Sobre «Singladura» (2023), de Pedro López Lara

 

Por Marina Casado*

Crédito de la foto (izq.) Ed. Renacimiento /

(der.) www.entreletras.eu

 

 

Sobre Singladura (2023),

de Pedro López Lara**

 

 

Llega a mis manos Singladura (2023), el más reciente poemario de Pedro López Lara, un escritor con dilatada trayectoria que ha sido reconocido con galardones de la talla del Premio de Poesía Rafael Morales o el Ciudad de Alcalá. Son sus poemas hondos y condensados, certeros; el lector no puede degustarlos sin abandonar la superficie, como si un brazo invisible emergiera de entre las páginas para llevarlo consigo y, cuando quisiese darse cuenta, ya estuviera buceando por las profundidades.

Singladura plantea un recorrido desde el origen de la vida a su conclusión, en un tono analítico y cerebral, perfumado de ironía y humor inteligente. Es como si el autor contemplara la realidad íntima y la externa desde una posición ajena, casi científica. Sin embargo, comienza aludiendo a la fe, que da sentido a la poesía: “Busca el poema traducir/ algo que en un tiempo remoto vio u oyó”. Concibe el poema, pues, como un medio de recuperar un mensaje sepultado en el tiempo: “tal vez fueran/ las últimas palabras, anatema o legado,/ de un dios que, fatigado, se borraba”. El poema es repositorio de la fe; el poeta tiene la “tarea” de recordarlo. Hay en esta imagen ciertos ecos de la concepción romántica de la poesía: el poeta como mensajero del lenguaje de los dioses, de la naturaleza.

 

El poeta Pedro López Lara

 

La fe, para el autor, se relaciona con el misterio. Es “algo más oscuro y primordial”, la “voz del Padre primigenio y paciente”. El origen se halla envuelto en la incertidumbre, lejano; es necesario recordarlo para encontrar la propia identidad, para ordenar el mundo natural. Aunque ese origen provenga del caos y lo salvaje todavía palpite en nosotros: “Conservamos memoria del tigre que fuimos”, “Memoria de una jungla/ en que sangraba con fruición la vida”. La fe, finalmente, adquiere la forma de una cueva “que agradece el respeto a su leyenda”. Indica el poeta: “déjate conducir hasta su centro:/ en él verás la Puerta”. Es decir: la intuición, y no la certidumbre, juega un papel primordial. Y esa “Puerta”, que podría identificarse con la verdad, nos trae ciertas reminiscencias de la caverna platónica.

Plantea también la fragilidad de la fe, derrotada por el paso del tiempo: “Dura el testigo más que su milagro,/ se prolonga más allá de lo que supo o vio”. Incluso aquellos que creían “van necesitando ahora comprender también/ aquello que no pueden discernir y se les vuelve misterio”.

Otro elemento fundamental en la obra es la memoria, abordada desde varias perspectivas. En primer lugar, el olvido: “Nada que es primordial se pierde sin esfuerzo”, afirma el poeta, que considera el acto de olvidar como un sacrificio voluntario del ser que necesita purificarse, librarse de “incómodos vestigios”. En sus palabras, “una metamorfosis íntegra,/ cuya última fase consiste en olvidar/ que siguen en nosotros incrustados los restos,/ tóxicos aún, de aquello que era primordial”.

Sin embargo, no hay una voluntad real de olvido, sino, más bien, de ajuste de cuentas con el pasado. La voz lírica busca un equilibrio en su presente analizando las emociones de antaño, como el amor, contenido en el pronombre “nosotros”, y ocupa una posición externa, contemplándose a sí mismo desde la lejanía para juzgarse:

Las he traído aquí para que testimonien./ Son las vidas gastadas que pasé buscándote,/ mientras al parecer seguías tú en la otra, la nuestra,/ compartida con alguien,/ a quien dicen ahora que podría ser yo.

 

 

Dicho análisis solo es posible desde esa distancia temporal, ya que la emoción amorosa se identifica con la pasión, se opone a la racionalidad: “Desaparezca amor sin estridencias,/ sin ruegos ni llamadas”. Sin pasión, solo es “una réplica”.

