Por Nicolás López-Pérez
Crédito de la foto (izq.) Andesgraund Ed. /
(der.) el autor
Ejercicios de espeleología. Sobre Roca negra (2020),
de Omar Alarcón
En el principio de esto, un petroglifo. Dos antropo|formas. Una de boca abierta. La otra, de boca cerrada. La primera, un enigma al paso, ¿qué indica el semblante de esa antropo|forma? Preciso: pupilas en ascenso, en preparativos para emitir una vocalización. Pregunta, ¿qué verbo va ahí? ¿Necesitamos más datos? Obviemos el contexto y desconfiemos de la imagen al tiro. Gritar, cantar, bostezar, rezar, hablar. Algunas respuestas posibles. En cualquiera de ellas, ¿cuál sería la causa y cuánta sería la intensidad? ¿Y con la figura de boca cerrada, acaso su acción es solo callar y escuchar?
Adelante las palabras esperan. No han llegado hasta mi torrente de sensaciones nerviosas para ver qué ocurre. Primeras páginas, voy viajando en la voz —cuyo timbre ya he oído— de la poeta peruana Virginia Benavides Avendaño. Me dejo arrullar por sus impresiones. Leo, subrayo y desordeno en mi cabeza. Transcribo:
«La desolación y el vacío de estar vivos y heridos en un mundo poco dispuesto a otorgarnos verdades. Lo precario. Lo inasible. Palabras que son desde la ausencia y el silencio. Nos encontramos con una poesía que recorre el camino, una roca que se desborda por el acantilado, desde la oscuridad, construyendo la fe, ¿qué puede escribirse desde el derrumbe o el silencio de los que no tienen voz o carecen de nombre?».
Ingreso en la lectura de Roca negra. Imagino una escena donde el poema ya no es poema y las palabras tienen su propia fuerza de gravedad ya no igual a lo que depende del papel, sino algo mezclado entre Newton y la mismísima realidad. Hay un silencio. Imagino. Pienso ahora que esa escena imaginada es un rodaje de cámara. El poeta es la cámara y el poema es el camarógrafo. Hay más silencio. La antropo|forma de boca abierta, esculpe a mis oídos los siguientes ruidos: ¿quién dibuja una puerta / en medio del vacío? ¿quién modela en barro/ la forma del viento? Una pregunta sin voz.
Una película que progresa entre planos. Algunos apuntes. Somos una vasija encerrando/ la ilusión de ser alguien. En nuestro interior/ el silencio/ guarda. La custodia es de la palabra silencio. Una palabra que hace mucho dejó de ser palabra. Su nombramiento es una de las cosas que nos dan y quitan sueños. Por otra parte, el silencio opera como un desajuste en la configuración del lenguaje común, como formateo de una escritura que se va, se hace ruta, tono de habla y manera de estar en el mundo. Estoy pensando en ejercicios con y en el silencio. Por ejemplo: White Painting (1951) de Robert Rauschenberg confrontado con 4’33” (1952) de John Cage. Arte visual y música. Nada muy lejos de la poesía. En esos ejercicios, nos quedamos en blanco frente a la contemplación de tres lienzos en blanco, uno al lado del otro, como formando un tríptico. O en el escenario de un teatro, un intérprete está quieto frente a un piano —sin tocar— y el silencio se manifiesta tirando y aflojando al interior del individuo —espectador—, intentando inaugurar un intersticio donde algo se revela. Un kairos. Aunque todo el mundo esté mudo, en el interior, el silencio se inquieta, tiene sus propios Big Bang. Cambia algo de lugar.
Mediante el ritmo me abro paso en la caverna, en el mundo interior que urden las palabras y los silencios ensamblados por Omar Alarcón. El poeta es un moderador de silencios. Roca negra va directo a la secuencia de imágenes, como una cadena, como un filme en monocromo. Imágenes de la inmutabilidad y reinicio de la propia vida. Una vida que nos es dada en tanto estamos en lugares genéricos pero específicos. Celebrando la lluvia, por ejemplo: como una nueva oportunidad para vaciarnos. O en cada respiración, volvemos a tocar nuestro cuerpo, hecho carne. Una vida que nos es dada en tanto vamos perdiendo esa capacidad de escudriñar en lo visible, porque estamos aferrados a dar por hecho lo visible y rajamos a buscar lo invisible. Este trabajo traza un camino sobre las pequeñas cosas de los sentidos, las más sencillas, las más emocionantes. Somos lenguaje: regresamos a un grado cero guiados por el silencio.
