Por: Chiara De Luca
Crédito de la foto: Izq. www.poesia.blog.rainews.it
Der. Tommaso Di Dio
Sobre Tua e di tutti
de Tommaso Di Dio
«Y ella está allí; ruega / torcida y desanclada. Siempre ella / baila cae ofende, hace de todo porque nunca tú / la querrías tal como ahora la quieres”, escribe Tommaso Di Dio en el poema «El día que se realiza; de alguna parte en la mente” (p. 27), en la sección inicial de su más reciente poemario. ¿Pero quién es esta amante siempre presente, que parcialmente se dona en su constante movimiento danzante, sólo para sustraerse de pronto, dejándonos atrás, a observarla moverse sola sobre la pista desierta? ¿Quién es esta criatura bonita, nuestra y de todos, que nos invita tácitamente a la danza, que nos abraza y nos besa, que nos ofende y rechaza y al mismo tiempo hace de todo para hacerse querer?
La respuesta no se hace esperar y llega en los versos siguientes del mismo poema, que contienen también el título del libro como una dedicatoria, al lector y a la propia amada, que el poeta pinta en muchos rostros ?buscados y encontrados, entrevistos, vistos y reconocidos o sólo sombreados? en las cosas y en las personas, en la naturaleza y en la ciudad, en la estasis y en el movimiento; la amante huidiza que el poeta desesperadamente busca y que rechaza, que ofende y a su vez recusa, pero que siempre ardientemente desea y profundamente odia, la amante que lo disgusta y lo atrae, que lo inebria y lo derriba: “tuya y de todos, esta / vida real más rica y arrugada / del nada que no la abandona” (p. 27).
La poesía de Tommaso Di Dio busca, experimenta, pone a prueba las palabras, las acumula y las aisla, las separa y las recompone y acerca y recombina, las escucha repicar en la tentativa de recrearle, de enfocar aquella vida oculta “en la vida que todavía no ha / encontrado un nombre” (p. 30), para “olvidarse; de haber odiado / una vez en todo lugar el todo / de esta vida” (p. 32), para “ensuciar el día con todos los sueños”, con los mismos sueños que ensucian los ojos del poeta, que soy condena y salvación al mismo tiempo (p. 35).
“Todo esto / haber sido no basta / hace falta repetir todo, capitular”. Escribe Tommaso Di Dio, “Hace falta pagar” (p. 41), hace falta abonar el hecho de existir y de haber vivido, morir para renacer e intentar de nuevo estar enteros, probar a vivir de modo auténtico, abrazando cada cosa sin dejar que te arrolle, observando el mundo sin consentir que te fagocite, aniquilándote en la oscuridad de su vientre, tener el ánimo de soportar la revolución de la alegría y el trastorno de ser, de estar presentes: “A los lados de la calle, en la burbuja hueca / dentro de la corteza y dentro de la enterrada / piedra lentamente raspada, la vida / está menos muerta que esta / carne deshecha cada vez más / por la alegría; que es / y tiembla (p. 47). Haber nacido no es en efecto suficiente para ser, existir no basta para estar vivos, “Nacer no es / engendrar: hoy hace falta dar / vida a la vida (p. 81), vivir completamente es tratar de comprender “como resplandecen por la tierra oscura / muchas vidas” (p. 48), reconocerse parte de una vida que está en todo sitio en la espera de ser buscada, deseada, abrazada, no a través de la acción, no a través de la conquista, pero con la sola caricia de la mirada que indaga: “Al punto ciego de lo que hago / siempre deseo, todavía deseo. / Deseo vivir” (p. 65).
En esta, su búsqueda de un sentido, su tentativa de abrazar la vida y de fotografiarla, la mirada del poeta se mueve como el lente de una telecámara: sea que vague por las calles de Milán y en sus jardines, entre los rechazos y el humano abandono, entre las contradicciones que hacen convivir riqueza y pobreza, soledad y anulación en el caos urbano, sea que se pierda a lo largo de las sendas que cosen un paisaje natural a la apariencia desierto, o que serpentee entre los claroscuros del bosque, para encontrarse de nuevo en la periferia ciudadana, bajar en el infierno del metro, o remontar en de las escaleras hasta la oscuridad de la casa, de cada casa y de cada soledad silenciosa, cada vez encuadrando brevemente los detalles, deteniéndose un instante, y luego continuando a la velocidad de la propia vida, que deja atrás a quien no sabe tener su paso y tarda demasiado. En su ansiedad de abrazar cada cosa, el ojo del poeta mezcla, confunde y cruza los planes de paisaje interior y el paisaje natural, el paisaje humano y el paisaje urbano, realidad y sueño, presencia y proyección en un curso lingüístico globalizador, que hace a menudo empleo de la parataxis y de la acumulación, casi aclarando la puntuación, hasta eliminarla en la enumeración de cosas y personas, instantes y sentimientos y fragmentos de visión, “Italia las casas las montañas; los domingos / explanadas a fuerza de ruegos / los ladrillos la tele / las iglesias” (p. 38), y todavía “hacia el bosque que hace fatiga / de hojas y ramas cada vez más grumo / y miseria, edificios desgarras / zaguanes horarios abrazos que temen / él más allá de una puerta acristalada / por tierra ves vidrios” (p. 46).
