Por María Mascheroni*
Crédito de la foto (izq.) Eds. En danza /
(der.) www.latuercaandante.wixsite.com
Una voz que viaja o el soplo desatado.
Sobre Mapamundi (2021),
de María del Rosario Andrada**
Universalis cosmographiae o planisferio de Waldseemuller es un planisferio en forma de mapa mural de gran formato, grabado en xilografía e impreso en Estrasburgo en 1507 bajo la dirección del cartógrafo alemán Martin Waldseemuller, en el que por primera vez se utiliza el nombre “América” para nuestro continente (en honor a Américo Vespucio, navegante y cosmógrafo florentino, naturalizado castellano, quien advirtió en 1505 que la tierra a la que arribara Cristóbal Colón era una masa continental y no las Indias Orientales) y en el que también por vez primera se presentaba a América separada de Asia y rodeada de agua.
Universalis cosmographiae es el título que la poeta da a la apertura de su poemario.
Cuál será la importancia y el interés que estos datos agregan a la lectura de la cosmogonía de María del Rosario Andrada, también presente en este viaje como un sur que orienta, atrae, y luego disemina una pulsación.
Los primeros trazos del arte de la cartografía -que comienza en algún lugar y tiempo indiscernibles- prescindían, o mejor, no concebían como un valor la exactitud de los datos. Sus intentos de representar, registrar o crear territorios a ser recorridos, no se correspondían palmo a palmo con el suelo que pisaban, no eran fieles a los accidentes del terreno. Los mapas de estos artistas se poblaban de signos del zodíaco, vientos de caras mofletudas soplando desde cada punto cardinal, navíos, ballenas, constelaciones celestes, y hasta animales fabulosos que acecharían quizás la travesía de quien se aventurara en tierras ignotas.
Esos mapas contenían ya los lugares que se anhelaba descubrir, una anticipación fundada en conocimientos del inconsciente, de los mitos y de la fe. Teñidos y recreados con la materia de los relatos orales de los navegantes y los sueños, registraban aún lo nunca visto, excepto a la manera de visiones o espejismos. Ningún deseo de verificación guiaba esa tarea, salvo, eso sí, el de una audaz ¿desatinada? orientación a futuros navegantes.
Mapamundi de Andrada abreva en el espíritu de esos pioneros. La voz poética que anima este viaje renuncia explícitamente al equívoco de las semejanzas, a cualquier compromiso con la realidad visible.
La poeta se encuentra con el primer mapa que nombra a América, continente tantas veces transitado y redescubierto o inventado en su obra poética. Y desde ese encuentro un yo y un nosotras, una mujer que se desdobla emprende un viaje. La posición de esa voz fluctúa: por momentos viaja, en otros está trazando el mapa, o es testigo, o se precipita —encarnar un mapa no es trazarlo— confundiéndose con las geografías y los relatos del mundo. La altura, el silencio, la austeridad que de esa voz se desprende e irradian los poemas, parece provenir aún de las alturas de los Andes. Talla sin sonido. Acorde silencioso y audible que protegerá el misterio que estos mapas con siglos conservan.
Rosario no canta, Rosario susurra con firmeza. Viento que llega desde desfiladeros rocosos y atraviesa el océano contaminando al mundo. De montaña, cóndor, mujer y sangre animal.
¿Cuál es la extraña afinidad entre el espíritu de los primeros cartógrafos y la escritura poética? A esta pregunta nos conduce Andrada en este poemario. Ningún apego a la verificación, ningún apego a un sentido unívoco: esa afinidad. A qué necesidad si no respondería la tentación de comenzar este viaje poético con un mapa de hace siglos hasta cosmogonizar la Amazonía, los fríos de Islandia, las sirenas del mar Jónico, la misma cordillera, los humanos dolores. El origen de esta aventura no tiene fundación, expande el límite geográfico de la memoria, sus anclas cronológicas y la estirpe zoomórfica del noroeste andino.
Una trayectoria que procede por saltos, cruza a velocidades imposibles de medir —como a través de un agujero de gusano, anhelo de la física—, entre un hemisferio y otro. Atajos que surcarán también el tiempo: así las distancias se acortan plegando siglos y creencias. No hay engaño, tampoco ingenuidad. Lo que vemos aquí es el poder de la poética de Andrada que hilvana las diferencias y las distancias con una puntada torcida y remota. La voz encarna la pertenencia híbrida y simultánea de lo que existe, en una cosmovisión que nos alberga. Aunque hay una cancioncilla sobrecogedora, plagada de presagios que permea los poemas. Un refugio al descampado y en plena altura.
