Por Macarena García Moggia*
Crédito de la foto (izq.) Ed. Libros del Pez Espiral /
(der.) la autora
¿Cómo reclamar el derecho a decir todo?
Sobre Reclamar el derecho a decirlo todo (2017),
de Julieta Marchant**
Este libro está hecho de preguntas. Preguntas que se formulan en el silencio de la escritura. Preguntas que suenan como la música indistinguible de un piano. Preguntas que carecen de signos de interrogación, como los pensamientos. Las palabras preguntan cuando pensamos. Se vuelven ellas mismas un modo de interrogarnos. La interrogamos cada vez que pensamos frente a una página en blanco. Vuelta, cada palabra, una pregunta, el pensamiento comienza a convertirse en letra. En una letra indistinguible, acaso, incontestable. La letra de una música que oímos sin alcanzar a descifrar.
¿Qué lengua habla el pensamiento?, parece preguntarse Julieta en estas páginas. ¿En qué lengua cantaba Hölderlin desde lo alto de su torre mirando hacia el río Neckar?, se pregunta, con Anne Carson, al comenzar. Y luego agrega: «¿Cómo oír eso que se presenta como imposible de ser escuchado?».
«Como si fueran poemas esperando ser escritos», la autora se propone anotar en este libro, que es también un cuaderno por escribir, «los pensamientos impensados que acuna el oído», pensamientos que conservan, casi todos, el verbo en infinitivo, como queriendo prescindir de cualquier forma de conjugación. Como queriendo eludir, más bien, la sólida e inapelable conjugación del yo.
«Oír el lenguaje de las cosas antes de que alguien hable en su lugar», dice un pasaje. «Oír la propia voz y apropiarse de lo impropio».
Quien habla parece dirigirse entonces hasta el borde de la propia voz, que es también el borde de la palabra que nos nombra, de la primera palabra que se nos dirige para dibujar el contorno inicial de un yo. «Socavar el enmudecimiento del mundo en su totalidad» es también aquí «socavar la represión que ejecuta el nombre propio». Y. al borde de ese nombre, lo que suena es la voz materna, la voz que nombra y calla multiplicándose en el silencio de sus afanes en el jardín.
«Sentada en el jardín veo a mi madre. El zumbido de las abejas, el viento mece un naranjo, el cauto maullido del gato. Las pisadas de mi madre en el pasto, el chirrido de cada marco al ser sacado de la colmena». La imagen de esa madre vuelve una y otra vez al texto, abriendo paso a un hermoso sistema de ecos entre esa voz originaria que calla, la pregunta por la maternidad de la propia lengua y un lenguaje que nada sabe de los extravíos a los que nos somete el nuestro: el lenguaje de las abejas. Su extrema precisión ha servido, a las teorías de la lengua, para demostrar las complejidades del lenguaje humano, particularmente porque allí donde un cuerpo animal se mueve y genera signos a través de la danza, el nuestro habla y al hacerlo emite un sonido que nada sabe de coordenadas específicas, que es más bien un puro exceso de recuerdos y deseos y fórmulas contrafactuales que no responden a una necesidad inmediata. Menos aún a la de comunicar.
Como queriendo prestar oído a ese exceso, el texto oscila entre una voz que se oye a sí misma, que se detiene en la superficie sonora de las palabras que escucha –«todo sonido, en cada sonido, la reserva de tu voz», dice un verso– y, por otra parte, las labores de una mujer apicultora en cuyos gestos leves y silenciosas reverbera la pregunta por el sentido que las palabras reclaman.
Anoto entre paréntesis: Juan Luis Martínez escribió, en sus «Observaciones sobre el lenguaje de los pájaros», acerca de la desmesurada ambición de la escritura –y los pájaros– por escapar del círculo del árbol del lenguaje. Aquí lo que podría llamarse «Observaciones sobre el lenguaje de las abejas» parece hablarnos acerca de una escritura que intenta menos «desescucharse del oído que alguna vez los escuchara» que detenerse allí, precisamente, en el lugar del desescuchamiento, para escuchar la fragilidad, la transitoriedad y, más aún, la mortalidad de las palabras que nos constituyen.
