Sobre «Las bolsas de basura» (2016), por Alejandra Costamagna

 

Por Alejandra Costamagna*

Crédito de la foto Mario Pera

 

 

Sobre Las bolsas de basura (2016),

de Enrique Winter

 

 

La primera imagen de esta novela de Enrique Winter -una novela, por lo demás, modulada por una cadena de imágenes, con un lenguaje siempre atento a los dobleces de las palabras y su potencia expresiva- viene de un poema de Marcela Parra. Escuchemos un fragmento de ese poema (del libro Silabario, mancha) reproducido al inicio de Las bolsas de basura:

“En Las bolsas de basura, un artista

diseca quiltros despedazados por las ruedas de los autos.

Los encuentra a la orilla del camino

a modo de animitas, los encuentra siendo su propia tumba

el recordatorio de toda pérdida, de todo sangramiento

de todo sentimiento de atropello. Un artista

diseca quiltros despedazados por las ruedas de los autos

los encuentra a la orilla del camino

los lava y los sutura, volviéndolos permeables

a la belleza extrema”.

 

Ahí está no sólo la imagen precisa, sino la trama que ordenará las ciento ochenta y tantas páginas que vienen a continuación en la novela de Winter. Una mujer diseca quiltros despedazados por las ruedas de los autos. Los encuentra a la orilla del camino: como en el poema de Marcela Parra; como los vemos con frecuencia en la vida fuera del libro; como lo hiciera el artista visual y taxidermista Antonio Becerro, creador del centro cultural La Perrera, en Santiago, y autor de las fotografías de esta novela. Perros muertos como animitas quiltras. Perros encontrados en las calles, en las carreteras, arrojados a su mala suerte. Luego recogidos de basurales. Y la mujer los lava y los descuera y los sutura, con el cuidado que pondría un cirujano. O un orfebre. Y entonces vuelve estos cadáveres permeables a la belleza extrema. La mujer -la mujer del libro de Winter- se llama Brenda, es veterinaria, usa una camisa del partido, vive sola y lo que hace es parte de un plan de amor o de locura o de extrema fascinación por la belleza de la piel. Un plan elaborado con Miguel, su ex pareja, unos meses antes de que todo se acabe: salvar perros, conservar la piel, embellecer, acaso, las horas sombrías en la provincia, en un tiempo indefinido, en el que son “tantos los cuerpos sin sepultura” que el plan se vuelve confuso y urgente y, por lo mismo acaso, imposible. Miguel se embarca en un viaje largo, más de un año navegando, y ella empieza el plan sola. Antes de irse, les han hecho un sumario. Un asunto confuso: un accidente, bruma, un animal muerto. Antes de irse, se han querido ellos mismos como animales o como un par de huérfanos. O como sólo saben quererse algunos hombres y algunas mujeres que no saben, sin embargo, cómo mantener esos vínculos tan enraizados en sus pieles. Antes de irse, Brenda ha obligado a Miguel a decidir entre el viaje y ella. Pero él se ha ido y al año regresa para volver a partir, ahora más cerca, otra vez a la provincia, pero ya nunca más al lado de Brenda. O para siempre a su lado en la distancia, como diría el bolero, compartiendo un plan que de tan perfecto, de tan delirantemente hermoso, se vuelve una pesadilla. Brenda diseca perros en el baño de su casa, Miguel cuida que las cabras de la precordillera no se escapen para el monte (literalmente, aunque quizás también de manera metafórica). Y aunque él posterga el plan involuntariamente, ambos viven sus desvelos a distancia, aparentemente integrados al resto, a sus entornos ordinarios. Pero cada uno ya ha sido tomado por el plan, por esa belleza extrema de las pieles que en un pasado cercano les tocó una tecla inimaginable y que hoy destapa una cadena de obsesiones que los atrapan y los cercan y los convierten en sospechosos. Miguel se ve cruzado por un accidente que altera su rutina y lo lleva por una ruta vertiginosa en la que se enfrentará a otros cadáveres. Ya no a perros, pero a seres igualmente atropellados y abandonados. Cadáveres en descomposición. Cuerpos que se van desvaneciendo en el tiempo y van dejando una memoria de sus últimos pasos en la tierra. Y la culpa y las incógnitas y el poder corrupto y la basura en todos los planos y los silencios detrás de esas muertes: la de los perros de la calle, la de las primeras mascotas, la de un vínculo de pareja, la de un travesti arrollado por un automóvil sin patente.