“Había señales precediendo/ a la noche/ nubes acorraladas/ susurrando en la basta quietud/ sentí/ el pulso/ de un animal fundiéndose/ en mis entrañas/ los misterios se narraban/ en los pliegues/ de oscuros mapas/”.
La voz nunca está en este tiempo, nunca. Ni parece querer dar cuenta de su época. Nos preguntaremos una y otra vez : ¿Quién viaja? A veces parece que no hubiera nadie. Que la voz viniera de los animales o de la tierra, como una voz testigo. Peces colosales, luna, dinastía. Viento, estrellas y orfandades. Una voz inyectada de geografía. Inoculada de eternidad.
“Hay almas habitando/ las alturas/ se esconden/ en los huecos/ traspasan la piedra como un lamento / escurridizo/ … / somos las antiguas/ tristezas de lo oculto/ las sombras donde la noche resucita”.
Por momentos tomo el poema, por momentos el mapa, o tal vez escribo tomando el poema como un mapa. Sigo los datos inciertos y exuberantes del siglo XVI o anteriores, o bien sigo a la cartógrafa que traza y borda la geografía y la historia de lo que habita la tierra y sus confines. Un segundo mapa del siglo XVI, ahora de Abraham Ortelius, se desplegará guiando el viaje incluso hacia la isla de Utopía. Dice:
“Llegamos a Utopía/ no hay dolor/ tampoco tempestad/ no hay sudor/ el frío no congela/ los días tienen otro nombre// no hay reino/ ni consejeros/ no hay escudos/ ni casas de gobierno/ no hay jueces/ fiscales/ sólo un cortejo fúnebre/ y un cementerio hecho/ a la medida de la sombra”.
En la segunda parte del poemario ya no hay mapa. Ya no los necesita. Animada por grandes fuerzas la invitación de Andrada subyace en todo el poemario, y acierta a trasladarnos, transferirnos a otra orilla, a esa otra cara de la realidad, el lugar de lo numinoso, del soplo que anima el misterio. Allí donde haya vida en abundancia.
Y la voz que ahora escribe, adoptará múltiples y cada vez más sutiles expresiones.
Perpetua es la lágrima, perpetuo “el soplo que escapó de la tormenta/ rumbea hacia el valle como un torrente embravecido”… “Hay que atar al soplo/ con tientos/ en el árbol de la perpetua lágrima/ y esperar que aplaque/ su furia/ no vaya a ser/ que arrastre a los muertos/ hasta el callejón de la vida”.
“Soy el soplo que escapa y anuncia”.
Ese soplo desatado es quien enuncia sonidos que nadie escucha: “la hoja antes de caer”, “el sacudón de la tierra” y visiones que no son para los ojos “pude ver la contorsión/ de los primeros albores/ mezclándose/ en la hierba”, “en la intemperie/ lo desconocido nos mira/ se cuela en la intimidad”.
“afuera las cicatrices esparcidas/ abren sus fauces/ las hormigas peregrinan/ y la eternidad/ parece haberse ido saltando/ en las quebradas”.
El viaje es ahora inmóvil, concentrado. Y la voz desasida. De la perpetua lágrima se adentra en un mundo otro, coexistente, un plano paralelo donde “no vemos todo lo que existe”, mundo de lo que no tiene fin, de lo continuo, de lo que nunca comienza.
*(Buenos Aires-Argentina, 1958). Poeta y editora. Estudió orfebrería, dibujo y fotografía. Integra el Consejo editor de Hilos ed. Obtuvo el Segundo Premio Municipal (2015). Fue cofundadora del Colectivo de acción poética El pez que habla y, en la actualidad, coordina los talleres de pensamiento, investigación y acción poética Martes intenso. Ha publicado en poesía La inevitable curva (1997), Impaciencia de la sed (2001), “La tierra sabe lo que hace cuando tiembla” en Teatroxlaidentidad (2001), Jardín (2004), El cansancio de los hijos (2011), el ensayo poético “Consenso inútil” en Vendrá la muerte y tendrá tus ojos-Diez miradas diversas sobre poesía y muerte, comp. Enrique Solinas (2015); Hierba sobre el mundo castigado (2017) en coautoría con Teresa Arijón y Blues de las almas inquietas (2021).
**(Catamarca-Argentina, 1954). Poeta y narradora. Se desempeña como reseñista literaria para el diario El Ancasti. Ha publicado en poesía Uvas del invierno (1978), Casa olvidada (1982), Tatuaron los pájaros (1988), Anuin y los senderos del fuego (1992), Los cánticos de Otmerón (1998), Profanación en las alturas (2004), El último resplandor (2007), Los señores del jaguar (2011), Huayrapuca, la madre del viento (2014), Suri patitas largas (2015), Wanaku (2017); y en cuento Las tres caras de la herejía.