El texto repite el verso «desaparece una lengua», y en esa desaparición resuena también la muerte de la abeja reina en manos de una que sabe que así, y solo así, el orden se conserva.
Con la precisión y el esmero de esa apicultora, Julieta construye en este nuevo libro un verdadero enjambre de imágenes y pensamientos cuya danza insinuante dibuja las coordenadas de un terreno poético que acaso colinda con la imposibilidad de decir de un poema como «Cómo decirlo», de Samuel Beckett, tanto como podría hacerlo con con el «Sólo para decirte», de William Carlos Williams. Lo recuerdo:
Sólo para decirte
que me comí
las ciruelas
que estaban en
la heladera
y que
probablemente
guardabas
para el desayuno
Perdóname
estaban deliciosas
tan dulces
tan frías
Entre lo uno y lo otro, entre la imposibilidad de decir y el decir apenas, Reclamar el derecho a decirlo todo es un libro que se plantea, todavía y pese a todo, la pregunta por esa posibilidad, quizá menos para recuperar una lengua muerta que para resistirse a morir con ella.
Fragmento de Reclamar el derecho a decirlo todo (2017)
(…)
Una niña teje un canasto
abraza su nombre al borde de un río
imita con los dedos la lengua materna.
Desaparece una lengua.
Pensar en borrarse detrás de las palabras. Pensar en aprender a morir. Pensar en la muerte presente
en cada palabra, en el habla que hace efectiva la muerte.
La voz de aquella que ya no está
aunque su modo de nombrar
no desaparece.
La primera nota de un violín
el arco que ingresa al cuerpo y lo derrumba.
El martilleo del respaldo de una cama
contra un muro.
Leer temblando la fecha que atraviesa todo poema. Leer que «yo» nombra
algo que muere, que un nombre es siempre un nombre de un muerto. Leer
amenazado por la destrucción. Leer: ¿puede herirse una lengua? Leer como
quien lastra una marca y una grieta. Leer, extender la mano.
Cada casa reverbera a su manera. Cada cuerpo –cavidad sonora, columna de aire– se inquieta. Tu nombre cala el oído. Perfora, y yo no termino de comprender la impiedad.
Cuando una lengua se apaga
un mundo empluma
las cosas se miden
por su estado de elevación.
Cuando una lengua se quema
los nombres abrochan las bocas.
Las bocas suspenden los oídos.
Los oídos guardan silencio.
Desaparece una lengua.
El llanto de mi madre en la pieza contigua.
El cuerpo como espacio acústico.
Tú dormido murmurando mi nombre
¿acaso eso fue el amor?
La voz de mi psicoanalista tantos años buscándose.
Mi madre gritando el nombre de su madre
yo amando el nombre de la mía.
Decir un nombre propio a la espera de un impulso.
Socavar la combustión que hace que las palabras se eleven. Socavar la
poesía como victoria ante la gravedad. Socavar la posición que es el poema.
Socavar el yo.
Ser un erizo entre erizos.
Encogerse ante el contacto con el lobo
que habita cada cuerpo.
Desaparece una lengua.
Sentada en el jardín veo a mi madre. El zumbido de las abejas, el viento mece un naranjo, el cauto maullido del gato. Las pisadas de mi madre en el pasto, el chirrido de cada marco al ser sacado de la colmena. «No está la abeja reina», dice mi madre. En pocos días los zumbidos enjambrarán en otro jardín. Todo orden depende de ella que, angosta y marcada con un círculo blanco, ha decidido retirarse. Encantada por otros ruidos, ella misma que es un ruido se reserva. El gato yace mudo en una isla de maleza. Mi madre sabe del dolor, sabe oírlo aunque nunca dice. Ella puede ser la abeja, ella puede ser mi madre.
Oír la lectura del mundo como se leen las estrellas. Oír la renuncia a pensar
por querer pensarlo todo. Oír que alguien despierta mediante la historia. Oír
el lenguaje de las cosas antes de que alguien hable en su lugar.
(…)
*(Santiago de Chile-Chile, 1983). Ha publicado el libro de poesía Aldabas (2016), la novela Maratón (2017) y, junto con Catalina Porzio, La tercera mano. Extractos de entrevistas a Adolfo Couve (2015).