Por: Víctor Vich
La pérdida.
Jorge Frisancho*
Lo primero que quiero comentar es el título de este poemario: un título simple, pero exacto para nombrar a la subjetividad (y a la poesía). Con él, se alude a que todos tenemos una falta, un hueco, porque todos hemos perdido algo. De alguna manera, esa falla nunca se puede solucionar y solo nos queda aprender a convivir con ella y saber observarla cada vez más. Hay, inclusive, quienes han llegado a decir que ese hueco, esos huecos, son el agente estructurante de todo lo que somos.
Pero si bien algo de esa pérdida se encuentra inscrito como una huella arcaica que, a pesar de nuestros esfuerzos, desconocemos siempre, lo cierto es que existen muchas pérdidas que son perfectamente localizables. Me refiero a que sí podemos llegar a saber cuáles son, en qué momento ocurrieron y, con un mínimo de sinceridad, podemos comenzar a asumir responsabilidades.
Pienso que este libro apunta hacia ese lugar. Con coraje, sus poemas son una manera de preguntarse por esas pérdidas que a veces son errores, pero también fatalidades. ¿Por qué ocurrieron? ¿Qué pasó para que se hicieran presentes? Este libro es un intento por indagar en uno mismo, bajo uno mismo; es la opción por dilucidar en todo ese conjunto de sinrazones del que estamos hechos.
Lo cierto, sin embargo, es que nada es muy claro. El libro representa una subjetividad que se desconcierta de sí misma, que se asombra por los efectos ocasionados de algunas de sus decisiones y que constata una durísima herida debajo de la cicatriz. Con una voz a veces ansiosa, pero también a veces en calma, este libro quiere ser un “ajuste de cuentas” con uno mismo. Un cruel ajuste con esa pérdida que es uno.
Por eso esta voz insiste siempre en preguntarse ¿Qué queda? ¿Qué sobrevive? El poeta ensaya algunas respuestas. En algún momento, afirma que le queda el lenguaje como posibilidad de la palabra exacta (como recurso para entender lo sucedido), pero en otros momemtos reconoce el lenguaje es también un terreno donde surge mucha incomunicación y donde la imposibilidad campea al ras del piso. El poeta pregunta:
¿Qué pasiones permanecen sobre los sólidos de la piel
y qué perdemos en el acto de nombrarlas?
No hay respuesta, o sí la hay; en realidad quizá sí la hay, pero el poemario insiste en interrogarse una y otra vez: ¿Qué queda? Surge entonces una respuesta que es muy hermosa: lo que queda es tentar el eco: asumir aquello que retumba en la subjetividad y que retumbará siempre. Asumir que nunca va a dejar de retumbar.
Entonces, lo que queda es aprender a tener la dignidad de volver a escucharlo con calma, aprender a distinguir sus múltiples sonidos, sus enrevesadas figuras. Hay varios poemas que van en esa dirección como aquel titulado “Aquí termina una manera de mirar” o como este bellísimo poema que me permito citar completamente:
Lo que nos queda es el misterio de la permanencia
“El olvido es lo que menos dura para siempre”, te digo,
contra la piel que fuga y arde bajo la resolana
de los ensimismados arrecifes en que se desencuentra
este estar incalculable de la travesía y el retorno, sus hemisferios
impunes,
el intinerario de su soledad. En los tristes pedazos del desierto
que te ofrezco
como hipótesis de trabajo, lo que cesa es la razón de nuestro
desprendimiento, y lo que se contempla
es su sombra, pero no su experiencia, y lo que se perpetúa
es la paradoja de su singularidad, que es nuestra.
Este es un libro donde las palabras gravitan con una gran intensidad, donde furiosos fantasmas se hacen presentes y donde las limitaciones de uno mismo -y de un mundo siempre errático- nunca dejan de mostrar la rajadura que han ocasionado. Pero es también un libro donde la desorientación y el extravío llegan a visualizarse. Es un lugar donde hay cenizas, sí, pero donde también hay ecos, muy profundos, que debemos saber resguardar con autenticidad. Este es uno de los mejores libros de Jorge Frisancho y, sin duda, un libro notable en la poesía peruana actual. Pero díganme que no es verdad.