Por: Carlos Alcorta
Crédito de la foto: Izq. Ed. Turner Noema
Der. www.monk-books.com
Sobre nada y otros escritos (2015),
de Mark Strand (Trad. Juan Carlos Postigo Ríos)
El poeta norteamericano Mark Strand falleció hace poco más de un año —el 29 de noviembre de 2014— en Nueva York, después de haber residido los últimos meses de su vida en Madrid, compaginando su estancia en la ciudad con las clases que impartía en la universidad de Columbia. En nuestro país su obra ha ejercido notable influencia, y no sólo en los poetas más jóvenes, gracias, sin duda, a la contrastada calidad de su poesía y a la pericia de los traductores que se han ocupado de verterla al castellano. Julián Jiménez Heffernan, Eduardo Chirinos (tristemente desaparecido hace sólo unos días), Julio Trujillo o Dámaso López García, entre otros. Tenemos gran parte de su obra a nuestra disposición, bien en forma de antologías (Sólo una canción y Aliento, ambas de 2004 y Nada ocurra, de 2011) o como libros autónomos (Tormenta de uno, de 2009, Hombre y camello de 2010 y Casi invisible de 2012).
De su obra ensayística, sin embargo, no disponíamos prácticamente de ningún ejemplo, con la excepción del maravilloso texto que el poeta dedico al pintor Ed Hopper. Esta carencia se atenúa en parte con la publicación de Sobre nada y otros escritos, un libro misceláneo que contiene algunos de los mejores ensayos de Mark Strand y otros textos más circunstanciales, como el titulado «La dimisión del presidente». El libro comienza con un «Abecedario de poeta», una particular enumeración de sugerencias que parten de un palabra o un nombre propio y permiten al poeta desgranar sus filias literarias, pero también desarrollar una poética a partir de términos ambiguos, como ocurre con la «I de Inmortalidad, que para algunos poetas constituye una forma necesaria y creíble de compensación. Mientras que, en teoría, son desdichados en vida, serán recordados cuando todos los demás hayamos caído en el olvido». Guarda este inventario cierta relación con el volumen de Czeslaw Milosz titulado Abecedario. El espíritu que anima ambos compilaciones, salvando las diferencias de ambición epistemológica, es el mismo. Relacionar la cultura con la vida, describir el propio itinerario vital a través de lecturas, de viajes, de amistades y pasiones, de predilecciones y, por qué no, de antipatías y rencores más o menos velados. No son éstas frecuentes en el caso de Strand, pendiente más de celebrar que de criticar, aunque no prescinda de algún chascarrillo, como el que dedica a Neruda: «en cuya obra se mezclan inextricablemente la belleza y la banalidad», algo, por otra parte, que se puede decir, en mayor o menor grado, de la casi totalidad de los poetas.
Otros asuntos reclaman la atención de nuestro autor. En boca de un hombre corriente que está realizando la compra en un supermercado pone esta sorprendente reflexión sobre la poesía narrativa: «Lo que a mí me preocupa es el poema narrativo que no proporciona el marco coherente para medir el desplazamiento temporal y espacial, el poema narrativo en el que el héroe viaja, creyendo que avanza cuando en realidad está quieto, convertido en la encarnación de la poesía narrativa, su terrible engaño, la pesadilla de su propia irrealidad».
La ironía es un recurso que Strand utiliza con prodigalidad y maestría. Nos cuenta la anécdota con un distanciamiento asombroso, marido y mujer hablan de la poesía narrativa —al parecer, un tema candente, de rabiosa actualidad, que mitiga el tedio de la compra—como si examinaran las características de algún producto de limpieza o diseccionaran los problemas del vecindario. Esta característica la podemos observar con frecuencia en su poesía, lean poemas como «La historia de nuestras vidas» o «El jardín» y podrán comprobarlo.
En el ensayo titulado «Traducción» deja algunas perlas que, sin lugar a dudas, contarán con detractores y seguidores a partes iguales. No me resisto a transcribir algunas de ellas: «Dignificar el poema a costa de la traducción me parece tan perverso como que esta borre el original», «Una época en la que predomine el estilo sencillo no será favorable a las formulaciones barrocas» o, esta, acaso la más controvertida. En una supuesta conversación con Borges, Strand le dice: «¿no cree que es mejor que la traducción de poesía la hagan los poetas que sean dueños de un inglés personal, y que los profesores de idiomas, que sienten que su responsabilidad no es como una lengua en sus alteraciones, sino en su totalidad monolítica, son los peores traductores?». En unas pocas líneas, resume todo un tratado sobre el arte de la traducción, como he dicho, controvertido, pero prácticamente irrefutable.
Además de los citados, otros personajes interpuestos actúan como interlocutores del poeta: la madre que se duerme mientras recita un poema de Wallace Stevens propicia una magnífica reflexión sobre la poesía: «no todos los poemas tienen como propósito recordarnos lo oscuro o lo desconocido que late en nuestra experiencia. Algunos proponen otra cosa: hablar de lo conocido, de las experiencias comunes que nos hacen sentir poderosamente nuestra humanidad, las experiencias que compartimos con quienes vivieron hace cientos de años». Gracias a una de sus alumnas, Katia, Mark Strand reflexiona sobre los conflictos de identidad.
«Notas sobre el oficio de la poesía», «Introducción a Joseph Brodsky», «Justicia poética», «Observaciones sobre el CantoVI de la Eneida», «El paisaje y la poesía del yo» o «Visiones del monte misterioso: la aparición del Parnaso en la poesía estadounidense» —del que extraemos esta afirmación, acaso demasiado generalista: «Los poetas estadounidenses tiene tendencia a despejar su camino de todo lo anterior, para poder volver a empezar, para tener al menos la ilusión de estar partiendo de cero. No tratan de construir desde el pasado, sino de borra el pasado. Su necesidad de reivindicar la originalidad ha producido una serie constante de topoi, o lugares que son al mismo tiempo reales y metafóricos, donde su condición de estadounidenses resulta inconfundible»— conforman, entre otros capítulos, este libro imprescindible que uno debe tener siempre cerca para leer y releer. Su quizá algo exigua extensión se compensa con la intensidad y el calado de cada una de sus páginas.