En esta acumulación que compone el todo para deshacerlo en fragmentos, el ritmo del verso corre rápido para partirse y reponerse en el enjambement, hasta enfocar un detalle, que se recorta nítido por un instante, por en fin revelarse otro al verso siguiente. Las cosas nos aparecen, y esfuman y se confunden y mezclan, tal como sucede en la mente del poeta, en donde la realidad es reelaborada por la percepción y filtrada por la experiencia individual, y de nuevo revelada en su materialidad, en un florilegio a menudo metonímico de percepciones sensoriales que confunde los sentidos con el sentido.
Todo en la poesía de Tommaso Di Dio es cuerpo habitado por una vida hormigueante, humana, animal, urbana, en todo sitio hay una huella del paso de otras vidas: los árboles tienen brazos y los hombres ramas, la ciudad tiene hojas que pierde en el viento y la propia lengua es cuerpo donde el poeta se hunde para renacer invocando el puño annichilente de la alegría: “Lengua muerta / que en las cosas vivas alojas y dejas / tu grieta como un estigma; haz que pueda / poner toda mi cabeza dentro / que allì empuje / golpeando renios muslos pecho un puño / de alegría terrena” (p. 23). La lengua es innata en las propias cosas, que se imponen un nombre en su ofrecerse, que se alinean juntas, o se arriman en palabras, dando cuerpo vivo y aliento ?a veces extendido, a veces roto, a veces suspendido? al verso, formando un cuerpo en movimiento, que constantemente se deshace y reforma, un cuerpo metamórfico en continua evolución, que nunca es como aparece, pero siempre está en formación, un cuerpo-magma que estalla y se repone para engendrar formas nuevas y inesperadas desde la arcilla del lenguaje “las palabras estallan / y son cera pasta biológica, no tienen / decaen. Y entonces te levantas; y recomenzas. / Insistes hasta que dura este mal / escribir / las cosas que pasan” (p. 45).
En cuanto al cuerpo, la lengua es destinada a un continuo proceso biológico de disolución y reconstitución por la materia de las palabras, que no queda y no fija, porque las palabras son cosas destinadas a pasar y a recomenzar infinitamente. La lengua es por tanto mentira que parece ofrecer un sostén y un apoyo, que “parece tenernos, retenernos / sobre el plan seguro de las cosas” (p. 47), que en cambio son invadidas por un movimiento oculto e incesante, que confunde los planes de realidad y percepción, en un proceso que lleva a la progresiva o instantánea “destrucción del fenómeno” (p. 59).
En este libro, nuestro y de todos, como lo es la vida, el poeta no quiere circunscribir o explicar, ni delimitar o definir, no quiere tratar de dar un nombre al luminoso misterio de la existencia, pero desea “Que enseñen las cosas / como una jactancia su / opaca manera no otro sea / la incandescencia” (p. 25). Las cosas en este libro no son d-escritas, sólo ocurren, se realizan, o bien están, existen, en su objetividad, que se refleja en la mente que las acoge, sencillamente: “El día que se realiza; de alguna parte en la mente / la hierba, cada individual / ladrillo que al alba toma / luz y presencia” (p. 27). Análogamente, la alegría de existir, innata en la naturaleza, se da con la espontaneidad que nos ataca en el “imposible sonido de las cigarras” y en “aquella sonrisa / de quién de dónde. De las piedras. En la arena” (p. 58), en “esta alegría de techos y multitudes, árbol / guardacantón perro vuelta ciudad” (p. 57), en el todo que existe inconscientemente, mientras que los seres humanos buscan angustiosamente un equilibrio entre dar y tener, en un movimiento constante, que no entrega a nada, atormentados por un deseo que no tiene objeto, hasta que no comprenderán que el propio objeto es la vida misma, su custodia: “Mesitas fuera, vasos / manos que avanzan para tener / tiempo de dar tiempo / a la mujer al amigo al hijo, al hermano. No es alegría. […] Son estas cosas que no continúan / después de nosotros, que mueren / con dulzura, sin nosotros; que nos vuelven fuertes / capaces, como una madre / sin esperanza y serena” (p. 53.)
