Por Mario Nosotti*
Crédito de la foto (izq.) Ed. CienVolando /
(der.) www.poetassigloveintiuno.blogspot.com
Entre la transparencia y la catástrofe.
Sobre Un barco propio (2018),
de Mónica Sifrim
A lo primero que el lector asiste al hojear rápidamente el nuevo libro de Mónica Sifrim**, es al contraste entre las delgadas construcciones de la primera parte ―versos de dos o tres palabras apiladas como frágiles tótems― y los bloques compactos de la segunda; esas variantes de densidad visual tienen su correlato en el nivel semántico y rítmico de cada uno de los cuatro apartados que conforman este poemario, (Formas de caer, El canal de la mancha, Grandes esperanzas, Un barco propio), son evidencia de la extraña riqueza, de la monotonía espléndida del mismo.
Un barco propio es un cuarto movible, también un colectivo de personas reunidas en el ejercicio pleno de sus diferencias, no tanto para realizar un mismo fin, sino insuflar más capas, más corrientes de aire a una respiración común. La gente cena, charla, camina por la orilla, y vuelve cada uno a su pieza a desplomarse, a escribir lo que sea. Nutridos en los diálogos, las imágenes que siguen bullendo en la retina, se sientan a la mesa solitaria y descubren que no tienen nada. El cuarto propio es el lugar donde poder preservar esa pequeña tormenta, una que arrecia afuera y de la que nada diremos a menos que podamos alejarnos, aislarnos en un casco de madera y sombra. Desde el ojo de buey podrán verse los árboles torcidos, gente que en la ribera apura el paso, olas rompiendo contra los acantilados.
La niña que recorre los poemas de los libros de Mónica Sifrim nunca encuentra su cuarto, o lo confunde, o pierde los papeles, o se baja en el pueblo equivocado; pero esa niña encuentra en un momento de este libro un cuerpo de madera, dos tablones de roble atornillados, la prótesis flotante desde donde asistir a salvo a sus caídas, sus lances. La madre le pregunta cómo es la vida a bordo, ella le cuenta que a veces no sabe si volverá a ver tierra, dice que algunas veces logra ver un pez. Alguna vez estuvo el barco propio, pero pisó la soga, la brújula se hundió. La poesía no era tierra firme y “las palabras fueron la / escalera / para subir / al techo / desde donde / quise / desplomarme / una vez”.
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¿Pero cómo empezó todo?
Una muchacha que se arroja al vacío, por amor o desdén, por algo que le quema. Su caída sin embargo es corta, termina suspendida en las ramas de un naranjo, una tragicomedia porque así son las cosas, en la vida, en la poesía, no hay épica que no bascule en la ridiculez; colgando de las ramas, la muchacha “es un capullo indócil” y vista desde el sol “es una lapicera / que graniza / coágulos de sangre”. La caída es resbalar de la ilusión, darse cuenta de que “no hay una zona tierna / donde apoyar el hueso dolorido”. Pero, lejos de terminar, la chica que se arroja al vacío emprende un viaje, un viaje circular donde arrojarse es el precio a pagar para reconocerse y nacer al deseo.
El Canal de la mancha, en contrapunto con lo telegráfico de las Formas de caer, tiene la carnadura, el barroquismo leve que tiene buena parte de la poesía de Mónica Sifrim. Recorriendo paisajes que son ínfimos retablos, nuestra esquiva heroína llega oculta a una ciudad, para olvidar, o para darse a luz, para recuperar las grandes esperanzas, aquellas que permiten sostenerse cuando camino no hay.
Y el barco hunde su quilla en la costa de barro y realiza la primera marca. Como ese jardinero que en el atardecer poda las ligustrinas, también el escritor “corta y tala /hasta alcanzar / el volumen perfecto en el color perfecto (:::) // eso que no somos y lo que no queremos / también es un afán de barco propio”.
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La poesía de Sifrim es eminentemente rítmica, primordialmente verbal; si hay ideas, conceptos, van siempre de la mano de un rebote de diálogos, de golpes de tambor, pequeñas colisiones de palabras que caen como semillas en un palo de lluvia; es por ese derrame que accedemos al logos.
Y algo de lo fortuito, también, en la poesía de Sifrim, de tomar lo que el oído le trae, y que instintivamente esquiva los lugares comunes. Sus imágenes, sin ser rebuscadas ni pretensiosas, son siempre sorprendentes: “una muchacha rota en alquitrán”, “la huella es una flor desmenuzada / que jamás comparece”, “las verdades se apilan / como capas de pan y manteca” “el porvenir es una oveja triste “.
Poesía que hace cierta la cita De Quincey que abre el libro: permite vincularse con los seres y las cosas en pleno movimiento. La poesía construye un durativo que permite elevarse de nuevo, volver a desplomarse, orbitar para verse desde distintos puntos, y permite al lector hilar los avatares de una historia agujereada, la de alguien que renace en cada etapa, cada escenario.
Un dios raro el de Sifrim, un dios que ama los barcos, “Dios te dio / Las palabras. / Dios te dio / Un barco propio / Para alejarte de esta pesadilla / Es hora de saltar”.
Las palabras nos permiten saltar, poder tener un diálogo amoroso con el agua, diálogo donde no obstante es posible dejar hasta el pellejo. El don que se nos da, nos salva y nos condena: navegar una historia que como la de la muchacha de este libro, la de toda la poesía de Sifrim, se debate entre la transparencia y la catástrofe.
*(Buenos Aires – Argentina, 1966). Poeta. Cursó estudios de Letras por la UBA (Argentina). Entre 2004 y 2006 editó la hoja de poesía Música Raray en 2006 organizó el 1er Encuentro de Revistas de Poesía en la Biblioteca Nacional Argentina “Las ínsulas extrañas”. En 2014 obtuvo la Beca de Fondo Nacional de las Artes en el área de Letras. En la actualidad coordina talleres de lectura y escritura creativa y colabora con el suplemento “Radar libros” (Página 12), la revista Ñ (Clarín) y la revista Los Inrockuptibles. Ha publicado en poesía Parto Mular (1998), El proceso de fotografiar (2014) y La casa de playa (2018).