Por: Martín Rodríguez-Gaona
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REGRESANDO MÁS TARDE AL LABERINTO:
SOBRE LA POESÍA CIVIL EN CANCIONES PARA UNA MÚSICA SILENTE
Mas quizá, más allá del odio y la vesania,
sólo importe un símbolo extremo.
-Antonio Colinas, “A las tres muchachas, enfermeras
voluntarias de la Cruz Roja, asesinadas en un hospitalillo de montaña”.
Los más de ciento veinte poemas de Canciones para una música silente (2014) abren una grieta, un punto de fuga, una ramificación y una continuidad en la obra de Antonio Colinas. El libro sorprende por su intensidad, por su volumen y por su eclecticismo –seis secciones que, en cierto sentido, conforman varios libros en uno-, perfilando asuntos que, si bien no son nuevos para el poeta -como el compromiso civil o la revisión histórica-, no habían sido abordados de modo tan decidido en sus versos.
En esta veta destaca, pese a la brevedad y por la aparente oposición al resto de su producción, la tercera sección del libro “Siete poemas civiles”, con textos dedicados a una revisión histórica y emotiva de la Guerra Civil. Mas esta diferencia es engañosa, pues en el libro predomina la investigación interior característica, con secuencias muy logradas como “Un verano en Arabí” o el conjunto de poemas de “Canciones para una música silente”.
No obstante, centrándonos en esa nota aparentemente discordante, es necesario precisar que Colinas siempre fue sensible al mundo exterior, tanto a la creación humana como a la belleza del paisaje, aunque haya demostrado extremo cuidado al trabajar la realidad en clave no realista. El culturalismo, la contemplación de la naturaleza y el desplazamiento (la mirada renovada que permiten los viajes), funcionaron como estímulos, como detonantes de la sensibilidad, los cuales le permitieron la consolidación de una obra poética que, ante todo, representa un medio de conocimiento y de reconciliación.
Entonces, la introspección trascendente de Colinas requirió, necesariamente, cierto aislamiento del mundo (que algunos confundieron con un epidérmico y conservador esteticismo). El aprendizaje de este aislamiento introspectivo permitió cultivar una vida espiritual, el crear resonancias que hicieron surgir un eco, un jardín interior. Pero este anhelo responde a una situación original de desequilibrio: la melancolía de una ausencia inconfesable o indefinible, como en el poema “El poeta visita la casa donde nació” de Preludios a una noche total (1969):
Abrasaba la luna el patio, los tejados,
cuando salté la tapia rota y entré en la casa
donde un día atisbé la luz por vez primera.
¡Qué llaga tan tremenda, qué asombro inesperado
para el que espera alivio buscando en el recuerdo!
Cruzaba los pasillos tropezando en los cántaros
oscuros, polvorientos, y crujían los pasos
y el corazón crujía de horror y de ternura.
Pesaba la honda nota del corazón al ir
penetrando y las lágrimas quedaban contenidas.
Desván para recuerdos sólo era aquel lugar
que el tiempo empapó todo de lluvia y de tristeza.
Por lo tanto, reconciliar la eterna dualidad entre creación y destrucción, entre belleza y violencia ha sido la motivación permanente y primordial de la obra de Antonio Colinas. De este modo, asumir la poesía como música silente permitió alcanzar una integración corporal con la naturaleza, vivir una animalidad armónica, como se manifiesta en los apuntes de Tres tratados de armonía (título que, sintomáticamente, parte de un estudio musical de Jean Philippe Rameau).
Logrado este punto, el de una realización personal, del que los dieciséis libros de la Obra poética completa son testimonio, sólo quedaría el silencio. O, de alguna manera, romper el círculo tan arduamente construido y seguir abierto al mundo.Colinas, con valor y sabiduría, asume los riesgos y elige lo segundo. Y así, recuperando y ampliando su conexión con lo telúrico, constata que el mundo que le ha tocado vivir en sus años de madurez es particularmente problemático e injusto, estando las raíces de este mal conectadas ala historia, al pasado.