La poesía de Tommaso Di Dio parece desear recomponer y reconstruir el mundo a través del trabajo de la experiencia “producida en sueño por el rostro, que obliga a remontar / por las venas las huellas, los depósitos, los bolsos / el orden de todas las palabras / que nos encuentran” (p. 74). Pues la poesia no busca las palabras para componer un sentido, pero espera las palabras que, en su darse, acumularse, separarse y reponerse, originen un nuevo sentido que prescinde de las aparentes certezas dadas por la experiencia: “Borramos de la experiencia / cada cosa. El árbol, la subida; la silenciosa / fatiga de una promesa, la pendiente / y el salto en la garganta del túnel (p. 70).
En esta búsqueda a ciegas, privada del consuelo de la experiencia, en éste ir a tientas de todos los sentidos hacia la reconstitución de un sentido, se pierden también las connotaciones espacio temporales, la sucesión de las estaciones. El barrido de la vida se pone mental, agitado por la “secuencia / de día noche niebla / y lluvia luego, de verano / el sol (p. 60). En esta, su ansiedad de existir, de buscar la presencia en la acción, el poeta trata de agarrar y apretar las cosas “con todas las manos” (p. 54), intentando custodiar “en el cuerpo y en la mente” “la plenitud de álamos edificios campos, extensiónes” (p. 51) y las historias tácitas de los rostros encontrados, siempre intentando algo, siguiendo la subida, cayendo para recomenzar, buscando la entereza de esencia y percepción y tratando componer la intrínseca contradicción de la vida, espléndida y obscena, temida y deseada amante intrépida, siempre demasiado fuerte, porque está felizmente presente en la entereza de sus contradicciones: “Quiero tu carne; el montón / de árboles y viento que dentro de tí / corre venas. Hay el sueño; el día y luego / el movimiento que propaga / vida cara y sangre / para todas las cosas que haces […] En cambio tú enseñas / como tu carne siempre sea / hoja, nieve; tú no tienes miedo / cada día frente a mí / de caer” (p. 37).
La misma presencia, el mismo hormigueante movimiento habita la vida de cada uno de nosotros, que trata de reflejarse y reconocerse en lo universal, pero nunca lograr extraer del caos un principio que ordene: “Cuál fértiles / áridos confines nuestras vidas en resaca / entre calles de cemento y miedos y vaqueros. Cuando luego / se abre una herida entre los ladrillos rojos y la cara; desatasca / un tubo de tierra una lágrima desde un agujero / cualquiera del cuerpo que vaga aquí / en la plaza” (p. 50).
Mientras “con los años la vida se complica / se equivoca y entremete”, y “cada mundo / al cual creíste como cosa firme y verdadera / ya es de otros en los otros cuerpos / como una tormenta que no reconoces más; qué no logras / querer más” (p. 19), la base desde la cual recomenzar parece aquí ser constituida por la aceptación de la pérdida, de la disminución que es enriquecimiento, en la admisión que “Algo va perdido / no será de ninguno ningún tiempo lo tendrá / nunca” (p. 21). El camino del nacimiento y la creación de otra vida pasa en cambio por la espera de divisar el parecido en la multitud de lo disímil: “esperar / la gracia de alguna parte como mí, la gracia / de algún animal que como yo / tenga hambre” (p. 20), hambre de vida.
Poemas de Tommaso Di Dio
(De Tuya y de todos, 2014)
Todo esto nosotros no lo podemos olvidar
una vez empezada esta empresa.
El joven chico down
distribuye los periódicos. Todas las mañanas
no los vende no los compra
bajo la marquesina. Cuando llueve.
Cuando hay sol. Leva la cuenta
de los minutos que faltan, porque llegue
el autocar que te echa en la ciudad
hacia un trabajo en otro lugar. Encontró
su tarea; su fatiga, su sitio
sin precio ni renta. Toma el periódico
que te entrega; míralo.
También él, mientras pone en obra el mundo
sonríe
en el nombre de nadie.
*
El día que se realiza; de alguna parte en la mente
la hierba, cada uno de los
ladrillos que al alba toman
luz y presencia. Luego
la subida a lo largo de los bosques, la explanada
la casa baja y las pocas ventanas
los vidrios y lo opaco, la puerta que se abre y eres
cielo de miradas dentro de todo esto
sueño inocente. Pero después de la noche hay
el aire frío y la oscura bajada en el metro; después llega
la cadena real de los abrazos
los escupitajos la ceniza que echar fuera
a viva fuerza. Y ella es allì; ruega
torcida y desanclada. Siempre ella
baila cae ofende, hace de todo porque nunca tú
la querrías así como ahora me amas
tua y de todos, esta
vida real más rica y arrugada
por el nada que no la abandona.
*
Quiero tu carne; el montón
de árboles y viento que dentro de tí
corre venas. Hay el sueño; el día y luego
el movimiento que propaga
vida cara y sangre
por todas las cosas que haces.