 

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Winter divaga con sus personajes y con el lenguaje por estas páginas que son también paseos por el devenir de unos seres que nunca querrán encontrar el final del camino; que irán merodeando entre los pasajes y los callejones, entre jaurías de perros y borrachos nocturnos, entre las piezas apolilladas de una pensión y los estrechos baños de un departamento donde cabe una pila de cuerpos disecados. Veremos de cerca a Brenda y a Miguel. Pero también a Eugenio y a Brian y a los personajes satelitales que se acercan cada vez más a la tierra, siguiendo un ciclo natural, una inclinación que acaso Miguel y Brenda han estado dispuestos a revertir. Así lo dice el narrador, siguiendo los pasos de Miguel, en algún momento: “La belleza está en la piel”, apunta. Y sigue: “Así en las caminatas por la última pensión donde vivió en Talca desechó también la idea de que los perros debieran nutrir a otros, pues al hacerlo, renunciarían a su piel (…) Enterrar al perro de su amigo fue sólo un escalón entre la bolsa de basura, el egoísmo del ataúd, y la permanencia de la piel, que se pierde al abonar la tierra. Antes de generar más vida prefiere la quietud (…) Según él, ni morir les asegura mezclarse con la tierra a la que los inclinan los días (…) El féretro también es una bolsa que la envuelve” (63).

Ese entierro del perro del amigo al que alude el narrador es uno de los recuerdos convocados en estas páginas. Un recuerdo que se suma a otros, vagamente traídos al presente, para ir construyendo un álbum de infancia que hoy puede ser mirado, acaso, como una invención. El límite entre los recuerdos vividos, los prestados o los imaginados es difuso. Aun así, sin embargo, los recuerdos pesan como pesan los muertos. La primera pérdida, el primer recuerdo: el de un conejo inflable, cuando el protagonista no tiene más de un año. “La desaparición del conejo cuando miles también desaparecían y no eran conejos”, apunta el narrador. Y luego: “su primer recuerdo es el de una pérdida y la incomprensión de los demás, su primer recuerdo es la imposibilidad de comunicarse, de alcanzar la ventana por donde se colaba la luz que sólo el conejo interrumpía, delante de un diseño despegado del color marrón con que asocia su niñez por las escasas fotos, las series televisivas, los papeles de regalo, las alfombras (…). Tal vez se desinfló sin drama mientras él dormía. Pero allí estaba con su zanahoria y luego no, ni pudo contarlo. Aprender a hablar, creer más adelante que sí podría decir las cosas, no cambió mucho las consecuencias” (11).

 

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El poeta y narrador Enrique Winter

 

Los recuerdos se pasean en estas páginas como se pasean las escenas y los personajes, que Winter reubica en una temporalidad propia: acá no hay linealidad ni trama redondita ni presentación-nudo-clímax-desenlace. Lo que hay aquí es una trama enroscada delicadamente en sus curvas, armada de restos, retazos, trocitos de algo grande, materiales que se entrelazan y se exponen desnudos. Un lenguaje que disecciona, avanza y retrocede, se expande, relampaguea y silencia la escena. Un lenguaje que es también, en definitiva, esa misma trama. Bolsas de basura es un libro que va y viene entre géneros: que se alimenta de la poesía para enriquecer la novela. O viceversa. Frases estructuradas como versos, con una respiración entrecortada. Escuchen, por ejemplo:

“los colores no apelan a la vista,

permanecen intactos.

Cuando las cosas se destiñen”.

 

O bien:

“la bufanda es el yugo que ha tejido la sobra de cariño y de minutos” (17).

 

O esta otra imagen, que es el corazón de la trama, pero es también la urdimbre:

“Cada vez que una piel cumple el plazo, demora sólo tres días en armar al animal recogido de uno de los dos basurales que ahora frecuenta, hasta la forma de la boca. Superada la decena, con el primero que de verdad le parece idéntico a uno vivo, se toma los fines de semana libres, pasea con el novio y con amigas que no había visto en meses, como quiltro volviendo a la jauría” (163).

Bolsas de basura, esta primera novela del poeta y traductor Enrique Winter, es un libro que escarba tanto en las fracturas de las relaciones humanas como en las de los cuerpos. Pero también (y sobre todo) en las fisuras del lenguaje, en sus quiebres, sus vaivenes y, no pocas veces, en su belleza extrema.

 

 

 

 

 

*(Santiago de Chile-Chile, 1970). Escritora y periodista por la Universidad Diego Portales (Chile). Magíster en Literatura. Ganó la Beca Fondart (1994) y la Beca del International Writting Program de la Universidad de Iowa (2003), así como el Premio Juegos Literarios Gabriela Mistral (1996), el Premio Altazor (2006), el Premio del Círculo de Críticos de Arte (2007), el Premio de literatura Anna Seghers de Alemania (2008) de Alemania, entre otros. Se desempeñó como redactora de la sección “Cultura y Espectáculos” del diario La Nación y creó el suplemento juvenil “La X”; asimismo fue conductora de los programas Gente de mente y Parque Forestal sin número del canal Rock & Pop. Ha publicado en narrativa En voz baja (1996), Ciudadano en retiro (1998), Malas noches (2000), Cansado ya del sol (2002), Últimos fuegos (2005), Dile que no estoy (2007), Naturalezas muertas (2010), Animales domésticos (2011) y Había una vez un pájaro (2013).

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