El presente texto, fue leído por su autor en las presentaciones de Pausa para anuncios en Los Llanos de Aridane (La Palma, Canarias-España) el 29 de noviembre de 2019 y en La Laguna (Tenerife-España) el 14 de febrero de 2020.
Por Ernesto Suárez
Crédito de la foto (izq.) Ed. El sastre de Apollinaire /
(der.) el autor
La lengua en un espejo insurgente.
Notas sobre la última poesía de Ricardo Hernández Bravo
Quiero comenzar con una advertencia. Pausa para anuncios (2019), de Ricardo Hernández Bravo, el libro que se presenta hoy aquí es un libro incómodo, muy incómodo. Me refiero a que sus poemas pueden provocar que sintamos vergüenza de nosotros mismos, que tengamos remordimientos, que nos sintamos culpables. En consecuencia, creo también que es un libro para personas valientes. Espero que ustedes lo sean.
Olga Elizabeth Hansberg Torres, profesora de Filosofía de origen mexicano, escribe que ciertas emociones son de naturaleza moral,
en el sentido de que (…) requieren, de parte del sujeto que las tiene, un sentido de los valores morales y una conciencia, más o menos desarrollada, de las distinciones morales, de lo que es correcto o incorrecto, honorable o deshonroso, justo o injusto[1].
La vergüenza, la culpa, el remordimiento o la indignación son por tanto emociones morales en la medida en que sean provocadas por el hecho de sentir que se ha (o que hemos) incumplido un criterio moral esencial y personalmente significativo para nosotros. Tener conciencia de un incumplimiento moral (nos) hace sentir. Nos emociona. De hecho, solo si se produce en nosotros esa activación de los afectos seremos capaces de reaccionar y de intentar cambiar las circunstancias, de afrontar correctamente las adversidades. Así la conciencia y la idea de justicia son ante todo resultado de nuestra capacidad de emocionarnos.
De ahí también, el valor de la poesía.
Si bien la escritura poética de Ricardo Hernández Bravo siempre ha estado bien calibrada en lo que a connotación emocional se refiere, quizá sea a partir de su libro de 2014, Los posos de la sed y, ya de manera evidente en el más reciente La piedra habitada, publicado en 2017, cuando la tensión emocional halla su punto de máxima imbricación con el proceso de rigurosa exploración de la expresión moral, ética, que conlleva el hecho poético en manos de Ricardo.
Esta última escritura de Ricardo Hernández Bravo además sintoniza (actualizándolas) con algunas de las poéticas insulares que se originan en la década de los setenta del siglo XX. Pienso en la obra de Ángel Sánchez o de Juan Pedro Castañeda y, concretamente, en algunos de sus libros, como Parches (1972) o Manual de supervivencia / Yoduro de sangre (1978), de Ángel Sánchez, o como Poemas horrorosos (1975), ohrrohrrr (1976), estos últimos de Juan Pedro Castañeda. No son textos demasiado conocidos, sin embargo, representan estos libros una muy interesante y peculiar ruta, aunque escasamente desbrozada desde aquel periodo, de la escritura poética canaria. Me refiero al enclave del poema entre la precisión del lenguaje y la expresividad de la ironía.
No obstante, en Pausa para anuncios, Ricardo Hernández Bravo mira, ante todo, hacia la tradición americana de la poesía en español. Rectifico. Es mejor emplear el plural y referirse a las tradiciones poéticas americanas. De hecho, en Pausa para anuncios creo que Ricardo vuelve a asumir (ya lo hiciera en parte en el ya mencionado libro, La piedra habitada) un reto nada fácil, ni, por supuesto, trivial. Pausa para anuncios mistura y ensambla dos propuestas de escritura en apariencia dispares. Por un lado, aquella que se enraíza en autores como Octavio Paz, Roberto Juarroz o Juan Gelman. Por otro, esa de carácter vallejiano que deriva en la neovanguardia y el neobarroco rioplatense. Así, de la primera Ricardo Hernández Bravo extrae las paredes maestras del rigor del poema breve y el verso roto, mientras que de la segunda le llegan las vigas vistas de un palabrero jugoso y suculento, que se desliza por la comisura de los labios cuando lo decimos en voz alta. Escuchen si no el poema de la página 69:
busca y compara al quite se nos llega
celadora la voz a reclamarnos
parecido mejor mentira practicable
ortofónica exacta providencia
de su arriba en colores se nos viene
maná del solo aquí el siempre toca
su medicina blanda
su bálsamo envolvente
su verbo lenitivo a resarcirnos
La clave para la mejor poesía siempre está en la manera en cómo quien escribe se aventura en la trama del lenguaje, en cómo atiende a sus límites, en cómo revierte obviedades y acostumbramientos de la expresión, en cómo busca con esfuerzo acodarse en la fulguración de la palabra hasta que por fin ésta nos deslumbre.
