Por Benito del Pliego*
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A VISTA DE ÁGUILA.
Notas para una lectura interpretativa de una selección de poesía de Isel Rivero. Fragmento de la introducción a Polaris. Muestra heterodoxa de poesía 1959-2020 (2021)
Lo que motivó esta amplia selección de textos de Isel Rivero** que decidimos denominar —como la traducción del título de la composición que cierra el libro— Polaris (en inglés Loadstar) fue sobre todo que su obra no había tenido hasta hoy la posibilidad material de mantener un diálogo con los lectores libre de los filtros que la dispersión de lugar y tiempo impone. Porque esta poesía es fruto de más de seis décadas de escritura entre dos lenguas, tres continentes y media docena de países y esta realidad, que podría considerarse resultado de factores extraliterarios, es sin embargo mucho más que una anécdota ya que, sea resultado o respuesta a estas condiciones de vida, la obra de Isel Rivero encarna eso que, de acuerdo con Edward Said, es uno de los rasgos indisociables de esa condición que llamamos exilio: la discontinuidad[1]. Esta muestra reconstruye un terreno que había sido parcelado y dividido de modo que dejó de haber, para casi todos los potenciales lectores, comunicación entre sus partes. Por eso esta muestra tumba cercas, salta muros, tiende puentes y desbroza caminos trazados por la autora pero, de hecho, imposibles de recorrer. Polaris facilita, por primera vez, la oportunidad de que cualquiera pueda hacerse una idea cabal de lo que la obra de Isel Rivero es y —aún mejor— de lo que nos queda por saber de ella.
Si la imagen de quienes somos depende de la posibilidad de comunicar, con cierta integridad, nuestra propia realidad; si depende de la continuidad de las voces que trenzan nuestra presencia en el tejido más amplio de una sociedad, una época, una tradición, una cultura… aquellos que no tienen la posibilidad de mostrarse al completo corren el riesgo de dejar de ser vistos.
Quizás por eso el primer paso para tratar de hablar de Isel Rivero sea saber de quién hablamos. Las noticias biográficas son insuficientes, incompletas. Como ocurre con otros outsiders de la literatura contemporánea, para situar a Isel Rivero no bastan las estrategias a las que la crítica literaria nos tiene más habituados: la fecha y el lugar de nacimiento sirven para ubicar a los que nunca se fueron muy lejos. Isel Rivero (La Habana, Cuba, 1941) es una poeta cubana solo si nos empeñamos en ver en ella a la autora que participó en esas instancias significativas para la historia cultural de la isla en que nació. Podemos hacerlo, pero esto no basta, esto la reduce al único aspecto de su vida que la cultura cubana parece estar interesada en subrayar, y que a su vez subraya sus propios intereses nacionales: su participación en el grupo El Puente es, efectivamente, clave[2]. Clave por lo que supuso para Isel Rivero y por lo que la disidencia del grupo significó para una Cuba literaria cegada por la revolución de 1958. Pero su vinculación con este grupo estuvo mediada por la distancia desde el momento mismo en que apareció la única obra directamente vinculada a él, La marcha de los hurones (1960). De modo que, pese a la importancia que la crítica le ha otorgado, este libro no es, visto desde la perspectiva que otorga la extensa obra de Rivero, más que una pequeña isla de su complejo archipiélago. Su relación con la literatura cubana se entiende mejor en la órbita de su diáspora, imprescindible también para hablar de la literatura de un país donde el exilio es constitutivo, endémico. Esta órbita tiene reflejo en los contactos de Rivero con escritores y artistas de origen cubano en Estados Unidos y Europa, y en sus colaboraciones en revistas (Mariel, Diario de Cuba, Revista Hispano-Cubana…), editoriales (La Gota de Agua, Endimión, Verbum) y múltiples antologías y muestras. Pero, incluso teniendo en cuenta esta —digamos— nacionalidad dilatada o satelital, la vida y la obra de Isel Rivero no encajan, no cuadran, no caben del todo en el marco cubano; o caben solo despojadas de otros elementos, de otras intenciones y coordenadas que no parece razonable olvidar y de los que la propia autora ha dado cuenta: la densa red internacional de diálogos con autores y autoras radicados en Estados Unidos, Viena y España; su dedicación a proyectos de verdadero alcance global, especialmente en el ámbito de la lucha por los derechos de la mujer, como el Sisterhood is Global Institute (fundado en 1984 con Robin Morgan, Simone de Beauvoir y mujeres de más de ochenta países) y una larga carrera profesional en Naciones Unidas que, finalmente, la trajo hasta España hace veinticinco años.