Se cuenta que algunos animales
se escondan al momento justo, vayan fuera
para morir invisibles. En cambio tú enseñas
como siempre tu carne sea
hoja, nieve; tú no tienes miedo
cada día frente a mí
de caer.
*
La tierra es una costra sutil
asfalto tubos grava, luego
capas ya fósiles, ladrillos, fundamentos y más abajo
la muda arena. Y esta lengua falsa
parece tenernos, retenernos
sobre el plan seguro de las cosas; dar aliento
aire sobre los corrales, en las cumbres los árboles
la luz que allì se encorva y dobla según la mano
que toma, la mano que deja. Pero en el ámbar.
Y en el basurero. A los lados de la calle, en la burbuja hueca
dentro de la corteza y dentro de la enterrada
piedra lentamente raspada, la vida
y menos muerte que esta
carne dehecha cada vez más
por la la alegría; qué es
y tiembla.
*
La mañana, enderezan las mesas
al bar del parque. Luego, los palomos a tierra
van por las migas y los escasos restos
de los desayunos entre los bancos y las blancas
piedras de la grava. El obscuro entre ellos y nosotros, la sombra
que divide los gestos y fracciona
los perfiles y las especies, en la hojarasca
cariacuchillado por la primavera. Y ahora después de marzo
abril junio; y ahora en el verano
que nos adelgaza con su calor y borra
cada signo, cada diferencia. Qué destroza
esta alegría de techos y multitudes, árbol
guardacantón perro cara ciudad vuelta ciudad.; cosa son
las lágrimas
de estas bestias qué no lloran.
*
Nos despertamos la mañana con este sabor
y el orden preciso de las ventanas. La sucesión
de la lluvia y de padre, madre. Ir
contra la tierra, contra la acera
fracasado hijo con la cara que
se desperdiga. Sin embargo falta
todavía tiempo al tiempo; estaciones a los años
horas a los días y piedras a las montañas y corteza
a los bosques empinados sobre los brazos de mi familia.
Camino avanzo. Obro hablo.
Al punto ciego de lo que hago
siempre deseo, todavía deseo.
Deseo vivir.
(De Favole, 2009)
Aquella vez que reteniste la sonrisa
por un tiempo largo como un color.
Aquella vez que lo teniste en la cara
antes de la forma, antes del dolor
que perfila su contorno.
Hay los parques, las estaciones. Hoy hace dos días
que llueve a cántaros. Fuera la tierra tiene que estar empapada
de cielo y a cada paso deberías sentir un ruido.
La intrusión de las nubes. El perfil de la sonrisa.
Cielo y cara son sendas.
*
Entrar. En el pecho. En los kilómetros.
La cara muda como una tierra. Este cielo entonces
hacia atrás atacado durante el sueño
sin tiempo, por horas. Hacer el amor sin la mínima sospecha
que viento, caricias, maremotos de los brazos increíbles
hacen la obra, tienen
abiertas las caras de los amantes, abiertos al derrumbe de los años
todos los instantes. Te ruego, ten a mente tú
el paisaje cavado por las calles, este rostro grande.
*
Los obreros fuera de mi casa
cavan. Tienen los chándales naranjo y son muchos
alrededor del hoyo. De día tú
me dices que faltan los colores, que hay que hacer
reír a la gente. Ellos cavan. El hoyo es grande cuanto
pueda bastar a la entubación
de los cables y de los conductos en la tierra. Toma las cosas tú
las pones a los labios porque pueda
pasar una forma de calor. Tienen las máquinas, se mueven
alrededor del hoyo. Toma esta cosa
dura que brota sobre mi boca, cógela. Ellos
cavan. Abre tu boca y la lengua
borre cada nombre. Que se quede de nosotros este
signo mudo. Amor. Que cavan.
(inédito, enero de 2014)
Por fin se levantó de la mesa.
Y nos enseñó una calle que bajaba hacia el fundo.
Dijo: nosotros nos perderemos
porque muchas son las luces y los obstáculos invisibles.
Encontraremos escaleras a reacio, habrán
cofres de encina enterrados bajo farolas y entre los brazos
tendremos de repente esqueletos de ballenas.
Esperaremos, dentro del cuerpo
del palomo sobre el asfalto, entre hojas
húmedas esparcidas mientras el agua
nos estará encima sin lluvia ni nube ni viento.
A mitad del viaje, encontraremos a lo largo del bordo
de un lago que veremos
en la mentira de la mente. Sabremos luego todavía movernos
pasar metros, creer en los bidones y en las carretillas del gasto.
Sabremos hablar. Reconocernos. Rebosar.
Sabremos hacer trizas este nada
y levantaremos los brazos, cantaremos felices.
