Por Alejandra del Río Lohan*
Crédito de la foto Ed. Mago Poesía
La voz subjetiva del colectivo
Sobre Óxido (2022), de Marcelo Arce Garín
Existe una larga tradición en la poesía chilena que sitúa al obrero como sujeto poético. Esta tradición es inaugurada por Carlos Pezoa Véliz quien fuera poeta y obrero e hiciera de los personajes, situaciones y oficios populares tema de su poesía. En ella se presenta al hombre en sus múltiples formas de ganarse el sustento, como el “angarillero”, oficio que es fruto de la creatividad para la subsistencia; aquellos que cargan el ataúd hacia la tumba son los angarilleros. Cabe destacar que Pezoa Véliz no hace folclor ni lo mueve una actitud paternalista, sino que su voz es la propia expresión popular que irrumpe en la poesía.[1] Luego Pablo de Rokha retrata al minero pampino, más que en sus costumbres o el paisaje agreste que lo aflige, motivo recurrente, sino que lo muestra en su dimensión política, formando colectivo y organizándose. Pablo Neruda también integra a la poesía “sin pureza” el mundo de los trabajadores. Se hace cargo de un genérico “Juan” que representa a todos los hombres sencillos, a los que él, por cierto, presta la voz. Con Neruda el trabajador se transforma en una entelequia ideal que representa las esperanzas de un pueblo postergado e invisible para la “alta cultura” que por fin ha recibido valoración y reconocimiento. Esta imagen solo se quebrará cuando se quiebra el país con el golpe militar. A partir de este momento la utopía proletaria chilena se transformará en la aguda melancolía proletaria, plasmada en la nostalgia por las muchedumbres del ex poeta Pepe Cuevas.
Un paneo ―demasiado― rápido por la figura del obrero en la poesía chilena muestra la ausencia de obreras, aparte de una alegre canción de Víctor de Jara, solo recuerdo una obrera que haya destacado. Me refiero a “La Arenera” de Stella Díaz Varín. El trágico poema de una mujer trabajadora, a la que un derrumbe mata y termina como noticia frívola de la televisión a la hora de almuerzo: a nadie le dice nada que una anónima arenera muera enterrada. Son los “tiempos del asco” de la dictadura militar que se ha alzado en contra de la clase trabajadora, aplastándola sin consideración. Con el poema de Díaz-Varín volvemos nuestra mirada a la pregunta llena de compasión de Mistral frente a los piececitos azulosos de frío[2]: “¿Cómo os ven y no os cubren? ¡Dios mío!”. La dictadura solo ha agudizado las contradicciones despojando al pueblo de su esperanza, arrojándolo a la indignidad, y como siempre que se levanta, costándole un baño de sangre por haber osado decidir por sí mismo su destino.
Aunque seguramente estoy olvidando a muchos y muchas autoras que han aportado en esta tradición, estoy segura que con Óxido, Marcelo Arce Garín no solo tributa y sigue la senda de sus ancestros poético-proletarios, sino que se inscribe con su propio sello dentro de esta tradición. Hazaña la suya, toda vez que le ha tocado escarbar para rescatar personajes, oficios y situaciones de la cultura obrera, hoy aparentemente en peligro de extinción. Es un hecho; los 40 y tantos años de dictadura solo han querido ver desarticulada la organización de los y las trabajadoras y a estos amedrentados y despojados de su dignidad, convertidos a la fuerza en clientes, consumidores, deudores o usuarios. La pírrica cifra que ostenta la sindicalización en Chile hoy, un 8%, debería llenarnos de vergüenza y tristeza. La inclusión de derechos laborales en la Nueva Constitución, la sola mención de la palabra “huelga” o “trabajadores” parece ofender gravemente a los dueños del país. ¡Qué osadía! Querer recuperar los derechos que se borraron con sangre.
Pero revisemos algunas formas en que Arce recupera esta tradición tan propia de la poesía chilena.