El desplazamiento que ha marcado la vida de Rivero también deja marcas en la escritura. Por tanto, abrir una vía que permita reintegrar sus elementos era, por tanto, el objetivo prioritario de esta muestra. Sin embargo, Polaris no es una muestra de poesía al uso: a la intención dar acceso a la obra, dispersa editorialmente en el espacio y el tiempo, se le sumó la necesidad de encontrar una estructura entrañada con su particular naturaleza. La que se despliega a lo largo de las páginas de esta muestra” es singular, “heterodoxa” porque comparte con la poesía de Isel Rivero el complejo engarce de fuerzas que la caracteriza. La estructura misma que la muestra tomó vino propiciada por una pauta que refleja ese mismo forcejeo entre discontinuidad e integración que actúa en todos los niveles de su obra.
La tensión entre polos que guía la muestra, su forcejeo con la des-integración en que echa raíz, cruza también la interpretación que pudiéramos hacer de la obra en conjunto y muchas de sus piezas por separado. Esa tensión que hace a la vez largos poemas unitarios y series de fragmentos es la encarnación de una meditación sobre las desmembraciones a las que las fuerzas de la historia someten a los individuos y a su entorno. Textos desmembrados, cuerpos desmembrados, sociedades desmembradas, rastros que obligan a mirar lo que no se quiere ver para ver algo que pueda trascender la destrucción vista. Las reconstrucciones compensan el descuartizamiento, pero primero hay que asistir (como testigo y víctima) a la ejecución.
Una de las formulaciones más impactantes de esta visión aparece en “A signature of loneliness” (una firma de desolación). El poema, un bloque de prosa en el que se aprecia ya la fluidez lingüística que caracteriza la escritura de la autora en la década de los 70, es un travelling que sigue, con una Viena nevada y nocturna de fondo, los pasos de una mujer hasta el castillo iluminado para la gala. Aunque, como en los sueños la narración ha sembrado los presagios que la convertirán en pesadilla, nada prepara al lector para el encuentro que convierte la nieve y la fiesta en un baño de sangre. A él nos aboca, como los mejores thrillers psicológicos, fuera de cámara.
…para que puedas entrar con postura serena radiante en el salón y te adentres en silencio y te quites la capa y sonrías y hagas el mismo gesto que tus antepasados hicieron y te adentres hacia donde el sonido de la carnicería y el desmembramiento del alma tienen lugar donde el príncipe de la paz te va a servir por primera vez un champagne delicioso la copa llena manchada por la mano del carnicero para que puedas sonreír de nuevo mientras bebes tu propia poción de amor para que puedas dirigirte a prisa a una ventana próxima y mirar afuera donde la ejecución tiene lugar…
La imagen de la copa de champán ensangrentada resume y desencadena un final donde la fiesta y el horror se superponen, una visión en la que también se abrazan esa contraposición de elementos que es clave en la poética de Isel Rivero.
Y no es un caso aislado. Se trata de una contradictoria crueldad que, pese a lo que ocurre en este poema, tiende a producirse en la penumbra. Si se mira bien la obra de Isel Rivero está poblada de escenas terribles: detenciones, mazmorras, heridas, mutilaciones, decapitaciones, canibalismo, cadáveres… y no solo referido a la especie humana, sino también a las aves, a los cetáceos, incluso a las plantas y al total de nuestro planeta. Las manifestaciones de esta violencia son múltiples, pero oscilan entre la destrucción impersonal y generalizada que la autora convierte en clave de todo proceso histórico y otra íntima, ritual, a veces vinculada al amor. Quizás porque ambas formas del daño sean, en esta escritura, intercambiables.
