Por Daniela Ramírez Ugolotti*
Crédito de la foto (Izq.) Mario Pera/
(der.) Ed. Alquimia
Sobre Las bolsas de basura (2016),
de Enrique Winter**
Soy testigo de Las Bolsas de basura desde su gestación. Podría decir que la conozco desde que era un borrador, casi un embrión. Y conozco bien el camino que recorrió la novela desde sus primeros bocetos, porque en esos talleres interminables de Diamela Eltit, en donde escarbamos una y otra vez entre las bolsas de basura, participé activamente en la evolución de este “hijo” de Enrique. En este sentido, se podría decir que asistí a la mayor parte de las ecografías. Pero una cosa es ver el work in progress (la ecografía), y otra muy distinta el producto (tener al recién nacido cara a cara). Haber presenciado este proceso, haber acompañado al autor en esta búsqueda de una voz propia, y tener el libro en mis manos, es una experiencia excepcional.
Pero además del cariño que le tengo a Enrique, y a sus bolsas de basura, pienso que estamos frente a una novela distinta, que va más allá de una historia de amor y desamor entre los protagonistas. La trama rescata la historia de Miguel y Brenda, una pareja de estudiantes de veterinaria que se separan, y que no están realmente interesados en curar a los animales, pues la muerte los ha fascinado. Brenda se dedica a disecar perros atropellados, y Miguel viaja a Coquimbo para estudiar rebaños de cabras, en donde debido a una experiencia con un travesti, termina viéndose involucrado en un homicidio.
El título de la novela y parte de la trama se desprenden de un poema de Marcela Parra, que funciona como epígrafe del texto y que parece comprimir parte de la narración. Una intertextualidad que ya desde el inicio nos genera una mirada curiosa y atenta:
“En las bolsas de basura, un artista
diseca quiltros despedazados por las ruedas de los autos.
Los encuentra a la orilla del camino
A modo de animitas, los encuentra siendo su propia tumba
El recordatorio de toda pérdida, de todo sangramiento
De todo sentimiento de atropello. Un artista
diseca quiltros despedazados por las ruedas de los autos
los encuentra a la orilla del camino
los lava y los sutura, volviéndolos permeables
a la belleza extrema”.
La historia arranca con la misma lentitud y parsimonia con la que Brenda recoge a los perros muertos en la calle, se los lleva a su departamento, y lentamente les saca la piel para dejarla curtir en sal y luego armarlos de nuevo, para volverlos “permeables a la belleza extrema”. El ritmo pausado continúa, hasta la perturbadora escena en que Miguel tiene sexo casual en la calle con Eugenio, un travesti que encuentra en una esquina, quien luego es atropellado y muere. A partir de ahí, no podemos despegarnos de esta vorágine que nos produce el texto. La muerte es un elemento recurrente a lo largo de la novela, así como las bolsas de basura, los perros callejeros y el sexo en la vía pública. Miguel es acusado de haber atropellado a Eugenio, ya que encuentran restos de semen en él que lo incriminan. La novela se dispara, enloquece, y nos muestra otra dimensión de sus personajes, quienes, como la metáfora de los siameses, aunque hayan sido separados, se necesitan mutuamente para poder sobrevivir. Cuando uno muere, el otro morirá también. Por eso Miguel y Brian se van apagando, poco a poco. Uno rodeado de perros, el otro llorando en los baños.
Desde la primera página, nos damos cuenta que estamos frente a un autor obsesionado con el lenguaje, con un estilo peculiar, que trabaja con empeño cada frase, cada palabra, generando una cadencia que en un inicio nos parece romper con las reglas de lo narrativo, y evoca a la poesía, pero que nos envuelve en sus imágenes y repeticiones, otorgándole al texto una voz particular.
Construida con un lenguaje complejo, con gran carga poética y musicalidad, la historia de bolsas de basura es solo una excusa para proponernos un nuevo ideal de belleza. La belleza de lo sórdido, de lo descompuesto, de lo cíclico y de lo real. Así como el cuerpo de Eugenio siendo devorado por los gusanos, o los cuerpos de los perros muertos que, con gran disciplina, Brenda recoge cada noche para despellejar, descomponer, deconstruir, embalar, y crear así una nueva forma de belleza. Una belleza sensorial que busca transmitir olores y sensaciones, como el olor a mierda en la mano de Miguel que no puede quitarse de encima, o como cuando a Brenda le duele Miguel cada vez que mea sangre. Imágenes potentes que nos transportan a un universo en donde las leyes de la armonía se encuentran en lo asimétrico, en lo derruido, en lo profundamente humano y animal. Como la muerte, como el sexo, como los fluidos corporales, que aunque queramos esconder, son inherentes a nosotros.
Al leer algunas de las escenas de la novela, no puedo dejar de pensar en el cine de Carlos Reygadas, quien también rompe con el ideal clásico de belleza y presenta una propuesta más humana, más carnal. Al igual que Reygadas, Enrique nos presenta no solo a personajes humanos, sino a aquellos surreales, como las bolsas de basura, que en muchos pasajes sostienen la historia. Así como el cine de Reygadas se construye a partir de emociones fuertes e imágenes provocadoras, Las bolsas de basura proponen un universo similar, causando la misma sensación en el lector. No se trata de la búsqueda de una armonía estética, sino de la belleza animal en la condición humana.
Las bolsas de basura nos presenta un mundo narrativo que deslumbra al detallar con agudeza los aspectos más animales del ser humano. Una voz que logra construir y administrar esa tensión que va creciendo a partir de la cotidianidad, del día a día en que todo acto repercute, en que toda mirada causa eco. Ahí en donde los demás no lo ven, Enrique encontró otra belleza: la belleza de la realidad.