Por Leonardo González
Crédito de la foto (izq.) Ed. Orjikh /
(der.) www.fundacionlafuente.cl
Sobre Leñador (2013),
de Mike Wilson
La estructura de Leñador es la de un almanaque, como el que lee Leñador, su protagonista (sin nombre propio como suele ocurrir en el universo de Mike Wilson, véanse sus libros Scout, Rockabilly). Leñador ha sido considerado un diario de viaje, novela, manual de supervivencia, lección de ecología, tratado filosófico salvaje, inverosímil relato de aventuras. Cual sea su definición, este pacto con el lector se realiza mediante descripciones de objetos diversos, como si todos merecieran habitar el espacio de su curiosidad, durante el tiempo en que Leñador habita los bosques del Yukón, al norte de Canadá, al límite con Alaska.
A medida que el tiempo avanza, la estructura descriptiva se va flexibilizando, de manera sutil, permitiendo cada vez más la aparición de una voz en primera persona, hasta llegar a un final en que el narrador se describe como objeto a sí mismo en su acción más arquetípica, talar un árbol con su hacha. Así es como se cierra el viaje, partimos con la descripción del objeto hacha y terminamos con la acción de talar, fusión entre objeto y cuerpo que suda su saber. No sabemos cuánto tiempo transcurre en el espacio de estas descripciones, tampoco si Leñador llegará finalmente a la civilización, o si se morirá en el bosque, tratando de encontrar a Ella, una mujer indígena que ha capturado su atención desde que pasó de visita por el campamento junto a su familia, todos provenientes de la tribu inuit. Poco importa saber exactamente el tiempo, ya que el personaje al parecer lleva años habitando el espacio, entiende los ciclos naturales, ha vivido significativos momentos de revelaciones (momentos memorables del libro por la cercanía entre palabra y experiencia, por ejemplo, el pasaje en que se describe el entierro de un leñador al cual le cayó un árbol encima, la observación de la caída del árbol, la confección colectiva del ataúd, lo que se escribió, lo que se dijo: “aquí vivió un hombre que existió y es”).
Leñador sigue algunas máximas que vienen de la filosofía budista contemporánea, ligada a América de Norte: “Medita siempre sobre aquello que te provoca resentimiento”. “Siéntete agradecido a todos”. El personaje Leñador describe minuciosamente la vida de las ranas, insectos, piedras, rocas, ciénagas, dejando frases notables como “la niebla es impenetrable cuando paso frente a las ciénagas”. A veces las reflexiones en primera persona de Leñador nos recuerdan estas máximas, y funcionan como prosa o haiku libre. “No sé cuánto tiempo me quedé, ni me acuerdo de la vuelta al campamento, pero fue un momento importante para mí. Un momento auténtico, sin interferencia, sin pensamiento. Fue la primera vez en mucho tiempo que sentí certidumbre. Se me había olvidado lo bella que podía ser la certeza”.
Leñador fue boxeador, soldado en la Guerra de las Malvinas, un sureño que llegó al norte y que mantiene un diario/almanaque para verificar que existe, y que es, buscando la ecuanimidad en sus descripciones. El no juicio. La verdad de las cosas que se describen, “como si fuese algo incomprensible (el mundo), entendiendo que esto es algo que no se puede articular”. En una entrevista (disponible aquí https://www.youtube.com/watch?v=NKdkYic32xI) el autor nos cuenta que para escribir Leñador leyó libros enciclopédicos sobre árboles, tal como el mismo personaje Leñador.
También este libro es la búsqueda de otro. De algún modo, la etnografía del padre. Dice Wilson “Leñador tiene elementos biográficos de mi viejo, cuando joven él era leñador”. El padre de Wilson, de origen estadounidense, es un hombre que solía irse a la montaña durante períodos largos y permanecer como un ermitaño. Wilson sacó eso del padre, dice, y esta novela también podría ser leída como una búsqueda de esa identidad linaje masculino (cabe observar que Leñador recuerda a su abuelo durante el libro). Lo biográfico está en los procesos internos de narración, ahí el personaje y el escritor se difuminan, se vuelven uno solo. La información viene de muchas fuentes: almanaques agrícolas del siglo XIX, obsoletos, facsímiles de enciclopedia de esa misma época, ensayos, tratados sobre temas específicos, testimonios. Este libro no es un experimento, es una novela que busca el sentido y trata una enfermedad personal (la búsqueda de una forma de escritura ante el sin sentido del proceso mismo de narración) mediante el acto de describir paisajes y objetos para evitar la parodia, la ironía, la angustiosa falta de sentido que nos puede dejar la representación de un objeto narrado. Es un alivio que nace desde lo previo a lo reflexión, y que sigue las ideas de Wittgenstein. La recuperación del sentido y la posibilidad de una certeza.