Nada más lejano al espectáculo que esta violencia. No se trata de violencia sádica. Pero no es solo una mera simbolización de una condición existencial o una alienación opresiva y generalizada. Tampoco tiene la intención exclusiva de ser denuncia, aunque esta resulte manifiesta en muchos textos. Es una violencia que surge en la confluencia de múltiples espacios (íntimos, sociales, estructurales) y que, pese a haber aprendido sus lecciones de una experiencia histórica (¿es una reflexión vinculada con las vivencias cubanas?), se manifiesta como premonición, como aviso abierto a los otros y al futuro. Su presencia en esta obra es resultado de la necesidad de afrontar la existencia del dolor que causa y como un imperativo ético convertido en don envenenado: la imposibilidad de dejar de ver. Isel Rivero es una poeta condenada a verse condenar.
“Nuestro dolor” gira en torno a este deber. “Pero el dolor es de todos, comprendes, y nunca lo nombramos” —nos dice, quizás para justificar lo que la poeta hace en el texto—. ¿Pero por qué lo hace? Porque no hay manera de escapar a esta presencia (“Siempre regresamos al mismo lugar de la crueldad”), porque la experiencia del dolor nos une de forma incuestionable (“Pero el dolor es de todos, comprendes, y nunca lo negamos”) y porque constituye —en una especie de inversión de la capacidad que tantas veces se ha atribuido al amor— una forma de trascendencia: “Quizás sí, el mal superior a la muerte”. No se debe apartar la vista de la destrucción porque allí se encuentra también la posibilidad de redención. Si queremos trascender el dolor, primero hay que mirarlo: “Pero cuando cesa te liberas. Primero tienes que nombrarlo”. Esta capacidad de redención con la que la poeta reconstruye el sentido de la tragedia es esencial y aparecerá en todos los ámbitos afectados por la destrucción que nota.
Mantener los ojos en la depredación es necesario y necesariamente desolador. Pero incluso ahí la extraña alquimia de la escritura es capaz de provocar una transmutación liberadora que surge de esta contemplación inocente y ensangrentada. En este sentido, esta visión de lo oscuro y terrible es el cometido de la poesía. “Situarnos en las líneas de diálogo con la penumbra es el reto” —dice en “La luz que pasa…”—. Si “el águila pasa revista a los cadáveres” —como leemos en “Águila de hierro”— “el lápiz rojo de la poesía” —nos recordará en “Galeradas”— debe utilizarse “cuidadosamente para no tapar los ojos del águila”. Estos son los ojos con los que nuestra poeta está obligada a ver: “porque tiendes tu mano hacia los misterios / que solo pertenecen a los ojos de las águilas”. La poesía mira la penumbra con —en, a través de— los ojos de las águilas. El águila —y otras figuras feroces y aladas como ángeles y glifos— es una imagen esencial porque sintetiza la de la poesía y la de la historia al convertir a quien la invoca en testigo, en vidente y en víctima.
La poeta aprende el futuro en los ojos del águila, aprende que la tarea de la poeta es la profecía.
