Por Ernesto Escobar Ulloa*
Crédito de la foto (izq.) ©Dominique Souse –
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(der.) Ed. Anagrama
Sobre La lealtad de los caníbales (2024),
de Diego Trelles Paz**
“Hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que todo en el Perú era violencia”, se lee en un pasaje, ya hacia su trepidante final, cuando todas las piezas aparentemente dispersas apuntan a ese horizonte en el que ―lo intuíamos― irán a cohesionarse para configurar esta gran novela de Diego Trelles Paz, recientemente publicada por Anagrama. ¿Cómo sobrevive Trelles a sus novelas?, es una pregunta que me gustaría hacerle. Con esta última completamos la trilogía iniciada con Bioy, y seguida por La Procesión infinita, que abarca temporalmente desde el inicio de la guerra interna hasta el presente.
La lealtad de los caníbales pone punto final a la trilogía centrándose en el presente no sin traer de vuelta el pasado. En un bar, como en La Colmena de Cela, confluyen los personajes principales. Se trata de una novela coral en la que destaca el buen oído del autor para recoger el habla cotidiana de los limeños. No solo es un buen registro de las jergas vigentes o en repliegue, sino de las costumbres capitalinas. Los seguimos muy de cerca en sus vidas, los vemos recorrer las calles, enfrentar los peligros cotidianos, espiar a sus vecinos, satisfacer sus vicios, sus deseos más ocultos, pergeñar venganzas, aplacar su estómago o su rencor. Por todo ello hay algo de universal, porque no se trata solo de sumergirse en la novela para entender el Perú, que también, sino para entender cómo funciona el ser humano en diversas circunstancias. Por lo que nada de lo local se queda en lo anecdótico. Cualquier lector captaría la esencia de la historia o de las diversas historias que aquí se narran, sea español o argentino, se la lea traducida o en el original.
La violencia en Trelles es un tema aparte, digno de estudio, ya que se trata de una violencia que va más allá de los delitos de sangre, en el fondo es estructural, es la violencia de la desigualdad, del machismo, del patriarcado, del racismo, de la ignorancia, del neoliberalismo entendido como sistema insolidario, que liquida al estado convirtiéndolo en un mendigo más, y retrocede al país prácticamente a la ley de la jungla, casi a una era primitiva, previa a la civilización, bien representada en el título:
En el Perú todo es guita, Ishiguro. El valor histórico y cultural de lo que sea les llega olímpicamente al pincho si hay guita. Este es el resultado de la trepanación masiva que nos dejaron los Fujimori como muestra de su desprecio.
Trelles no solamente está narrando un Perú contemporáneo sino el de ayer, el de anoche, el de esta mañana, el de rabiosa actualidad, sobre todo a partir de dos puntos que en los últimos días han repercutido en los medios y las redes. Aunque no se trata de una novela policial, ya que Trelles, siguiendo a Piglia, le da una vuelta al género, lejos de haber policías o detectives inmersos en la resolución de un crimen, al estilo clásico, nadie persigue a los delincuentes porque son los policías mismos. Y esto no tiene nada de fantasioso, al menos en el Perú actual. En todo caso lo que el lector desea saber es si cometerán alguna torpeza y la organización criminal caerá por el peso del escándalo, mientras eso no ocurra nadie los persigue, tienen la sartén por el mango. Los ampara incluso la ley:
Y aunque parezca inverosímil, lógica nazi de las políticas de limpieza social, el objetivo de estos escuadrones clandestinos que actuaban con personal de varias divisiones y direcciones del comando policial era obtener beneficios económicos, felicitaciones, premios y hasta ascensos. Todo eso al amparo del Decreto Legislativo 982 -promulgadlo en el segundo gobierno de Alan García-, que eximía de responsabilidad a cualquier policía que, durante un enfrentamiento, “en uno de sus armas en forma reglamentaria, causara lesiones o muerte”.
