Por Claudio Archubi*
Crédito de la foto autora
Sobre las cosas que brillan en la memoria
Contra la vieja antítesis de filosofía y poesía, afirma María Zambrano que tanto el poeta como el filósofo buscan restaurar la unidad perdida hallándola en el fondo último de la existencia. Pero el filósofo se adueña de su ser en tanto el poeta espera que le sea donado. Dice entonces María Zambrano: “Y el milagro de la poesía surge en plenitud cuando en sus instantes de gracia ha encontrado las cosas, las cosas en su peculiaridad y en su virginidad, sobre este fondo último; las cosas renacidas desde su raíz.” Pasar con lentitud las páginas de Cuaderno de dibujo de Paulina Vinderman** es sentir cómo el yo poético que se ha propuesto buscar el lugar anterior al mundo se adentra en esa búsqueda por las galerías oscuras y sagradas de la memoria como quien recorre la galería del Prado guiado por la luz de una vela. Los pequeños objetos ligados a nuestra existencia brillan como cuadros recortados sobre un fondo de misterio y el yo poético intenta fijarlos con sus trazos de acuarela, salvándolos del tiempo, aunque sólo logra pintar sus rastros, como lo atestigua sabiamente la niña de uno de los poemas, después de trazar una pincelada en la hoja blanca: es el vuelo de un pájaro, dice/ ¿Y el pájaro?/ Es lo que queda, el pájaro se fue. Pero a la manera del manejo de la luz de los pintores antiguos, la luminosidad que advertimos en esas huellas, en los poemas de este libro, es un canto delicado de amor.
El amor va acompañado, no de posesividad, sino de cuidado. En delicado balance, cuidando de mantener la distancia respecto de un tono altisonante, pero también evitando el silencio de ese minimalismo anodino que extrema el desencanto a falta de otras riquezas expresivas. El lápiz se aproxima a la hoja al ritmo de la escucha del misterioso centro emisor, la raíz profunda que alimenta las imágenes más allá de sí mismas: Mi lápiz se acerca demasiado./ Mi lápiz se aleja demasiado./ Es mi pluma la que esta vez se acerca/ al centro como una casa de espejos. El lápiz es el pincel y es también la vela que ilumina las pinturas en ese paseo a oscuras, acercándose lentamente a ellas como la mano en una caricia, porque: el viejo –precioso– nudo del corazón/ no se deshace fácil.
En este cuaderno de imágenes encantadas, el yo poético no es un detractor, sino que intenta recobrar el carácter de mediador entre el mundo y el mundo. Es bien conocida la idea del romanticismo del poeta como “vate” o recipiente capaz de albergar el infinito a través de la magia simbólica del lenguaje. Pero el yo poético de este cuaderno de dibujo, con menos pretensiones, agradece esos momentos en que se siente levemente rozado por la huella del infinito, que siempre está más allá de su alcance. De allí que el arrogante árbol de los antiguos, símbolo del hombre como mediador entre la tierra y el cielo, se transforma aquí en un humilde sauce que ha envejecido con belleza: Los sauces no lloran, me había dicho el monje,/ agradecen el suelo donde pisan. La ya casi inocente idea del poeta condenado a hundirse en las cimas invertidas del sufrimiento, es reemplazada aquí por otra, a mi juicio, más equilibrada y madura. Esto me hace pensar en la diferencia que remarcaba Heidegger contra Sartre entre lo existencial y lo existenciario.
Es muy común la equivocada noción de que Heidegger fue el que dio origen a la idea masiva del existencialismo como una forma de ver el mundo anclada en la angustia histérica ante las situaciones límite, aquellas que en última instancia nos confrontan con la falta de sentido y la muerte. Sin embargo, la angustia existenciaria de Heidegger era un estado anímico repleto de calma y autoconciencia, mucho más cercano a la idea de la ataraxia griega o incluso a la idea oriental del satori, (“[…] en secreta alianza con la serenidad y dulzura del estado creador”, como lo describe, por ejemplo, en su ensayo: “¿Qué es metafísica?”, donde analiza los estados anímicos que surgen a partir de la confrontación con la nada). En este cuaderno de dibujo, la presencia cercana de la muerte desata la angustia en el sentido descripto, como la sabiduría quieta de quien ha comprendido. Sin embargo, comprender aquí no significa tener una explicación, sino aceptarse atravesado por el misterio de la vida y la muerte. Así lo atestigua, a mi juicio, uno de los más altos poemas de este libro, casi con la pureza de la mirada de un niño:
Era un jardín perfecto, era un jardín
sin memoria.
No puedo dibujarte, le dije, no puedo
con el vacío.
Es la soledad del amor, susurró un abeto minúsculo,
ese lugar donde aprendemos a morir.
El vacío, ah, es otra cosa, no estás preparada
para comprenderlo.
Le regalé un recuerdo al abeto sabio
e introduje mi mano entre sus hojas.
El viento me ayudó a soplar verde sobre
la página.
Y a inventar el tiempo.
No obstante, la mirada en este libro no niega la presencia de la historia y del lenguaje. Dentro de la galería de objetos iluminados, aparecen, de vez en cuando, citas que apelan al yo como entretejido de lecturas; o como un juego de espejos, una puesta en abismo, apreciaciones sobre la obra de distintos pintores, pero todo ello sin estar exento de ese carácter íntimo que le otorga unidad y vida al libro: el de un recorrido por la memoria de las cosas queridas.
No en vano, se trae a la escena la temática de un libro anterior, donde el yo poético se compara con un epigrafista, es decir, con alguien que descifra viejas escrituras que testimonian un momento de la historia humana, un arqueólogo del lenguaje. Signos, huellas también, de un mundo perdido, en las profundidades del comienzo, donde el tema de la infancia, en cuyas raíces hurga la memoria individual, muta hacia el tema del comienzo de la historia humana, hundido en la memoria colectiva, y así aparece entrevista, apenas como en un atisbo, la infancia de nuestra especie.
Por último, los dejo con la siguiente pregunta: más allá de las modas y los ruidos del momento, persiguiendo las huellas de lo aún por decir, que no es más que una nueva forma de recordar lo que somos, construyendo un bastión de resistencia ante las enajenantes maquinarias sociales, ¿acaso, como Paulina, no son todos los auténticos poetas, epigrafistas?