“Presagio”, un poema de 2007, incluido originalmente en Las noches del cuervo da una muestra clara de ese extraño proceso: las águilas se apoderan en sueños de la voz de la poeta y ven, como en un juego de espejos, sus ojos en los ojos de “la presa escogida”, mientras la poeta ve en los del águila el anuncio del fuego: “metralletas y aullidos” y la madre “a punto de saltar / al precipicio”. Las horas, una serie compuesta por diez poemas breves escritos en Nueva York en 1965, muestra en los fragmentos que forman la “Hora tercera” y la “Hora cuarta” una concatenación de imágenes que complementa a las de “Presagio” de forma sumamente significativa: la mención de la profeta troyana Casandra visitada por el ángel-águila desencadena de nuevo la aparición de la imagen de la madre, que aquí “se desangra en el espejo”; el poema continúa con una reflexión sobre la naturaleza de la escritura que desemboca en la conciencia de que quien escribe será ejecutada, se convertirá en víctima inocente. En “Presagio” y Las horas nos encontramos con ingredientes metafóricos similares a los que, repetidos con incesantes añadidos y modificaciones, servirán a Rivero para expresar la fórmula de su poesía a lo largo de su obra: escritura y profecía, víctimas y madres, historia y destrucción…
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La profecía es un don que lo trastoca todo, también —o especialmente— lo más íntimo. La relación inextricable entre crueldad y amor es una veta que —ya hemos visto ejemplos— cruza la palabra de Isel Rivero. Aunque su primer libro, publicado a los 19 años, pueda parecer una mera fantasía, leída su obra como un conjunto en evolución, contiene chispazos que resultan muy significativos. Fantasías de la noche recurre al universo de Aloysious Bertrand para expresar un deseo bifronte a través de sus personajes: por un lado, el dulce Pierrot; por otro Scarbó, repulsivo y cruel. Con matices mucho más sibilinos, crueldad y amor reaparecen a lo largo de varias décadas. Está en El Banquete que introduce, en mitad de la sádica orgía en que Infanta será devorada, el “Responso de los amantes”. Esto es, el poema extiende un tálamo a las puertas de la muerte: “me acosté bajo tu axila / olvidé la muerte misma que ya golpeaba la puerta del castillo…”.
También en otro de los fascinantes textos en inglés de mediados de la década de los setenta, Night rained her (La llovió la noche) el amor vuelve a verse envuelto en ser sangre: “…estoy herida mis muñecas sangran con la negra oscura sangre de los sentidos…”. Tanto en esta serie como en “Nacimiento de Venus”—muy próximo poética y cronológicamente— se vuelven a oír ecos de lo que habíamos leído en “Las horas” (“El ángel vendrá a consagrar el incesto. / Madre se desangra en el espejo”), añadiendo otro elemento enigmáticamente conectado con la profecía, el sacrificio y el deseo: la traición entendida como desgarradora necesidad de rechazar las imposiciones familiares.
Las capas de sentido se superponen en las imágenes poéticas claves de Isel Rivero. Eso mismo ocurre en las que apuntan a los ámbitos familiares, especialmente en las relaciones con sus figuras femeninas, la madre y, en menor grado, la abuela. En un sentido estas figuras son simbolización del pasado en tanto origen histórico, pero también personal. Ambos sentidos están presentes en “Presagio” y Las horas, a los que ya hemos aludido; pero resulta sencillo dar con asociaciones en una y/o en otra dirección en otros textos donde reaparecen las menciones a la madre y a la abuela, como en “Geografías” o en “Tránsitos”. En relación con el asunto del rechazo de los orígenes, de la traición, me parece especialmente significativo el primer poema escrito, según las noticias que tenemos, tras su salida de Cuba: “Los transcursos” de 1961. Aquí la presencia fantasmal de la madre y de la abuela se trasforma en un deseo de huida (“este súbito deseo de escape/ al sentir el rápido paso de mi madre”), un cuestionamiento del origen propio (“¿De qué cobarde lugar he emergido?”) y una profunda desconfianza de —literalmente— las raíces:
Estas raíces delgadas
son potentes, invencibles
Y avanzan, atraviesan, violan estancias
Minerales
…
Por eso
nunca
nunca confíes en las plantas
La vidente dice lo que otros no pueden decir o no quieren que diga. Sus palabras son una transgresión, una traición a (las palabras de) la tribu. Pero es una transgresión liberadora que permite, por ejemplo, cultivar la escritura en una lengua distinta, precisamente, a la lengua madre. Creo que esta mirada, que por un lado prevé el futuro y por otro cuestiona las raíces, también es fundamental en la configuración de los libros “mayores” del ciclo Relato del horizonte. El Banquete y Tundra, desolados y durísimos, ven y nos hacen ver lo que no queremos ver. En el caso de La marcha de los hurones, su voz es una crítica en tono profético —ahí están las citas de Jeremías que articulan el poema— especialmente dirigida a Cuba. Esta mirada prohibida ilumina las penumbras de la revolución castrista. El precio de su verdad aquilina también aquí la convirtió en cierto tipo de víctima: hizo que su salida del país —y de la nómina literaria nacional— fuese definitiva.