Y en el peor de casos:
Igual todo estaba calculado al milímetro porque, si bien tenían a varios grupos actuando con personal diverso, la cadena de mando llegaba hasta lo más alto y funcionaba con la lógica de la mafia: si caía una unidad, salvo que fuera sacrificarle, la policía usaba toda su fuerza institucional para anular al Poder Judicial.
En los últimos años abundan los casos de bandas criminales de policías o integradas por policías dedicadas al robo, la extorsión, el secuestro, el sicariato o el narcotráfico. “Conocía bien las reglas del juego y sabía que los códigos de la policía y la mafia eran los mismos”. El asunto traspasó fronteras recientemente cuando el afamado caricaturista Carlos Tovar, más conocido como Carlín, publicó una viñeta en el diario La República que denunciaba el desamparo en el que se encuentra la población con una Policía Nacional en semejante estado. Lejos de servir para efectuar una investigación, una purga en el seno de la institución, esta respondió con una amenaza al periódico, al caricaturista y por ende a la libertad de expresión.
Otra de las historias de gran actualidad en la novela, la que actuaría prácticamente como su columna vertebral, es la del camarero del bar en que el confluyen los personajes, Ishiguro, víctima del caso Pativilca. A finales de enero pasado, el exasesor presidencial, Vladimiro Montesinos se acogía a la conclusión anticipada declarándose automáticamente culpable de los delitos de desaparición forzada y homicidio. El escuadrón de la muerte Colina, formado por él, ejecutó a seis personas en enero de 1992 en esta zona al norte de Lima. Alberto Fujimori fue extraditado de Chile por otros casos de violación de derechos humanos, La Cantuta, Barrios Altos, y los secuestros del periodista Gustavo a Gorriti y del empresario Samuel Dyer. Sin embargo, el expresidente se encuentra hoy en libertad por un fallo por lo menos irregular del Tribunal Constitucional que choca frontalmente con una orden de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El caso Pativilca sigue abierto para Alberto Fujimori, que haciendo una regla de tres (si su principal asesor afirma su culpabilidad y este no actuaba sin el consentimiento del más alto mando político y en los casos mencionados ya fue condenado bajo la figura de la autoría mediata) debería volver a ser declarado culpable por violación de Derechos Humanos. Ishiguro clama venganza, pero tanto en la ficción como en la vida real, los culpables permanecen impunes.
Cabe resaltar este aspecto de la novela, su capacidad para remitir a los conflictos más apremiantes del presente, que afectan profundamente a la convivencia. En la estela iniciada por Vargas Llosa, y continuada por Jorge Eduardo Benavides, Trelles practica un realismo bien entendido, en el que lo literario se consolida en la forma, la estructura y en lo relativo al dominio del lenguaje. En ese aspecto, qué duda cabe, hoy día es su principal exponente.
*(Lima-Perú, 1971). Narrador y periodista cultural. Se ha desempeñado en las revistas Lateral y Cuadernos Cervantes, y como editor de The Barcelona Review y creador de Canal-L. Ha publicado los relatos Salvo el poder (2015) y la novela Horizonte tardío (2024).
**(Lima-Perú, 1977). Narrador y ensayista. Licenciado en Cine y Periodismo por la Universidad de Lima (Perú) y doctor en Literatura hispanoamericana por la Universidad de Texas (EE.UU.). Fue profesor de Literatura, cine, comunicaciones y estética en la Binghamton University (Nueva York-EE.UU.), la Pontificia Universidad Católica del Perú y la Universidad de Lima (Perú). Obtuvo el Premio de Novela Francisco Casavella (España, 2012) y el Premio Copé (Perú, 2016), así como fue finalista del Premio Rómulo Gallegos (Venezuela, 2013). Ha publicado en cuento Hudson el redentor (2001) y Adormecer a los felices (2015); la antología de escritores latinoamericanos El futuro no es nuestro (2009); en ensayo Detectives perdidos en la ciudad oscura; y las novelas El círculo de los escritores asesinos (2005), Bioy (2012) y La procesión infinita (2017).