El uso del lenguaje es parte vital de este texto. Se conjugan al menos tres registros. El registro puramente descriptivo, una voz en primera persona singular y la descripción de múltiples objetos al unísono (una suerte de gran coro final). El deseo máximo de este texto-almanaque es cuestionar los límites del conocimiento mediante el lenguaje. ¿Qué tanto el lenguaje nos permite conocer? Leñador hace constantes relaciones entre su incapacidad de acceder al conocimiento mediante el lenguaje y la capacidad que tienen los leñadores, que actúan sin sobre analizar lo que están haciendo, para acceder al verdadero conocimiento, que no estaría en la codificación ni verbal ni escrita, sino en la experiencia que se obtiene habitando el espacio y el tiempo de forma despojada. Esta novela, si se me permite utilizar esa expresión, halla aquí su pregunta fundamental. Por ejemplo, en esta cita: “Hay algo que subyace a todo esto, algo que le da serenidad al viejo leñador. Una certeza que no se transmite, no se articula, que no tiene que ver con dogmas ni filosofías, una certidumbre que él ve porque la ha descubierto por sí solo, sin buscarla. Quizás ese sea el problema y la solución, el sentido de las cosas se da cuando uno deja de buscarlo, deja de problematizarlo.”
El registro descriptivo busca distanciarse emocionalmente de la diversidad de objetos que se presentan, jamás explicarlos o narrarlos, sino llegar al corazón de lo descrito a través de un tono ecuánime. Como dice Verónica Gerber, se trata de traer el objeto a la página para que todos lo podamos ver, oler, tocar, sentir, mediante el lenguaje. Los objetos producen territorio.
Pero a poco andar recibimos un contrapunto, una segunda voz, que el autor describe como la acción de meter la cabeza bajo el agua por algunos segundos. Me refiero a la utilización de la primera persona singular que describe el yo en ese hábitat duro, crudo, donde la ternura y lo salvaje son parte del día a día. Ese yo aparece entre las descripciones, a modo de pausa, de respiro, ante la densidad del lenguaje descriptivo. Ese yo está obsesionado con otros yoes (un leñador haitiano que curiosamente escribe ―una suerte de espejo― un leñador noruego, cuerpos minerales, animales, humanos, que captan su atención y producen reflexión en él). Luego, se obsesionará con la mujer de la tribu Inuit que hemos mencionado al inicio.
Un tercer registro se da hacia el final de la novela cuando Leñador describe en primera persona la acción de talar, durante treinta páginas en las que sentimos olores, sensaciones propias del cuerpo que se ejercita, y vemos a muchos de los agentes antes descritos (viento, volcán, búhos, cuervos, abejas, tocón, hacha, turba, niebla, etc.) perteneciendo a un mismo tiempo, perteneciendo a un mismo paisaje. Cito de esta última parte: “última tala de leñador, su pulso, la extensión de sus brazos, la lejanía del campamento, la hondura del volcán, las miradas de los búhos, el descenso de la niebla, la geometría de las constelaciones, la profundidad de la turba, los siglos de los tocones, el hambre del tejón, el acecho del lobo, las olas de los prados, el choque de las cornamentas, la curiosidad del zorro, los pasos quietos de los inuit, el sueño del oso pardo, las palabras del haitiano”, y luego menciona la certeza del territorio. Ese espacio de constelación alberga a todos los agentes del bosque, les permite en un mismo instante pertenecerse y ser.
Estamos aquí ante una “deformación de la novela” que nos permite cuestionar la idea de personaje, al tratarse de lo que a mi juicio sería una experiencia de lectura no antropocéntrica, aunque el centro sea un Leñador. ¿Por qué digo que se trata de un gesto no antropocéntrico? Porque Leñador mantiene una filosofía de vida ―cercana a ideas budistas―, donde el ser humano es parte de la naturaleza, forma parte de un gran ecosistema. Cito: “un grupo de leñadores pasa caminando, me pasan de largo. Eso está bien, el no ser visto, ser parte del paisaje, ser el bosque”. Todas las especies merecen el mismo respeto, aún cuando exista la cadena alimenticia. Leñador acepta que un oso pardo o un lobo o un tejón puedan tomarlo como carnada, así como él debe cazar salmones para sobrevivir una vez que se aleja de la tribu.