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(versión original en italiano)
Su Tua e di tutti di Tommaso Di Dio
“E lei è lì; prega / storta e disancorata. Sempre lei / balla cade offende, fa di tutto perché mai tu / l’ameresti così come ora la ami”, scrive Tommaso Di Dio nella poesia “Il giorno che s’avvera; da qualche parte nella mente” (p. 27), nella sezione d’apertura della sua più recente raccolta. Ma chi è quest’amante sempre presente, che parzialmente si dona nel suo costante, danzante movimento, per poi subito sottrarsi, lasciandoci indietro, ad osservarla muoversi da sola sulla pista? Chi è questa creatura bella, nostra e di tutti, che tacitamente ci invita alla danza, che ci abbraccia e ci bacia, che ci offende e respinge e al contempo fa di tutto per farsi amare?
La risposta non si fa attendere e arriva nei versi successivi della stessa poesia, che contengono anche il titolo del libro, come una dedica, al lettore, o all’amata stessa, che il poeta dipinge in tanti volti – cercati e trovati, intravisti, visti e riconosciuti o solo adombrati – nelle cose e nelle persone, nella natura e nella città, nella stasi e nel movimento; l’amata che il poeta disperatamente cerca e che rifiuta, che a sua volta offende e ricusa, che però ardentemente desidera e che odia, l’amata che lo disgusta e che lo attrae, che lo inebria e lo abbatte: “tua e di tutti, questa / vita reale più ricca e sgualcita / dal niente che non l’abbandona” (p. 27).
La poesia di Tommaso Di Dio cerca, sperimenta, mette alla prova le parole, le accumula e le isola, le separa e ricompone e accosta e ricombina, le ascolta risuonare nel tentativo di ricrearle, di mettere a fuoco quella vita celata “nella vita che ancora non ha / trovato un nome” (p. 30), per “dimenticarsi; di aver odiato / una volta in ogni dove il tutto / di questa vita” (p. 32), per “sporcare il giorno di tutti i sogni”, di quegli stessi sogni che sporcano gli occhi del poeta, che sono condanna e salvezza allo stesso tempo (p. 35).
“Tutto questo / essere stati non basta / bisogna ripetere tutto, capitolare.” Scrive ancora Tommaso Di Dio “Bisogna pagare” (p. 41), bisogna scontare il fatto stesso di esistere e d’aver vissuto, morire per rinascere e riprovare a essere interi, provare a vivere in modo autentico, abbracciando ogni cosa senza lasciarsene sopraffare, osservando il mondo senza lasciarsene fagocitare, annullandosi nel buio del suo ventre, avere il coraggio di sopportare la rivoluzione della gioia e lo sconvolgimento dell’essere, presenti: “Ai bordi della strada, nella bolla cava / dentro la corteccia e dentro la sepolta / pietra lentamente abrasa, la vita / è meno morte che questa / carne sfatta sempre più / dalla gioia; che è / e trema (p. 47). Essere nati non è infatti sufficiente per essere, esistere non basta per essere vivi, “Nascere non è / generare: oggi bisogna dare / vita alla vita (p. 81), vivere appieno è cercare di comprendere “come splendono per la terra oscura / tante vite (p. 48), riconoscersi parte di una vita che è ovunque in attesa di essere cercata, desiderata, abbracciata, non mediante l’azione, non attraverso la conquista, ma con la sola carezza dello sguardo che indaga: “Al punto cieco di ciò che faccio / desidero sempre, desidero ancora. / Desidero vivere” (p. 65).