Pero hay un nexo simbólico aún más íntimo entre la profecía y rechazo al origen familiar que de algún modo explica ese “incesto” que hemos leído en “Las horas”: “El ángel vendrá a consagrar el incesto”. En “Mnemosine” la sospecha familiar que persigue a la poeta desde su niñez (“Dicen que tenía don de profecía … esta pequeña conoce el mañana”) está trenzada con la necesidad que tiene de ocultar lo percibido (“y aún así / no dije nada”) y se resuelve en un encuentro (homo)erótico (“Hoy te he tocado por primera vez … ahí estaban tus pechos y tu callado mirar ardiente”) que confirma esa capacidad de videncia (“entonces sonsacaste de mí la imagen del mañana”). En “Medea” un poema suelto de 1981, vuelve a hilvanarse misteriosamente esta misma identificación entre sexualidad y videncia. La conexión entre estos dos ámbitos se manifiesta en las estrofas finales del poema, a través de la imagen que superpone las manos de Medea —sacerdotisa y hechicera— a las de unas garras que nos remiten otra vez a las de las águilas:
La puerta cae
Los cerrojos metálicos chispean
Las alas las garras del grifo se abren
Y su mano augusta amplia blanca
Cae implacable sobre cada pecho…
El nexo entre el encuentro sexual, salpicado de sangre y heridas, y la transgresión de los tabús familiares más íntimos (el incesto) se hace explícita en La llovió la noche o en “Nacimiento de Venus”. En este último poema leemos:
Para amarte aquella noche
Tuve que romper los vínculos del padre
Tuve que besar el sexo de la madre
Tuve que desencajar las alas del ángel
Y derribar su preciosa cabeza
Sobre la calle desierta.
Lo que sobresale aquí es de nuevo esa lógica poética que impulsa a superar las contradicciones desbordándolas, sobrepasándolas hasta dejarlas atrás. Fiel a la lógica de reconciliación de opuestos, capaz de reunir a partir de la disgregación o de sanar desde la herida, los encuentros amorosos de estos y otros poemas son una transgresión de la intimidad que, paradójicamente, nos lleva a una intimidad más profunda y resoluta. La transgresión es un incesto que nos permite cumplir con nuestro destino. En traducción, el fragmento XII de La llovió la noche dice:
Para que esa noche me pudieras besar tuviste que besar a tu hermano tuviste que envolverle entre tus brazos tuviste que yacer con él en una fantasía incestuosa y de nuevo para que pudiese ir de la mano del destino tuviste que buscar al amante secreto de tu madre…
Pero ¿cómo puede una poesía que mira con los ojos de las águilas, que nota hasta en el encuentro amoroso el desgarro y la traición, volverse sobre sí misma para trascender la destrucción y la ruptura? Ver con los ojos del águila es no dejar de ver la destrucción, pero es algo más: es ver más allá de ella, es ver en la destrucción, y a través de la empatía, la posibilidad de una verdadera re-unión. Mediante transgresión de las normas familiares, también impuestas en lo íntimo, Rivero abre una vía de redención, aunque el proceso implique el derramamiento de su propia sangre. Su poesía dibuja cómo el sacrificio del individuo abre la posibilidad del encuentro; de otro modo, la poeta hace patente a través de la escritura un destino abierto mediante el sacrificio de lo individual. O en términos más abstractos: Isel Rivero aspira a la totalidad a través del vaciamiento. Como en una gradación el camino iniciado con el descuartizamiento corporal lleva hasta la identificación con lo existente en sus planos más amplios y universales; en el proceso hay que ascender mediante un par de peldaños de empatía fundamentales: la mujer y la naturaleza.