En varias entrevistas, pero principalmente en el video Por qué escribí Leñador (https://www.youtube.com/watch?v=e276M0mnEmM), Mike Wilson nos comenta que desde niño él se hacía la gran pregunta existencial de qué es todo esto y que Leñador no es otra cosa que volver a esa pregunta, pero ya no desde la esperanza que existe una narración posible que nos de el sentido, sino a través del lenguaje, el acto de escribir, de describir objetos, la búsqueda de la verdad, de la certeza, de lo que es. Lo que Leñador descubre mediante la codificación es que la experiencia no es codificable, ante la pregunta ¿qué es todo esto? La respuesta “está ante nosotros cuando no intentamos maniobrar nuestro pensamiento hacia ella”. Esa es la tesis de Leñador y el tono escogido será el de la templanza de quien a lo largo de las páginas se va dando cuenta que en la codificación no está la verdad. Por eso admira a los leñadores que son sin hacerse preguntas de por qué son o están ahí. Cito: “Los hombres del campamento no son de preguntarse cosas. Ellos viven, no piensan en vivir. No hay parodia en el día a día, no hay simulación ni ironía. Nada intermedia la experiencia, en ellos no se encierra la alegoría ni la ideología ni la ciencia. (…) Los observo, vivo entre ellos, pero no soy como ellos. Estas palabras me delatan. Los envidio.”
Aquí estamos frente a un libro de exploración personal (tal como lo es Ártico, 2017) donde los géneros están en cuestión, donde la narración está en cuestión, no se pretende imponer nada, no se desea hacer ciencia mediante este tono de almanaque agrícola. Se trata de una ficción, finalmente.
Para comprender mejor este libro me sirvió acercarme al trabajo de Lucrecia Martel. En particular a su mirada sobre el punto de vista en la autoría. Ella nos cuenta que “una buena práctica es leer libros de ciencia, de filosofía, como si fueran ficción. Insistir hasta entender de qué tipo de ficción se trata. Porque es una ficción muy poderosa que inventa el mundo y trata de borrar las huellas de esa invención al mismo tiempo”. Así leí Leñador, finalmente, y quiero creer que se trata de una gran ficción, que no se propone narrarnos con un ritmo trepidante a lo Hollywood, que no pretende convertirse en un éxito de ventas, que de hecho busca fundirse en el bosque, en ese bosque que serían otros libros, hechos de lo que fuera madera, quinientas veinte páginas de madera. Por eso me resulta lógico que la novela, en su primera edición, dijera solamente Leñador, nada más, en su portada. Leñador y el dibujo hecho a mano de un hombre con una gorra, probablemente sosteniendo un hacha que no vemos. La página www.googlereads.com nos dice, junto a la foto de la primera edición, que Leñador es una novela sobre la quietud, la certeza y la textura de las cosas. Curiosamente no teme en llamarla novela.
El ritmo es uno de sus grandes aciertos. Un ritmo que es el de una voz solitaria, solitaria como pocas, que se aleja aún en los lugares alejados, para estar con su mente, para ir y venir con sus pensamientos, porque no puede vivir más que siendo emisor y receptor. Así comparte lo que siente, las dudas que tiene, las observaciones, los olores. El libro es increíblemente sensorial: sentimos la pasta de dientes con la que los leñadores se lavan esas muelas acaso negras, y cuando Leñador es víctima de una carie fulminante y debe extirparse la pieza, estamos con él cuando decide enterrarla junto a un árbol siguiendo los consejos de un sabio compañero. O cuando los leñadores deben escupir adentro de las bocas de las ranas para sanarse de una enfermedad. Sin embargo, hacia el final de la novela, el tono descriptivo se hace demasiado pesado y esto atenta contra la tesis, que es que en el lenguaje no está la esencia que le da sentido a todo esto. Leñador no es como algunos críticos la han entendido, una novela nihilista, sino todo lo contrario. Nos muestra lo que no es para decirnos lo que es, para reforzar, lo que es. Por esto después de la llegada de la mujer inuit, el ritmo excesivamente descriptivo del libro atenta contra el personaje y resulta contraproducente que él sepa tanto, cayendo víctima de su propio juego, haciendo de éste una parodia, una parodia del sí mismo. Antes de que Leñador dejase la tribu de leñadores de Yukón, podíamos suponer que su conocimiento venía de la observación, de la lectura del almanaque agrícola que encuentra casualmente, de la recolección de objetos, ideas y etnografía casual. Sin embargo, una vez que deja la tribu, él sigue describiendo objetos con una capacidad de análisis aun mayor que antes y un detallismo que asombra, pero atenta contra la verosimilitud de alguien que tiene un cuerpo en riesgo vital, que debe dormir a la intemperie, trepar árboles para no ser víctima de anímales agresivos. La respuesta a esto está en que la historia que se cuenta no importa, es una excusa, podría ser un grupo de leñadores como un grupo de artistas de circo u otro colectivo, lo que quiere el libro es cuestionar la esencia de las cosas a partir de la descripción de ellas, de los objetos que circundan un ecosistema.
