Por Ashle Ozuljevic Subaique*
Crédito de la foto Microbio Ed.
Sobre Todas las madres me recuerdan a ti menos la mía (2021),
de Rodrigo Ponce**
No sobre hojas A4 con manchas de café
sino sobre hojas encuadernadas
dobladas algunas puntas
y manchas de café.
I.
Todas las madres me recuerdan a ti menos la mía puede ser un diario sentimental / un diario de viaje o puede ser un compendio de escenas amatorias/amorosas/solitarias —todo en concordancia y quizá de manera simultánea. Puede ser una manta tejida que intenta cubrir del frío que ingresa por una ventana mal cerrada. O el ritmo de los pasos que se alejan por calles de adoquines: una detención aquí, para mirar la vitrina de una librería, otra allá, frente al escaparate de una tienda de segunda mano; tal vez las huellas ingresan a un bar o tal vez titubean y decantan por ir a alguna plaza repleta de naranjos o por volver a casa, pero a cuál.
Todas las madres me recuerdan a ti menos la mía puede ser, a ratos, un cuadro de pasteles al óleo sobre cartón reciclado coronando un escritorio atiborrado de libros y tabaco, o una melodía de saxo que canta a algo que puedo llamar amor, pero cuál. Como al amor, pero a quién. Como al amor perdido; pero, ¿hay algún amor que no lo sea? ¿existe la persona de la que nos enamoramos fuera de nuestra mente o son absolutamente todos los amores imaginarios? ¿no es el deseo una batalla de antemano perdida? Acumulamos traumas y heridas, cada historia de amor pasado es una llaga mejor o peor cuidada/mejor o peor curada. Algunas supuran, otras son bellas cicatrices sobre las cuales pasar las yemas de los dedos, otras se subliman cuando se traducen a palabras no una, sino muchas veces.
II.
Retruco una pregunta leída por ahí: ¿cuál es la diferencia entre una madre y una madre? ¿cuántos poemas se necesitan para crear una? ¿cuántos grados de fiebre puede llegar a tener una pasiflora? Lo que se encuentra entre estos versos no son respuestas. Son poemas de una frescura caliente —ventiladores en la habitación en la que se acaba de hacer el amor—, lenguaje cotidiano, familiar, que flota sobre la página y decanta poco a poco, en los finales, dejando la sensación de golpe de gracia, suave cierre de puerta, última calada de un cigarrillo ajeno o el primer sorbo de una birra en verano, asfixiados al borde del Mediterráneo; finales que, estarán de acuerdo conmigo, son propiedad exclusiva de los buenos lectores.
III.
Me gusta, en este punto, la tentación de referirme a Rodrigo. Lo conocí -aunque esto es, por supuesto, una exageración- mientras él declamaba una serie de poemas breves que hablaban sobre el mar y me hacían pensar en el Pacífico. Estaban enumerados y su voz era triste o al menos, melancólica. Un mes después escuché el poema “Como una abeja ya extinta” seguido por otro sobre un cálculo renal ajeno y orina ensangrentada. Recuerdo el desconcierto entre un poema y otro, recuerdo no volver a ver la miel endurecida con los mismos ojos, recuerdo que confirmé la sensación melancólica pero ya no supe si en su voz o en mí. Tiempo después, le di muchas vueltas a la idea de las hermandades basadas en el temperamento triste, en las dolencias imaginarias que no por ello son menos reales, en la idea de la amistad entre dos niños que se acompañan en un rincón del patio durante el castigo de uno de ellos: hay en todo esto el deseo de ayudar cargando -aunque sea un poco, aunque sea una noche- el peso del otro. O al menos decirle que no está solo, que algo, también a una, le duele. Que todos nos vamos a morir pero que no importa. También dan ganas de decirle a ese niño lo que me susurró un anciano con parkinson durante un sueño: leemos el poema, claro, pero al hacerlo leemos al poeta —el niño castigado o el niño que desconoce esa sensación, el niño que juega con la madre por las mañanas sabatinas (madre propia o ajena) el niño que mira con ojos enormes un mundo abismal, el niño que se muere por lanzarse a ese abismo.
La tentación de hablar sobre esto, termina al recordar que Rodrigo comenzaría una de nuestras charlas largas sobre la autonomía del poema, recomendando la lectura de “De la literatura considerada como tauromaquia”, para terminar hablando de circunstancias de escritura, el peso del autoexilio, la indefensión frente a lo conocido, la ansiedad, las dudas, lo breves que se hacen las botellas de vino.
IV.
Sobre esas circunstancias, no sobre el vino, trata este libro. Tampoco sobre las dudas, pero bastante sobre la nostalgia y las dolencias. Sobre compañías en el patio en la noche en la cama en el autoexilio, compañías-lecturas, compañías-caminatas, una sombra que atraviesa callejuelas y que absorbe las cenizas que caen.
Se agradece la proyección de escenas sobre el fondo del Raval o de Santiago de Chile, una película en cámara lenta con actos cortados, que, sin embargo, explican lo que callan; parejas ansiosas, madres jóvenes, la noche recortada contra un edificio de narcopisos, contra un edificio de Villa Frei, un museo borroso, gotas de sudor que produce el cuerpo cuando se afiebra. Se agradece la proyección de música; jazz circulando los pisos, los gemidos de la vecina acompasados con los del Yo de Él, un patio cerrado que hace las veces de anfiteatro sonoro. Se agradece la apertura de los sentidos —a mi parecer, labor irrevocable de todo poeta— la sensación del cuerpo contra el borde de la cama, la marca blanda y pesada a la vez sobre la piel de los muslos, el deslizar de dedos sobre tatuajes, la densidad de la miel cubriendo los poros erguidos, la dulzura de ésta, la acidez de las frutillas, la amargura del semen, lo salobre del sudor.
V.
La doceava o quincuagésimo cuarta vez que vi a Rodrigo, me leyó parte de este libro bajo el sol que cubría un balcón de su piso en carrer Lleialtat. Deseé haber escrito muchos de estos versos o al menos haber inspirado uno que otro poema así. Deseé verlos sobre hojas encuadernadas. Es, por lo tanto, un tipo de orgullo el que sentí al saber que por fin verían la luz pública. No un orgullo de madre, para eso ya hay bastantes circulando, intactas, salvadas sus santas memorias, entre esas líneas, y me alegra que así sea.
*(Chile). Poeta, ensayista y narradora. Estudió Literatura en Santiago de Chile y Yoga en Buenos Aires (Argentina). En la actualidad, trasplanta hiedras. Ha publicado en narrativa Vidas robadas (2011) y la novela experimental Anteojos de sal (2013); en ensayo El silencio final: Representación y gesto en Diario de muerte, (2015); y en poesía Tres (2016) y Botánica (2020). Este año se publicarán Cartografía (narrativa) y una reedición ampliada de Tres con ilustraciones de la autora.
**(Santiago de Chile-Chile, 1994). Poeta y narrador. Reside en Barcelona (España) desde 2018. Cofundador del colectivo poético Antropófagos. Se desempeña como director de talleres de poesía. Obtuvo el II lugar del Concurso Nacional de Poesía Aristóteles (Chile, 2021). Ha publicado en poesía Todas las madres me recuerdan a ti menos la mía (2021).