In questa sua ricerca di senso, in questo suo tentativo di abbracciare la vita e di fotografarla, lo sguardo del poeta si muove come l’occhio di una telecamera che si aggira ora per le strade di Milano e nei suoi giardini, tra i rifiuti e nell’umano abbandono, tra le contraddizioni che fanno convivere ricchezza e povertà, solitudine e annullamento nel caos urbano, per poi perdersi lungo i sentieri che cuciono un paesaggio naturale all’apparenza deserto, o serpeggiano tra i chiaroscuri del bosco, e ritrovarsi di nuovo nella periferia cittadina, scendere nell’inferno della metro, o risalire nell’adrone delle scale fino al buio della casa, d’ogni casa e d’ogni solitudine silenziosa, di volta in volta inquadrando brevemente i particolari, soffermandosi un istante, per poi proseguire alla velocità della vita stessa, che lascia indietro chi non sa tenerne il passo e indugia. Nella sua ansia di abbracciare ogni cosa l’occhio del poeta mescola, confonde e interseca i piani – paesaggio interiore e paesaggio naturale, paesaggio umano e paesaggio urbano, realtà e sogno, presenza e proiezione – con un andamento linguistico inglobante, che fa spesso uso della paratassi e dell’accumulazione, diradando la punteggiatura fin quasi a eliminarla nell’enumerazione di cose e persone, istanti e sentimenti e frammenti di visione, “L’Italia le case le montagne; le domeniche / spianate a furia di preghiere / i mattoni la tivù / le chiese” (p. 38), e poi ancora “verso il bosco che fa fatica / di foglie e rami sempre più grumo / e miseria, palazzi squarci / androni orari abbracci che temono / l’oltre di una porta a vetri / per terra vedi vetri” (p. 46). In quest’accumulazione che compone il tutto per disfarlo in frammenti, il ritmo del verso corre rapido per poi all’improvviso spezzarsi e ricomporsi nell’enjambement, fino a mettere a fuoco un particolare, che si staglia nitido per un istante, per poi spesso rivelarsi altro al verso successivo. Le cose ci appaiono (e sfumano, confondono, mescolano) così come appaiono alla mente del poeta, rielaborate dalla percezione e dall’esperienza individuale, e poi nuovamente rivelate nella loro materialità, in un florilegio spesso metonimico di percezioni sensoriali che confonde i sensi e il senso. Tutto nella poesia di Tommaso Di Dio è corpo abitato da una vita brulicante, umana, animale, urbana, ovunque c’è una traccia del passaggio d’altre vite: gli alberi hanno braccia e gli uomini rami, la città ha foglie che perde nel vento e la lingua stessa è corpo dove ci s’immerge per rinascere invocando il pugno annichilente della gioia: “Lingua morta / che nelle cose vive alberghi e lasci / la tua crepa come uno stigma; fa’ che io possa / mettere la testa tutta dentro / che io vi spinga / battendo reni cosce petto un pugno / di gioia terrena” (p. 23). La lingua è insita nelle cose stesse, che s’impongono un nome nel proprio stesso offrirsi, che si allineano, una accanto all’altra, o si addossano in parole, dando corpo vivo e respiro – ora esteso, ora franto, ora sospeso – al verso, formando un corpo in movimento, che costantemente di disfa e riforma, un corpo metamorfico in continua evoluzione, che non è mai come appare ma sempre in formazione, un corpo magma che esplode e si ricompone per generare forme nuove e inaspettate dall’argilla del linguaggio “le parole esplodono / e sono cera pasta biologica, non tengono / decadono. E allora t’alzi; e ricominci. / Insisti fin che dura questo male / scrivere / le cose che passano” (p. 45). In quanto corpo, la lingua stessa è destinata a un continuo processo biologico di dissoluzione e ricomposizione dalla materia delle parole, la lingua stessa non resta e non fissa, perché le parole sono cose destinate a passare e a ricominciare sempre. La lingua è pertanto menzogna che sembra offrire un sostegno e un appoggio “sembra tenerci, trattenerci / sul piano sicuro delle cose” (p. 47), che sono invece pervase da un moto segreto e inarrestabile, che confonde i piani di realtà e percezione, in un processo che porta alla progressiva o istantanea “distruzione del fenomeno” (p 59). In questo libro, nostro e di tutti, come lo è la vita, il poeta non vuole circoscrivere o spiegare, delimitare o definire, non vuole cercare di dare un nome al luminoso mistero dell’esistenza, ma auspica “Che mostrino le cose / come un vanto la loro / opaca maniera non altro sia / l’incandescenza” (25). Le cose in questo libro non sono de-scritte, semplicemente avvengono, si avverano, ovvero stanno, esistono, nella loro oggettività, che si riverbera nella mente che le accoglie, semplicemente: “Il giorno che s’avvera; da qualche parte nella mente / l’erba, ogni singolo / mattone che all’alba prende / luce e presenza” (p. 27). Analogamente, la gioia di esistere, insita nella natura, si dà con la naturalezza che ci assale nell’“impossibile suono delle cicale”, “ e quel sorriso / di chi da dove. Nelle pietre. Nella sabbia” (p. 58), in “questa gioia di tetti e moltitudini, albero / paracarro cane volto città” (p. 57), nel tutto che esiste inconsapevolmente, mentre gli esseri umani cercano spasmodicamente un equilibrio tra dare e avere, in un movimento costante, che non porta a niente, tormentati da un desiderio che non ha oggetto, finché non comprende che il proprio oggetto è la vita stessa, la sua custodia: “Tavolini fuori, bicchieri / mani che sporgono per avere / tempo di dare tempo / alla moglie all’amico al figlio, al fratello. Non è gioia. […] Sono queste cose che non continuano / dopo di noi, che muoiono / con dolcezza, senza di noi; a farci forti / capaci, come una madre / senza speranza e serena” (p. 53.)
