiertos y cerrados. Entre los primeros, aquellos que se adscriben al ámbito de la naturaleza (sobre todo paisajes insulares) representan una topografía de  la conciencia: en ellos se producen dos procesos simultáneos: la comunión con un pasado gozoso y la reflexividad sobre el mundo o el lugar del hablante en él (a partir, claro está, de los hechos concretos que inducen a esa meditación). Un suborden de estos espacios abiertos lo conformarían los lugares que sirven como encuentro erótico, con la peculiaridad de que, aunque puedan considerarse abiertos, casi siempre están vinculados con la proximidad a la urbe y la transitoriedad e intensidad de la pasión. Y, por último, el espacio cerrado por antonomasia: la casa, que es vivida como localización que expresa el lado más atribulado del yo, centro del declive, siendo predominante el pensamiento sobre sí mismo con un carácter desgarrado: recapitulación agraz de la vida.

 

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El poeta Rafael-José Díaz

 

Uno de los aspectos que acompañan al sujeto poético en sus rememoraciones, en su asentamiento en la conciencia del tiempo, y el desvelamiento de sus límites (tanto de los extravíos como de las maravillas entrevistas), es el erotismo. Ora tratado con sutileza elusiva, ora abordado en su más intensa encarnación de la conjunción pasional de los cuerpos.

Rafael-José Díaz es, con toda seguridad, uno de los mayores poetas que sobre lo erótico escriben en España. Véase, por ejemplo, el poema que abre con estos versos: «La luz equilibrista de la luna / se desliza hasta un bosque» (p. 30), verdadero prodigio de contención, de formulación en la palabra justa. Con el siguiente poema empieza la sección segunda del libro, que lleva por título precisamente «Un sudario»:

Cuánto tiempo he tardado

en llegar a este día que hoy sostengo

con ojos desprendidos de anteriores miradas.

El tiempo es computable, pero nada

confirma que los labios

recorrieran la piel de cada instante

y entraran, a veces, más adentro

en la carne y la sangre de las horas,

con la misma pasión, el mismo aliento.

Y por eso no sé si el cuerpo ha sido

la mejor de las sedes

para el vaivén de instantes que me han hecho

estar ahora aquí,

ligero y tenebroso,

oyendo los lamentos de unos pájaros

en el alegre balanceo de estas ramas.

 

Llegado el momento, la intensidad evocadora del sueño o del recuerdo puede suplantar a la propia caricia:

Y así, un sueño es más valioso para mí

que las manos que buscan entre sábanas

el calor de mi cuerpo (…)

 

La fijación del instante pretérito en el poema como llama votiva que anhelara resguardar el ardor del deseo. Así, pues, siquiera la frágil memoria del poema constituiría la pavesa de todo aquello que se ha visto malogrado.

El encuentro de dos cuerpos que «son parte del rumor del bosque», «palabras más allá de las palabras» («Luna de este verano», p. 43), alude a una cierta vindicación de lo espontáneo o inesperado, del hallazgo súbito. Instante de consumación que instaura el acontecimiento. Y ello en dos direcciones: la primera, en clave vital. El advenimiento de lo colmado requiere ser uno con la sustancia misma de ese tiempo, sin doblez alguna o artificio que disminuya su potencia. De ahí cierto enaltecimiento -por analogía- que se observa, por ejemplo, al hablar de los pájaros y su relación con lo transitorio:

No piensan antes de cantar si van a cantar, pues no saben pensar, y no podrían nunca no cantar. No se entretienen ni pierden en los preliminares del canto, ni se quedan atontados en la nostalgia del canto que ha pasado. Cantan y echan a volar, baten sus alas con la misma pureza, con el mismo frescor con que dicen su canto, y luego están ya posados en otro muro, en otra roca, en otra rama, vivos, libres, puros y renacidos en la eterna persuasión del instante.

 

Veamos también cómo incide en ello el poema «En la ciudad de él»:

No existen allí gestos

solapados: todo es tan transparente

que a través de los ojos

se logra ver incluso cómo late

el corazón, o se ve con las manos,

apacibles, colocadas sobre la piel

a la mitad del pecho.

Todo es captado en el instante en que nace.

 

Persuasión del instante que convierte al pájaro en uno con su canto, sin otro tipo de mediación subalterna. Transparencia que permite captar todo en el instante en que nace. Dijimos que la primera dirección hacia donde apuntaría todo ello es de ascendencia vital; la segunda entraña una lectura metaliteraria evidentemente derivada de la primera.  Se trataría, en efecto, de una voluntad de transparencia que afectase a la configuración misma del poema como dador de la experiencia originaria evocada. De ahí que el autor escribiera en la nota final que cierra su poesía reunida que «El poema es para mí un fogonazo que, certero o no, alumbra un segundo la mente y desaparece para siempre».

 

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Un hecho que quisiera resaltar es la interposición en algunos poemas de lo que podrían considerarse en primera instancia como mecanismos de distanciamiento de la voz, que abandona la predominante primera persona del singular y asume la segunda o la tercera persona, intentando entablar así una suerte de objetivación muy cernudiana, especialmente incisiva cuando el hablante ejerce un (auto)análisis con un carácter más despiadado. No obstante, cualquier tipo de distancia queda aquí abolida por el ímpetu emotivo que subyace. Véase, verbigracia, la potencia expresiva alcanzada en un texto como «Retrato». En varios poemas dicha recapitulación, aparezca la interposición descrita o no, arroja la certeza de la ruina, del escombro, cual balance de las batallas perdidas. Puede rastrearse en ello, a través de todo el poemario, una vivencia conflictiva del tiempo.

También el simulado diálogo con entidades naturales (una hoja, la luna, el mar, el pájaro, las montañas) funciona como detonante de una introspección. En el poema «La hoja», la caída de una hoja se brinda como instante de revelación, lucidez y desdoblamiento enunciativo que permite y posibilita la indagación sobre sí mismo al sujeto poético. Sobre el mar recae con frecuencia la percepción de la plenitud: su ancho cuerpo de agua incluso es invocado como un dios: «El niño que se esconde / del mundo entre los pliegues / de las olas que rompen, / (…) / Es tan sólo que siente / por vez primera el agua entrelazada / como un dios con su cuerpo». La inmersión en el mar como un rito de aproximación a lo divino, a lo desconocido que habita esa inmensidad: momento de comunión.

Exploración de incertidumbres, las formas interrogativas aparecen espigadas aquí y allá como si dieran cuenta de una morada precaria, de un estado acosado por ciertas preguntas lacerantes y persistentes. Un sudario hace pensar en una desnudez inmediata, despojamiento del ser que habita a la intemperie, y que rastrea desde allí el peso y el sabor, la consistencia de la ceniza.

 

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