Nuevamente La llovió la noche nos sirve para evidenciar el curso de su lógica poética que pasa en este poema fragmentado de la desmembración a la reunión con la mujer a través del vínculo amoroso. El último fragmento de la serie es altamente significativo, magmático. En él nos encontramos con la fase final de esta reconstrucción trascendente: el cuerpo de la poeta, previamente desmembrado, se recompone con la suma de los fragmentos del resto de las mujeres; su cuerpo ya no es un individuo, sino en el sentido más amplio, un colectivo:
tus manos cantan mientras se deslizan por mi cuerpo
mi cuerpo ensamblado como porciones de una mujer histórica
una mujer arcaica que una vez se inclinó sobre el abismo
Las madres que se saltaban al abismo en “Presagios”, las que se desangraban ante el espejo en “Las horas”, las que en poemas como “Escuchando a Sylvia Plath” son degolladas, o estallan en pedazos en “¿Sabías que hay espejos…?”, aquí reconfiguran el cuerpo de la escritora. La alquimia poética lleva a cabo una prodigiosa reconstitución.
Esa misma trama poética se teje a través de décadas de escritura entrelazando figuras míticas e históricas, públicas y anónimas, escritoras, activistas, poetas de las que los poemas reunidos en la sección “Hermanas madres diosas” son solo un ejemplo. Pero, hay que insistir, es importante entender que está fundamentada en una lógica que trabaja desde la aceptación de una negación radical a partir de la cual se abre un espacio, personal social y —digamos— metafísico. Creo que el ejemplo más claro y sorprendente de estas ideas se encuentra en los tres poemas que forman la serie Palm Sunday (Domingo de Ramos). La figura protagonista es, ni más ni menos, la mujer que en el ámbito cultural hispano —y mucho más allá de él— la representa por antonomasia: María, la madre de Jesús. El poema, convertido en un evangelio apócrifo según María, lleva a cabo una transmutación realmente sorprendente de su figura. No tiene desperdicio, pero lo que importa aquí es destacar que la transformación del mensaje de ese evangelio se basa, precisamente en dos elementos: la aceptación del vacío y, a través de él, el abrazo de lo otro: el de las mujeres y el de la naturaleza. En (la traducción de) “El sermón” María dice:
deshaced los altares
y haced de un oscuro vacío innominado
el objeto de vuestra devoción
En “Canción de la montaña” María elabora y extiende este principio:
Cómo decir explícitamente
ningún sacrificio
ninguna palabra
ninguna fórmula prescrita
contra la locura
la actuación de la vida es suficiente
una vida vivida en armonía
con el vacío
…
Esto dijo
es la resurrección
un renacimiento de lo esencial
de los pájaros que vuelan
de los árboles que no provocan miedo
de los cuerpos que crecieron para dar y recibir
del agua intacta
de sabiduría ininterrumpida
Fiel a estos mandamientos Isel Rivero acepta ese oscuro vacío y pone su devoción en la naturaleza. La naturaleza en Isel Rivero es una naturaleza identificada con lo femenino como se puede ver, por ejemplo, en “No vespasian arches” (Ningún arco vespasiano) donde su fuerza es la de “las madres”; o en “Escuchando a Sylvia Plath” donde se entrelazan la figura de esta poeta, la de la mujer que escribe el poema, las de las asesinadas en Argelia y las de las golondrinas. Pero también es una naturaleza, como pedía su María, de lo esencial, en la que lo cósmico y lo diminuto se encuentran. La naturaleza de Isel Rivero es una naturaleza de jardín: los insectos (abejas, avispas, arañas…), los pájaros, los animales domésticos, las plantas. Pero también es la naturaleza planetaria (de océanos, volcanes y desiertos) y cósmica. Desde el mismo jardín donde contempla el tejido de las arañas, la poeta aprende a reverenciar la maravilla cósmica que se esconde en lo desconocido (por ejemplo, en el poema “Hoy primero de abril”) o descubre casi incrédula —como escribe en “La pasada noche la luna no se puso”— la posibilidad de ver en el movimiento de los cuerpos celestes “continuidad o propósito”. ¡Continuidad! No me cabe duda de que alguien como Isel Rivero, de vida y obra traspasada por la discontinuidad, no escribe esta palabra a la ligera.