La poesia di Tommaso Di Dio sembra voler ricomporre e ricostruire il mondo attraverso il lavoro dell’esperienza “prodotta in sonno dal volto, che costringe a risalire / per le vene le tracce, i depositi, le sacche / l’ordine di tutte le parole / che ci trovano” (p. 74). Non è dunque ricerca di parole per comporre un senso, ma attesa di parole che nel loro darsi, accumularsi, separarsi e ricomporsi originano un nuovo senso che prescinde dalle apparenti certezze date dall’esperienza: “Cancelliamo dall’esperienza / ogni cosa. L’albero, la salita; la silenziosa / fatica di una promessa, la discesa / e il salto nella gola del tunnel (p. 70). In questa ricerca a tentoni, privata del conforto dell’esperienza, in questo brancolare di tutti i sensi verso la ricomposizione di un senso, perdiamo anche le connotazioni spazio temporali, il succedersi delle stagioni. La scansione della vita diviene mentale, urtata dalla “sequenza / di giorno notte nebbia / e pioggia poi, d’estate / il sole (p. 60). In questa sua ansia di esistere, di cercare la presenza nell’azione, il poeta cerca di afferrare e stringere le cose “con tutte le mani” (p. 54) tentando di custodire “nel corpo e nella mente” “La completezza di pioppi palazzi campi, distese” (p. 51) e le storie tacite dei volti incontrati, tentando sempre, continuando a salire, cadendo per ricominciare, cercando l’interezza di essenza e percezione e di comporre l’intrinseca contraddizione della vita, splendida e oscena, temuta e desiderata amante intrepida, sempre troppo forte, perché felicemente presente nell’interezza delle sue contraddizioni: “Ho cara la tua carne; l’ammasso / d’alberi e vento che dentro te / scorre vene. C’è il sonno; il giorno e poi / il movimento che propaga / vita faccia e sangue / per tutte le cose che fai […] Tu invece mostri / come la tua carne sempre sia / foglia, neve; tu non hai paura / ogni giorno di fronte a me / di cadere” (p. 37). La stessa compresenza, lo stesso brulicante movimento abita la vita di ciascuno di noi, che cerca di rispecchiarsi e riconoscersi nell’universale, senza però mai riuscire a estrarre un principio ordinante dal caos: “Quali fertili / aridi confini le nostre vite in risacca / fra strade di cemento e paure e jeans. Quando poi / s’apre una ferita fra i mattoni rossi e la faccia; sgorga / un tubo di terra una lacrima dal buco / qualunque del corpo che s’aggira qui / nella piazza” (p. 50).
Mentre “con gli anni la vita si complica / si confonde e immischia”, e “ogni mondo / a cui hai creduto come cosa salda e vera / è già di altri negli altri corpi / come una bufera che non riconosci più; che non riesci / ad amare più” (p. 19), la base da cui ricominciare sembra qui essere costituita dall’accettazione della perdita, della diminuzione che è arricchimento, nell’ammissione che “Qualcosa va perduto / non sarà di nessuno nessun tempo lo avrà / mai” (21). La strada della nascita e della creazione d’altra vita passa invece per l’attesa di scorgere la somiglianza nella moltitudine del dissimile: “aspettare / la grazia da qualche parte come me, la grazia / di qualche animale che come me / abbia fame” (p. 20).
Poesie di Tommaso Di Dio
(De Tua e di tutti, 2014)
*
Tutto questo non possiamo noi dimenticare
una volta cominciata questa impresa.
Il giovane ragazzo down
distribuisce i giornali. Tutte le mattine
non li vende non li compra
sotto la pensilina. Quando piove.
Quando c’è il sole. Tiene il conto
dei minuti che mancano, perché arrivi
il pullman che ti scacci nella città
verso un lavoro altrove. Ha trovato
il suo compito; la sua fatica, il suo posto
senza prezzo né guadagno. Prendi
il giornale che ti porge; guardalo.
Anche lui, mentre mette in opera il mondo
sorride
in nome di nessuno.
*
Il giorno che s’avvera; da qualche parte nella mente
l’erba, ogni singolo
mattone che all’alba prende
luce e presenza. Poi
la salita lungo i boschi, la spianata
la casa bassa e le poche finestre
i vetri e l’opaco, la porta che si apre e sei
cielo di sguardi dentro tutto questo
sogno innocente. Ma dopo la notte c’è
l’aria fredda e la scura
discesa nella metropolitana; dopo arriva
la catena regale degli abbracci
gli sputi la cenere da scacciare via
a viva forza. E lei è lì; prega
storta e disancorata. Sempre lei
balla cade offende, fa di tutto perché mai tu
l’ameresti così come ora l’ami
tua e di tutti, questa
vita reale più ricca e sgualcita
dal niente che non l’abbandona.
*
Ho cara la tua carne; l’ammasso
d’alberi e vento che dentro te
scorre vene. C’è il sonno; il giorno e poi
il movimento che propaga
vita faccia e sangue
per tutte le cose che fai.