Por esto no pienso que Leñador sea una guía o manual de supervivencia, como algunos críticos lo señalan, porque eso sería una guía, de nuevo, antropocéntrica, y como ya hemos dicho este libro se aleja de la idea de que el hombre es el centro de la cuestión. Me gusta pensar Leñador como una excusa para adentrarse en Wittgenstein, en las grandes preguntas sobre la certeza y el sentido, la ausencia de la parodia, para finalmente comprender la experiencia, lo que se anda buscando. Esta revelación se vive con máxima tensión en las últimas treinta páginas, que ya hemos citado, con un ritmo trepidante, como si ahí estuviera la verdad y el sentido, todo junto integrado, sin la necesidad de que Leñador analice nada.
Me he quedado mucho tiempo con esta novela. Ha sido parte de mi vida. La he leído dos veces. La he rayado. La he sentido. Y la llevaré conmigo por siempre. “No sé bien cuánto tiempo me quedé, ni me acuerdo de la vuelta al campamento, pero fue un momento importante para mí. Un momento auténtico, sin interferencia, sin pensamiento. Fue la primera vez en mucho tiempo que sentí certidumbre. Se me había olvidado lo bella que podía ser la certeza.” Si bien es cierto que hay un momento de pérdida de tensión que no parece ser intencional, como si el libro se le fuera de las manos al autor, hacia el final, hemos dicho, recupera el sentido y el riesgo de su propuesta, la particularidad de lo relatado es tremenda en las últimas treinta páginas. La gran metáfora de Leñador es el cuerpo de ese hombre talando, esa es la certeza del territorio, la última tala de Leñador, el momento de mayor tensión, “un corte más y ya está, me acerco al tronco y miro la abertura de cerca, el último corte, logró atravesar la albura y exponer el duramen central del árbol, una madera densa y dura, pero más quebradiza. Vuelvo a tomar distancia y estudio el peso del árbol, la distribución e inclinación de la copa, la dirección del viento, rodeo el árbol, me detengo en el lado contrario al corte inicial e identifico un buen lugar para hacer el contracorte (…) cierro los ojos para protegerlos de las astillas, atraviesa la corteza con facilidad, la albura cede ante la embestida del acero, alcanza el centro, el núcleo del árbol, es duro y detiene la hoja, el estruendo de impacto hace temblar la copa de pino, la onda sonora se expande por el territorio, el sonido dice cosas, muchas cosas, la última tala del leñador”. Creo que aquí, en este lenguaje finalmente, en ese ritmo del que vive y no piensa, en ese fluir con la experiencia está el sentido y el riesgo final de este viaje que nos llevará lejos, muy lejos; no a Canadá, no al Yukón, sino a nuestra propia experiencia, para preguntarnos dónde estamos, quiénes somos, cuánto observamos lo que somos, lo que sentimos, lo que habitamos, el paisaje que nos permite extendernos y ser.
Este texto entra en tensión con una tradición de novela latinoamericana más narrativa, este “almanaque en desuso” irrumpe con fuerza para cantar una melodía nueva, que no es heredera de la gran narrativa argentina, chilena ni norteamericana, pero que evidentemente tuvo que recorrer todas esas aguas para navegar hasta acá y decirnos que aquí hay una verdad, un hombre que vive y que se pregunta por el sentido de las cosas, principalmente los lugares, los lenguajes y las soledades que en él, personaje y autor, conviven. Pienso en Verónica Gerber, en su libro La compañía (2019), en el cual también se evita toda narración, para dar cuenta de lo mismo, un lugar enorme que es nuestro cuerpo y nuestra casa.
Referencias
Wilson, Mike. Leñador. Colección Libros Salvajes de Editorial Errata Naturae, España, 2016.
Por qué escribí Leñador: https://www.youtube.com/watch?v=e276M0mnEmM
Mike Wilson: «Somos parte de una generación muy cínica»: https://www.youtube.com/watch?v=NKdkYic32xI
Mike Wilson en conversación con Matías Rivas, revisado en noviembre de 2019. Radio Duna: https://www.duna.cl/podcasts/e4t2-mike-wilson-los-libros-son-lugares-y-los-estados-de-animo-son-los-que-afectan-la-creacion-de-un-lugar/.
Entrevista a Lucrecia Martel. Revisada en noviembre de 2019. https://www.lanacion.com.ar/espectaculos/lucrecia-martel-alza-voz-nid2294163
Chodron, Pema. Comienza donde estás. Editorial Tandem. España, 2014.
Gerber, Bicecci, Verónica. La compañía. Editorial Almadia. México, 2019.