Una de las características que comparte con sus ancestros poético-proletarios, es el ensalzamiento de la clase obrera. El obrero organizado es lo máximo, el pueblo culto es el espíritu de la nación nos dice Arce. Toda esta poesía es simpatizante del proletariado y no quiere verlo extinto. Y por eso Arce ocupa formas líricas que puedan expresar su admiración hacia lo popular, popular urbano, específicamente en el territorio Sur de la Región Metropolitana y San Bernardo. Usa formas adecuadas para la conmemoración: a través del panegírico, un tipo de poema basado en el elogio de una persona, procura dar cuenta de los hechos y cualidades que demuestran este honor de ser ensalzado. El libro se abre con un poema al obrero Luis Reyes quien cumple con un alto estándar de santo obrero, al ser hábil conocedor de su oficio e importancia, estar sindicalizado, tener humor y humildad y, ante todo, ser un allendista en estado puro.
Es superior aquel obrero que sabe que es él con su trabajo el que genera la riqueza. Sabe que es a través del desarrollo de la industria nacional, por medio del PRODUCTO NACIONAL, con mayúsculas, que el pueblo consigue autonomía, soberanía y su libertad frente al capitalismo. Por esa experiencia de haber impulsado la creatividad obrera en nuestro país, es que el pueblo no olvida al Chicho.
Para mí este libro de Arce es a un tiempo conmemorativo y utópico, lo que lo convierte en poesía política de primer nivel, en el sentido que Ernst Bloch[3] le da al arte con contenido utópico: viene y se alimenta del pasado pero es para el futuro.
Es conmemorativa porque se rescata la cultura obrera para homenajearla. La poesía acá no es acumulación casi obsesiva, como es el caso de la poética de Cuevas[4], acá existe una clara intención de homenaje; se elige con pinzas al personaje, el oficio, las citas, las anécdotas, con la finalidad de esbozar un ethos obrero que ilumine estos tiempos oscuros, tiempos más bien de derrota para la clase obrera. ¿De qué otra forma puede ser “la derrota nuestra única medalla”? Si no es desde la conciencia de que la lucha continúa y que se es parte de un proyecto colectivo histórico que siempre sigue, pero un proyecto que también es poético, porque la poesía chilena ―cierta parte de la poesía chilena, inmensamente diversa― es parte de él.
Por eso Arce no escatima en la ensoñación diurna, punto de partida de todo pensamiento utópico que, siguiendo a Adorno, más que lo imposible es lo posible pero aún no materializado. Cuando Arce en visión nos muestra que “los trabajadores de Chile/elevan sus sombreros/controlan sus fábricas e insumos/ empujan hacia las vías a la patronal”, lo que está haciendo es usar la potencia mágica de la invocación para traer la gloria proletaria del pasado al presente, de modo que pueda ser proyectada hacia el futuro.
En este punto me parece observar una clara vinculación entre Cuevas y Arce, en el sentido que mientras Cuevas es resistencia -resistencia que se consigue por distanciamiento y sarcasmo- Arce hace el llamado para juntar las filas del pueblo organizado. Arce es el entusiasta, el que ya pasó por todas las melancolías de la derrota y se vuelve a entusiasmar con la idea de que otro mundo es posible.
Es conmemorativa esta obra porque Óxido es también un libro de la memoria. Toda poesía política es poesía de la memoria. La matanza en el Cerro Chena de 11 obreros ferroviarios por agentes militares en octubre de 1974 marca el comienzo de una depredación sistemática hacia la clase y cultura obrera, depredación que pretendía y pretende amedrentarla para alejarla de la lucha por ver mejorar su situación económica y espiritual.
Emociona leer los apellidos de los asesinados del Cerro Chena, caídos en combate clasista pues eran “Once hombres buenos menos en la producción”, como en un memorial dentro del libro: Acevedo / Ávila / Castro / Chamorro / González / Koyck / Monsalves / Morales / Oyarzún / Silva / Vivanco.
Este detalle de instalar sus nombres en el poema, a modo de homenaje, revela una característica que creo que es propia de Arce y que no comparte con sus ancestros poético-proletarios, una característica nueva y que es propia de esta época de deconstrucciones lentas pero necesarias, y que es una notable ternura hacia su material poético. No es paternal ternura, no es ternura buenista, es ternura compañera, es ternura empática, humana ternura cuando en excepcional ocasión usa la primera persona: “No quiero ver tristes a los obreros y obreras de la patria/ que vuelvan las industrias y la mano de obra”.