En ese proceso analítico, la voz lírica se fija también en la cara oscura de la humanidad y trata de aclararla, de revelar los entresijos de la hipocresía y de la mentira, como infecciones que devoran la sociedad. La hipocresía es “un edificio monstruoso” donde las personas “se dicen incapaces/ de vivir o pernoctar una noche siquiera/ […] al tiempo que deslizan/ sus sombras hacia él, lascivamente prolongadas”. Respecto a la mentira, “es triste porque abre una grieta/ entre lo que pudimos ser […] y lo que vamos siendo”. Los seres humanos son árboles cuya verdad revelan sus raíces: “Hasta qué punto fue capaz de entender / el cometido íntimo que le asignó la tierra”. Hay una dignidad implícita en la imagen de los árboles o en la de las manos, que también aparece en varios poemas para representar a los hombres: manos que deben asumir una tarea o misión asignada por la naturaleza; manos que conservan esa fortaleza aun en la vejez: “si las retáis a un pulso, las veréis/ arrastrarse y llegar hasta la mesa/ —mesa que las recuerda y se doblega a ellas—”. Lo contrario a esa dignidad (la dignidad de Job) es la queja infructuosa: “la de un muñón que no se atreve nunca/ a ser la mano que no fue y empuñar algo”. O la mediocridad, esas “vidas absueltas”: “Son existencias que engrosan la lista,/ inestridentes pasan,/ conviven entre sí y se concilian”. La traición, que “se concreta en la terraza de un bar,/ a plena luz del día”, también forma parte de ese bando.

Tras ese ajuste de cuentas con el pasado y con las actitudes indignas, el poeta, no obstante, confiesa: “Si lo pudiera quemar —el mundo—, no lo haría”. Y mira hacia sí mismo, juzgándose también: “Soy el monstruo final, acumulado,/ producto de infinitas turbaciones”. Él pertenece a la “gente del filo”, aquella que conoce “la afección y la herida”. Este juicio a sí mismo es necesario para alcanzar una conclusión sobre su propia identidad, el resultado de todas las identidades que han convivido en su persona a lo largo de su vida, de la que brota “un intruso” que pide explicaciones, “Alguien desconocido que asegura/ que nos conoce”. Esas identidades quedan desintegradas en uno de los poemas postreros, “Versión última”: “Qué va a pensar de mí el último/ de los que hayamos sido”.

 

El poeta Pedro López Lara

 

La necesidad de conocerse surge debido al paso del tiempo, a esos días innumerables que parecen los huevos de una gallina, que lo han conducido “hasta esta edad inverosímil que ahora tengo”. Porque cada vez más nítida se alza la constancia de la muerte, frente a la cual todo adquiere una importancia relativa: importa el desenlace, las “piruetas” de la vida se vuelven “irrelevantes”. Y entonces, el poeta se enfrenta a la idea de la culpa: “Si para ser absuelto/ he de reconocer todas mis culpas,/ no creo que tengamos/ ni vosotros ni yo memoria y tiempo”. Y a la del fin, abordada con un cierto nihilismo: “Si llegas hasta aquí y, como yo,/ no has entendido nada, es tu hora/ de afrontar la verdad: no había nada,/ no hay nada que entender”.

Por último, vuelve a juzgarse desde el extrañamiento, en un ejercicio de metaliteratura: “Releer los propios versos es tarea ingrata./ […] Quien en ellos se expresa es un desconocido/ cansino y amargado […]/ Parece obsesionado con la muerte”.

En síntesis, se trata de un poemario profundo, reflexivo, filosófico, que atrapa al lector y lo conduce, en ese viaje o “singladura”, hasta el final, a través de poemas condensados, sobrios, impregnados de ironía. El poeta emite un juicio contra su pasado, su presente, sus propias y consecutivas identidades. Nadie sale triunfante.

 

 

 

 

 

*(Madrid-España, 1989). Poeta y ensayista. Periodista por la Universidad Carlos III de Madrid (España) y doctora en Literatura Española. Profesora de Lengua castellana y Literatura en la Comunidad de Madrid y colaboradora habitual en El País con reportajes sobre el Madrid literario e histórico. Ha obtenido el Premio Carmen Conde, el I Premio del VII Certamen de Poesía Rafael Morales y el Primer Premio del Certamen de Relato por el XX Aniversario de la UC3M (Universidad Carlos III de Madrid), el Primer Premio del VI Certamen Literario Ser Madrid Sur y el del XV Certamen de Relato Corto Eugenio Carbajal, así como ha sido finalista del Premio Adonáis de Poesía en 2018, 2019 y 2020. Ha publicado en poesía Los Despertares (2014), Mi nombre de agua (2016), De las horas sin sol (2019) y Este mar al final de los espejos (2020); y en ensayo El barco de cristal. Referencias literarias en el pop-rock (2014) y La nostalgia inseparable de Rafael Alberti. oscuridad y exilio íntimo en su obra (2017).

 

 

 

**(Madrid-España, 1963). Poeta. Doctor en Filología hispánica. Ha publicado artículos y reseñas sobre temas literarios en revistas como Anales Cervantinos, Revista de Filología Románica, Entreletras, La República de las letras o Dos orillas, así como manuales didácticos de Lengua y Literatura. Obtuvo el Premio de Poesía Rafael Morales (2020) y el Premio Ciudad de Alcalá de Poesía (2021). Ha publicado en poesía Destiempo (2021), Museo (2022), Meandros (2021), Dársena (2022), Escombros (2022), Filacterias (2023), Iconos (2023) y Singladura (2023).

 

 

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