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Los poemas que marcan el principio y el fin de esta heterodoxa muestra fueron, como ya se ha dicho, específicamente seleccionados por la autora para ocupar lugares decisivos. “Loadstar” (Polaris), un poema suelto escrito en Madrid en 2008, se convirtió en el que da dirección a la muestra. Ya desde el título ocupa el lugar de la estrella polar, o sea, el poema ocupa el lugar de ese cuerpo celeste cuya presencia referencial hace posible orientarse en el viaje y, por tanto, hace posible la llegada a su destino. La línea que va de “Envidia de sangre” a “Polaris” es por tanto la garantía de continuidad y propósito en esta muestra. Pero ¿de qué tratan? Los poemas articulan en términos propios la lógica que ya se ha subrayado, una y otra vez, para explicar tanto el sentido de la ordenación de esta muestra como la interpretación de sus poemas. “Envidia de sangre” comienza con la caída sobre la tierra (¿muerte?, ¿germinación?, ¿ambas cosas a la vez?) de ese tú con quien dialoga la voz del poema; a partir de ahí se desenvuelve un recorrido que hace indisociable su vida, la historia de la humanidad y la del planeta, y desemboca en una exhortación a seguir buscando “en otro universo”. “Polaris”, por su parte, convierte el tele- en un micro-scopio; o sea da la vuelta a la lente para mirar la maravilla en nuestro suelo. El poema parece insistir en la necesidad de seguir buscando en los diminutos fragmentos y huellas de ese mismo viaje de la vida en el planeta Tierra. A través de esta recomposición poética de fragmentos o vestigios la existencia de la autora se superpone aquí con la de la humanidad y, finalmente, con la del universo. “Polaris” habla en primera persona de la formación de la Tierra, de su fauna y sus bosques, de las primeras huellas conocidas de los homínidos y, como si actuase de una arqueóloga de sí misma, desentierra, rastrea, reúne todas estas piezas hasta encontrar su propio sentido: aquí la mano extendida ya no coincide con la garra aquilina, sino que es al mismo tiempo mano, marca rupestre dibujada en la caverna y estrella sumergida en la corriente de agua. “Polaris” logra identificar la primera persona que habla en el poema con la vida. Todos los fragmentos están aquí definitivamente integrados.
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[1] “Porque el exilio, al contrario que el nacionalismo, es fundamentalmente un estado de ser discontinuo. Los exiliados son arrancados de sus raíces, de su tierra, de su pasado”. Edward Said, Reflections on Exile and Other Essays. Cambridge, MA: Harvard, 2000. 177. La traducción del inglés es nuestra.
[2] Sobre El Puente véase Jesús J. Barquet (editor), Ediciones El Puente en La Habana de los años 60, Chihuahua, México, Azar, 2011.
*(Madrid-España, 1970). Poeta y ensayista. Autor de libros de poemas como Fábula (2012), Dietario (2015) y Posos de lectura (2019). Entre 1993 y 1998 formó parte, en Madrid, del colectivo de obra gráfica y poesía Delta 9. Ha colaborado en la creación de varios libros con el artista Pedro Núñez. También es autor de ensayos, y antologías como Extracomunitarios. Nueve poetas latinoamericanos en España (2013) o la reciente edición del ensayo de Juan Larrea Luz iluminada (2019). Ha traducido al castellano —junto a Andrés Fisher— la poesía de Lew Welch, Philip Whalen, Michael McClure, Gertrude Stein y —al inglés— el Blues castellano de Antonio Gamoneda. Es autor de la edición y la introducción de Polaris. Muestra heterodoxa de poesía de Isel Rivero (2021).
**(La Habana-Cuba, 1941). Poeta. Publicó su primer libro en 1959. Fue cofundadora del grupo literario El Puente antes de salir de Cuba en 1960. La marcha de los hurones, publicado ese mismo año, sigue siendo un referente de la literatura cubana. Se educó en Nueva York y desarrolló su vida profesional en las Naciones Unidas. Fue confundadora del instituto feminista Sisterhood is Global. Vivió en Austria, Namibia, Honduras… y se estableció en España en 1996. En 2007 Relato del horizonte reunió su poesía en castellano. Una edición bilingüe de su escritura en inglés se publicó en 2010 con el título Las palabras son testigos. Polaris, que ha editado Benito del Pliego, es la primera antología de su poesía donde se revisita y toma en cuenta el conjunto de su obra.