Por muy contradictorio que suene o poco ortodoxo, me parece que el ejercicio de Arce en Óxido es expresar la voz subjetiva del colectivo. La valoración, emocionalidad, los anhelos, el sentido de vida para un obrero u obrera organizada, afectos, humor, el cigarrillo compartido, las hablas creativas de la calle, las derrotas equilibradas con aprendizaje. Detalles que solo vemos cuando nos detenemos a pensar en ellos. Cuando hacemos el ejercicio de ver y valorar a quienes son el motor de la sociedad y la Historia. Las personas que están detrás de los grandes movimientos históricos, que los hacen posibles con su labor. Como las preguntas que se hace el obrero que lee de Bertold Brecht[5], cuando descubre que detrás de cada hazaña, militar, económica, cultural, estaba y sigue estando el individuo detrás de las cortinas de Nicanor Parra[6], el condecorado con las marcas del trabajo de Arce ―¿quién repara en el detalle de una mancha para elevarla a la pureza?― ese que nos señala principio y final de la epopeya humana: “óxido y hollín/ en las indumentarias/ trazo y precisión/ de alto vuelo”.
Agosto 2022
——————————————————–
[1] Del mismo modo en Óxido irrumpe la creatividad de la miseria para generar oficios de subsistencia actuales. Como en el poema “Sapo” donde se describe el oficio de aquel que avisa a los choferes de micros el tiempo en que vienen los otros choferes y por esta información recibe propinas.
[2] El poema “Piececitos” fue publicado por Gabriela Mistral el año 1924 en su libro Tala. En él se presenta un niño (trabajador o mendigo) caminando descalzo por la nieve de Punta Arenas, al que nadie ve ni ayuda ni acoge en su infancia robada y menos aún valorado como ser único. La clase trabajadora es invisible para la sociedad, más aun la mujer y las niñeces, mas estas dos grandes poetas son capaces de verlas y las hacen materia de su poesía.
[3] Ernst Bloch, filósofo alemán, autor de El principio esperanza (1954), obra de referencia obligada a la hora de considerar la obra de arte con contenido e intención utópica.
[4] Según mi apreciación de la obra de Pepe Cuevas, existe en ella una motivación de rescate de un pasado perdido, en el que la utopía proletaria estaba más cerca de lo posible que de lo imposible. De ahí la acumulación de lugares, personajes, hablas, situaciones. Como quien desespera ante la evidencia de que todo lo sólido se desvanece en el aire.
[5] El famoso poema de Bertold Brecht, “Preguntas de un obrero que lee”, publicado en 1935, en el que un obrero hace la reflexión fundamental que lo lleva a comprender su rol protagonista en la generación de la riqueza y como sujeto histórico.
[6] Para mí el poema “Soliloquio del individuo” es el más trascendental de Nicanor Parra, publicado en Poemas y antipoemas de 1954. Estoy segura que ha sido influido por el poema de Brecht, o por el espíritu de su tiempo, quizás, pero ese protagonismo de la persona común y corriente es llevada hacia una dimensión espiritual que particularmente me conmueve.
*(Chile). Poeta y narradora. Obtuvo el Premio a la edición de la Cámara Chilena del Libro (2021). Se desempeña como investigadora en escritura creativa de proceso, educadora y terapeuta de la escritura por la escuela de trabajo social Alice-Salomon-Hochschule de Berlín. Es creadora de la metodología de enseñanza del lenguaje llamada “Educación Poética” y de la metodología de autoayuda por la escritura para adultos “Mi vida cuenta”. Además, es terapeuta de la expresión y de la técnica de sanación energética Adaba. En la actualidad, es directora de Fundación Manoescrita, para la educación y sanación por la escritura. Ha publicado en poesía El Yo Cactus (1994), Escrito en Braille (1998; 2020), Material mente diario (2009), Dios es el Yotro (2010), Llaves del pensamiento cautivo (2015), Dramatis Personae (2018), Capuchita Negra (2019) y Tú Calas (2021); y en literatura infantil: Un forastero en el panal y El club de la tinaja (2004).