La crítica a la publicidad y la propaganda, a sus mensajes, conforma la base sobre la que Ricardo Hernández Bravo ha querido construir la expresividad que sostiene Pausa para anuncios. No es, sin embargo, una crítica de carácter político o ideológico. O, siéndolo, va sin duda también mucho más allá, adentrándose en cómo las claves verbales de la propaganda son el metalenguaje que fija opresivamente, tanto los usos cotidianos del idioma como las formas con y desde las que, a día de hoy, social e individualmente concebimos la realidad en sí misma. Sí, expuestos a un flujo continuo de mensajes persuasivos, hemos terminado por hacer nuestros los moldes lingüísticos de la publicidad de manera tan profunda que apenas nos damos cuenta de ello.
Los poemas de Pausa para anuncios nos enfrentan no solo a la evidencia de unos hábitos idiomáticos influidos por las formas publicitarias sino, lo que resulta aún más desolador, muestran la profundidad con la que la lengua de la propaganda y de la hipercomercialización empicha las formas de interpretar y entender el mundo, y la propia conciencia:
extravío del ojo
desenfoque del alma sobreexpuesta
en la saturación de los espejos
No rostros o cuerpos lo que se sobreexpone sino “almas” (resonando aquí Gelman). Alma como sinónimo de centro, de hondura, de aquello más protegido ―por esencial― de cada persona. De ahí, obviamente el daño y la pérdida, de la exhibición porque despoja, porque (nos) substrae. Insiste Ricardo.
no el alma que dejarse en la tijera
de hambres tuneadas coquetas juguetonas
La estructura que lo organiza es otro de los aspectos claves de Pausa para anuncios. No estamos ante un conjunto de poemas emplazados, uno tras otro, en una cierta disposición sin relevancia alguna, todo lo contrario. El libro es una serie textual, una secuencia planificada en detalle a partir de una cuenta regresiva que, yendo desde el 3 del capítulo inicial hasta el 0 del último, no es sino una continuada apelación categórica, definitiva y contundente, al cambio, al viraje exigido para toda vida verdadera, desde toda vida verdadera. Así, el libro va encauzando el reclamo de esas emociones morales esenciales, a las que ya me he referido previamente, desde la evidencia de una identidad ilusoria y acomodada, presente en los primeros poemas del libro, hasta la demanda de un ser con los pies en tierra, al que se conmina surja soberano y auténtico de entre los poemas finales de Pausa para anuncios. O en palabras de Ricardo, la búsqueda del tránsito desde “las vidas de sustitución” (en el segundo poema de la sección 3) hasta ese dejar “de trasegar la sarta de incumplidos/ bolo y bolo a ensanchar la tragadera” (en el penúltimo poema del libro).
Hay, con todo, una voz que surge sesgada y atraviesa todo el libro, incardinada en esos poemas brevísimos que, en cursiva, abren o cierran (según se mire) la cuenta atrás que estructura las cuatro secciones del libro. Es una voz que quiero imaginar como una matraquilla que persigue a quien lee, también, de principio a fin de Pausa para anuncios. En primera persona, funciona a modo de monólogo interior sincopado que se contrapone al impersonal característico del resto de los poemas. Hay un gesto que da imagen a esa voz. Es el gesto infantil de taparse los oídos con las palmas de las manos y simultáneamente hablar o cantar en voz alta, para no oír aquello que no queremos escuchar. Los poemas en cursiva son, de alguna manera, aquello que buscamos decirnos a nosotros mismos para no escuchar, para no atender a la evidencia que devasta y que, por tanto, exige de nosotros una respuesta decidida, valiente. Pero, sin embargo, nos quedamos parados diciéndonos:
jierve-jierve que pujas por mis ojos
tú que me embullas y consientes
espejito espejito
concédeme que soy
y se me espera.