Y el silencio, como la poesía, es un estado. Se está poeta. Se deviene cadáver. Temprano o tarde. Poeta es un catalizador, de sensaciones que pasan por las manos de Eros y Tánatos. Lo que se ama. Lo que fenece. Idas y vueltas. A veces sin la posibilidad de distinguir cuál es cuál. Una experiencia de dislocamiento que se graba y traduce. En palabras. En pensamientos que son pastoreados por la luz. Hasta llegar a un destino para auscultar un silencio. Puedo plantar mi cadáver como una semilla del mar en las manos de cualquier ser humano. El lenguaje, en esta oportunidad, es un efecto que se libera en la mente desencadenando procesos neurológicos. La dicha de enmudecer, volviendo a ser todo lo que es una semilla.
El reflejo/ de una imagen muda somos / Una sombra / sin cuerpo / Cada día / por nuestra casa transita / el entierro de un poeta. / Una procesión / sin muerto. El silencio no es la mudez. Desconfiemos de la imagen. La mudez, por otra parte, es una decisión. Lo que hacemos como humanos. Decidir. Una pertenencia al mundo o una forma de troquelar la lengua. Para algún fin en particular. Tal vez elicitan las cosas que lo tocan. Decidir. Que los ríos de la palabra fluyan en pequeños párrafos como pensamientos que se suceden, contemplando una escena o con los ojos cerrados meditando. La poesía como forma de pensamiento. O el pensamiento como monumento poético. De ahí que el vector de esta exploración de cavernas, de estos ejercicios de espeleología que Omar Alarcón intenta, sea “lo diáfano”.
Lo diáfano, quizás un lugar por donde iluminan los instantes donde nos toca lo compartido. Un lugar que es un destino común. Somos humanos otra vez, cuando nunca hemos dejado de serlo. Se rompe la jaula de la segregación. El plural como lo compartido, lo que nos toca en tanto finitud, en tanto fascinación evanescente. En palabras del poeta de marras: en nuestra mesa sólo nos pertenece aquello que compartimos. Lo que hacemos como humanos. Lo que nos expone a los fantasmas compartidos: la muerte, el extravío, el futuro y el vacío.
Me retroalimento en este viento de palabras. Magmatismo y fascinación. El magma enfriado, la roca negra. El ónix que refleja un par de ojos negros, la roca negra. Lo que se extravía en los ojos de los otros. No lo sé. Solo retengo que el silencio puede llegar a ser un instante donde la lava del ruido ha tocado una fuga por donde las palabras prefieren desaparecer ante la realidad. El silencio queda al descubierto. Al descubierto donde las cosas se han tornado nigérrimas, una vieja nueva muerte. Las cenizas, las ausencias resignificadas, lo que no nos llevamos en una mudanza sin vuelta atrás, de negrura, de otra vida después del fuego. Y a veces todo puede cambiar en una cadencia de olas. La roca negra es tacto. El mar choca las rocas negras de mi pecho. Adentro la lluvia borra todo lo escrito. Las cosas se disponen a un interior donde guarecerse, la poesía son las piedras con que la caverna personal se hace. Esa caverna embestida por las aguas, por el poema, en enervante e irrefrenable observación.
Veo a Omar y Virginia, al final de este sueño con palabras y, no sé, siento que se escribe desde el derrumbe y el silencio de los sin voz, de los sin nombre, se escribe sin voz sin nombre, el concierto de todo esto se hace espuma que por su sal subsiste un segundo más en la orilla.
*(Sucre-Bolivia, 1986). Poeta y cineasta. Su primera película, Mar Negro, obtuvo el Premio a Mejor Dirección en Bolivia (Premio Eduardo Abaroa, 2018), en la que se narra la vida y obra de Hugo Montero, el poeta que murió en el Hospital Psiquiátrico de Sucre (Bolivia). Ha publicado en poesía El corazón entrega sus muertos (2006) y Roca negra (2020).