Si racconta che alcuni animali
si nascondano al momento giusto, vadano via
per morire invisibili. Tu invece mostri
come la tua carne sempre sia
foglia, neve; tu non hai paura
ogni giorno di fronte a me
di cadere.
*
La terra è una crosta sottile
asfalto tubi ghiaia, poi
strati già fossili, laterizi, fondamenta e più giù
la muta rena. E questa lingua falsa
sembra tenerci, trattenerci
sul piano sicuro delle cose; dare fiato
aria sopra i cortili, nelle vette gli alberi
la luce che lì s’incurva e piega secondo la mano
che prende, la mano che lascia. Ma nell’ambra.
E nella pattumiera. Ai bordi della strada, nella bolla cava
dentro la corteccia e dentro la sepolta
pietra lentamente abrasa, la vita
è meno morte che questa
carne sfatta sempre più
dalla gioia; che è
e trema.
*
Di mattina, raddrizzano i tavoli
al bar del parco. Poi, i piccioni a terra
vanno per le briciole e gli scarsi resti
delle colazioni fra le panche e le bianche
pietre della ghiaia. L’oscuro tra loro e noi, l’ombra
che divide i gesti e fraziona
le sagome e le specie, nel fogliame
sbregato da primavera. E ora dopo marzo
aprile giugno; e ora nell’estate
che ci smagrisce col suo calore e cancella
ogni segno, ogni differenza. Cosa schianta
questa gioia di tetti e moltitudini, albero
paracarro cane volto città; cosa sono
le lacrime
di queste bestie che non piangono.
*
Ci si sveglia al mattino con questo sapore
e l’ordine preciso delle finestre. La successione
della pioggia e di padre, madre. Andare
contro la terra, contro il marciapiede
fracassato figlio con la faccia che
si sparpaglia. Eppure manca
ancora tempo al tempo; stagioni agli anni
ore ai giorni e pietre alle montagne e corteccia
ai boschi altissimi sopra le braccia della mia famiglia.
Cammino avanzo. Opero parlo.
Al punto cieco di ciò che faccio
desidero sempre, desidero ancora.
Desidero vivere.
(Da Favole, 2009)
*
Quella volta che hai trattenuto il sorriso
per un tempo lungo, come un colore.
Quella volta che lo hai tenuto nel viso
prima della forma, prima del dolore
che ne sagoma il contorno.
Ci sono i parchi, le stagioni. Oggi sono due giorni
che piove a dirotto. La terra fuori deve essere fradicia
di cielo e ad ogni passo dovresti sentire un rumore.
L’intrusione delle nuvole. La sagoma del sorriso.
Cielo e viso sono sentieri.
*
Entrare. Nel petto. Nei chilometri.
La faccia muta come una terra. Questo cielo allora
di schiena attaccato durante il sonno
senza tempo, per ore. Fare l’amore senza il minimo sospetto
che vento, carezze, maremoti delle braccia incredibili
fanno l’opera, tengono
aperti i visi degli amanti, aperti al crollo degli anni
tutti gli istanti. Ti prego, tieni a mente tu
il paesaggio scavato di strade, questo volto grande.
*
Gli operai fuori di casa mia
scavano. Hanno le tute arancio e sono tanti
intorno alla buca. Di giorno tu
mi dici che mancano i colori, che bisogna fare
ridere la gente. Loro scavano. La buca è grande quanto
possa bastare all’intubazione
dei cavi e dei condotti nella terra. Prendi le cose tu
le metti alle labbra perché possa
passare una forma di calore. Hanno le macchine, si muovono
intorno alla buca. Prendi questa cosa
dura che germina sulla mia bocca, prendila. Loro
scavano. Apri la bocca tua e la lingua
cancelli ogni nome. Rimanga questo di noi
segno muto. Amore. Che scavano.
Infine si alzò dal tavolo.
E ci mostrò una strada che scendeva verso il basso.
Disse: noi ci perderemo
perché molte sono le luci e gli ostacoli invisibili.
Troveremo scale a ritroso, ci saranno
scrigni di quercia sepolti sotto lampioni e fra le braccia
avremo d’improvviso scheletri di balene.
Ci aspetteremo, dentro il corpo
del piccione sull’asfalto, fra foglie
umide sparse mentre l’acqua
ci sarà addosso senza pioggia né nuvola né vento.
A metà del viaggio, ci ritroveremo lungo il bordo
di un lago che vedremo
nella bugia della mente. Sapremo poi muoverci ancora
varcare metropolitane, credere ai bidoni e ai carrelli della spesa.
Sapremo parlare. Riconoscerci. Fuoriuscire.
Sapremo fare a pezzi questo niente
e alzeremo le braccia, canteremo felici.
(inedito, gennaio 2014)