Pero, nuevamente, la respuesta de Antonio Colinas parte de una fuerza que se encuentra en la poesía misma: la música que surge de la propia voz sirve para explorar las grietas (las de su obra y las del mundo). Así, enfrentar un entorno en crisis desde la armonía, buscando contribuir a generar un orden o un sentido, como propugna “Siete poemas civiles”, implica algo muy distinto a refugiarse en una torre de marfil.
Por eso, es necesario rescatar indicios de poesía civil en su obra previa. Y, puestos en esta clave, no es difícil encontrarlos en distintos momentos. Poemas como “Giacomo Casanova acepta el cargo de bibliotecario que le ofrece, en Bohemia, el conde Waldstein” (Sepulcro en Tarquinia,1975), “Crónicas de Maratón y Salamina” y “Córdoba arde eternamente sobre un río de fuego” (Astrolabio,1979), comparten una misma repulsión ante el horror de la violencia histórica. Sin embargo, la nota decisiva y afirmativa sería el reconocimiento de la dignidad del poeta que eleva su voz y se enfrenta al poder, como se expresa contundentemente en “Carta a Boris Pasternak” en Los silencios de fuego (1998):
Por eso, yo no quiero saber si hubo un muro,
si se trazan aún fronteras como heridas,
si a veces se levantan en el mundo,
y en la mente del hombre,
alambradas de espinos, muros de odio.
Hoy sigo haciendo lo que siempre hice
cuando de joven descubrí tus libros:
reconozco tu lucha,
reconozco la lucha del que sólo posee su palabra,
reconozco la lucha del que a solas resiste.
Esta opción cívica, si bien surge desde su obra previa, se define tanto por la urgencia de la actualidad (v.g., la segunda parte del poema “Para olvidar el odio”, dedicada a los atentados de Atocha de 2004), como por las vertientes que su poesía ha transitado o descartado. En este sentido, creemos relevante su presente vinculación con el culturalismo y lo órfico. Aunque la tradición órfica le haya proporcionado una apertura al misterio y también a la oscuridad, el poeta nunca se entregó a lo tanático ni se permitió ser deliberadamente hermético, pues su palabra está dirigida firmemente hacia la luz. El culturalismo por su parte, de influencia más propiamente formal, le proporcionó un instrumento decisivo para edificar un locus amenus mental, pero fue notoria su predilección por el monólogo dramático frente al pictorialismo del correlato objetivo. Inclinación que reafirmaba a la voz como el elemento más contundente para despertar la emoción.
Pero el culturalismo también le permitió el ejercicio del relato como mecanismo para la recreación de anécdotas y personajes, desplegados con el fin de extraer una lección moral del pasado. Y esta vertiente de su obra es la que en la actualidad le sirve para explorar un nuevo círculo, pues una voz busca siempre hallar interlocutores.
Por consiguiente la voz es ahora, también, el instrumento para una invocación civil, hecha desde lo concreto, desde lo personal. Antes que una alternativa política, ésta le permite exponer una convicción moral (que extrae enseñanzas tanto en la ecología como en la historia) y que puede manifestar a partir de una trabajada autoridad. De este modo, combatir por lo humano supone una misión simultáneamente colectiva e individual, en la que el primer reto sería no extraviarse en la negatividad, en el odio y la destrucción, como afirmara antes en “La visita del mal” del Libro de la mansedumbre (1997) y hoy en un poema como “Tras el muro del patio de los naranjos”, donde reafirma la diferencia entre la vivencia externa y la íntima:
Fuera, silbidos como navajas airadas,
banderas imposibles, sol que quema los ojos.
Dentro, rumor de agua serena
en la fuente de mármol,
la sombra que musita susurros inaudibles,
penumbra aromada que acaricia.
Desde la intimidad del silencio, yendo más allá de su obra, el poeta pretende continuar cantando, desarrollando otros aspectos de la espiral infinita. La memoria histórica, el humanismo contemporáneo y su responsabilidad cívica, tal como son asumidos por Antonio Colinas, sugieren una forma de reivindicar no sólo cierta posibilidad de trascendencia, sino la supervivencia de la especie misma.