En Pausa para anuncios Ricardo despliega una sintaxis enervante y barroca, al tiempo que, en contraste, hace un uso recurrente de los cansinos y habituales sintagmas de la comunicación publicitaria. Esta combinación se completa con un tercer recurso, en mi opinión, de gran valor estilístico. Me refiero a la utilización de formas léxicas provenientes de la cultura agrícola insular. Y todo ello, a partir de una modulación y tono graves, podría decirse, incluso, severos, expresamente alejados del humor, la parodia y la ironía, mecanismos textuales convertidos en lugares comunes por los códigos lingüísticos reiterados por los medios audiovisuales de comunicación, las redes sociales y la propaganda comercial.
En cualquier caso, creo que lo que consigue Ricardo Hernández Bravo con esta profusa amalgama es hacer posible la activación, desde el interior del poema, de un otro formato comunicativo, de un marco verbal alternativo que se contrapone a la ambición totalizadora (y totalitaria) promovida con los códigos de la publicidad. Así será solo desde el propio lenguaje desde donde acaso puedan darse los primeros pasos para el desbordamiento (y desactivación) de la coerción de sentidos en la que nos hacen vivir cada día mediante un lenguaje que se adueña, recuerden, de nuestra alma.
O nuevamente como escribe Ricardo:
rasque y gane
en la piratería de la celebridad
desborde su perfil
absorba el halo
de los cuerpos henchidos
la sobredimensión
ese irradiar
apariencia
casi luz
Acabo volviendo al poema con el que Ricardo ha querido abrir su libro y que guarda dentro el título que acoge toda la obra. Cuando lo leí por primera vez lo asocié inevitablemente con aquel otro maravilloso poema de Cesare Pavese que comienza con el verso “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Pese al sentido doloroso y difícil del tema, Pavese parte de la paradójica humanidad del hecho de morir. Ese morir humano es una mirada a unos ojos; es un afrontar cara a cara, pese a lo terrible, que se trasmite delicado y leve. En contraste, el poema de Ricardo es un poema escrito sin perseguir compasión alguna. Son tres estrofas que repiten en un primer verso, con apenas variación, insistentemente:
“Tras el muerto de postre que nos dejan”. Uno.
“Tras el muerto a la izquierda / de consentir el cero en carne propia”. Dos.
“Tras el muerto encogido en este daño”. Tres.
Inmisericorde, el poema presenta la evidencia de un morir sin sentido, de un morir, además, que ha anulado todo motivo de vida. Insisto. Es una muerte que daña profundamente porque proviene, no de la condición de la vida en sí, tal y como se afronta en el poema de Pavese, sino de la negación consentida de la propia vida, de una nulidad voluntaria.
Dije que no es posible hallar compasión en el poema de Ricardo porque esa muerte a la que se refiere, indefectiblemente, somos cada uno de nosotros. Todos consentimos el cero en carne propia, todos tenemos el daño encogido justo a nuestro lado, todos descontamos los muertos de cada día. Y es que en esto no hay pausa para anuncios. Salvo que nos paremos, miremos a nuestro rededor y comencemos a escuchar y hablar(nos) con una lengua insurgente. Solo ahí también el poema y su verdad.
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[1] Revista de Filosofía, 3ª Época, vol. IX (1996), nº 16, pág 151-170. Servicio de Publicaciones UAM.
*(Isla de La Palma-España, 1966). Poeta y narrador. Licenciado en Filología. Se desempeña como profesor de Lengua y Literatura en Enseñanza Secundaria. Obtuvo el Premio Julio Tovar (1996). Ha publicado en poesía El ojo entornado (1996), En el idioma de los delfines (1997), la antología El aire del origen [Poemas 1990-2002] (2003), Los posos de la sed (2014), La piedra habitada (2017), Pausa para anuncios (2019) y dos poemarios en colaboración con pintores La tierra desigual (2005), con Hugo Pitti, y Alas de metal (2008), con Graciela Janet; y en narrativa Siete cuentos (1997).