Por Chiara De Luca
Poemas de Chiara De Luca
Crédito de la foto (izq.) Ed. Iris Kolibris /
(der.) la autora
Sobre Il mondo é nato (2020),
de Chiara De Luca
Toute douleur qui ne détache pas
est de la douleur perdue.
Simone Weil
Para los recién nacidos el latido de un corazón es la banda sonora del presente, un indicio del su propio ser, en relación, de criatura a criatura, de cuerpo a cuerpo, sin nombre. Inicial.
Es una caja de música, una nana, una cuerda en la nada, una campana en las tinieblas, una cuna.
Con el paso del tiempo, el latido escapa del silencio. Ya no conseguimos aislar las notas del canto de lo real que lo evoca. Dejamos de sorprendernos por su pulso, renunciamos a buscarlo a tientas entre las costillas del mundo. A menos que nos pongamos a la escucha, con la oreja en el centro del pecho del otro.
Tuve la gracia de morir pronto. Me enfermé cuando niña, entrando y saliendo de la vida durante más de diez años. Luego nací y empecé a correr sin rumbo en la retaguardia.
Estar entre la vida y la muerte lo cambia todo para siempre, porque allí en el umbral es donde la luz más fuerte te ciega para que veas más allá. Es en el abismo que guiñan luciérnagas dispersas de sentido.
El privilegio del sufrimiento es el desierto desbordante que allana a tu alrededor, el blanco silencio, el feroz abandono de bestia orgullosa, mientras el mundo se pone detrás de un lejano horizonte sin sangre. El ser es lejano y humano.
No habrá soledad más amarga que la de un niño. No habrá soledad si habrá un futuro.
El cuerpo en fase terminal es hueca con sonido, soplo ultrahumano. Un vacío que resuena con corazón.
Los latidos se están cansando y son cada vez más suaves. Sólo lo sacas de la cueva oscura del pecho, entre tupidas estalagmitas de costillas, debatiéndote entre esperanza y miedo, lisas de ballena, como un olvido de agua en la memoria de la sed. Su cese sería la salvación. O respuesta anterior a cada pregunta.
Las batas dicen que morirás. Lo cazan como algo normal en el abismo de los ojos de tu madre. Tienen manos de látex que tocan sin rozar. Debajo de la cama no hay Dios, o no te oye, o no te quiere. Huye y corre al jardín del hospital, para volver loco al corazón o morir.
Si regresas, eyectado a la vida, estás condenado a la nostalgia de buscar en todas partes la luz blanca inicial, come un ciego, tartamudeando palabras siempre demasiado oscuras.
La noche vuelve, intermitente ella inunda. De lo contrario no existiría el día. No la cantes hasta el amanecer.
Hay noche también en las miradas de la gente, poco descanso. Pero nunca estás solo. Hasta el canto del último corazón de lagarto en su latido lateral. Hasta el último sobresalto del ala de la garza.
Nadie es en el abandono perfecto. Somos poco. Cada gota que se rompe en el suelo sólo puede saciar otra criaturas en los alrededores. No esperes: esto va salvarte de infinitos infiernos y dirigir tu mirada a los ángeles enfermos con las manos heridas abiertas para el llanto de los demás.
La enorme soledad habitada de la naturaleza habla la lengua exacta de tu silencio. Ella es patria sin fronteras ni jaulas, sin carceleros ni cadenas, sin castigos por las inclemencias de las respiraciones, sin torturas de polillas. La naturaleza es una casa abierta a toda transparencia, un gran cuerpo que tiene el soplo del viento, el latido de la lluvia desde el corazón roto de las nubes, la carrera de la sangre verde en vetas sumergidas. Ella te invita al nacer en su gran vientre acogedor que tiene todas las estaciones de un alma indecente. Tu amor y el suyo no tienen remitente. En ella vivir implica matar, porque en todas partes hay vida, y en todas partes respiro. No comas algo que fue vivo. El visor es matar menos. Cada día menos. La diana es la alegría extraña de existir, a pesar del triunfo obvio del mal, de la rendición de los ojos al imposible del cielo sobre el límite del velo de lo sublime.
Nadie entre los no-nacidos perdona la alegría. Ni siquiera la muerte que callas te exonera. Querrán incendiarte con dolor. Te privarán de tu Nombre. Te enterrarán en un silencio de nieve. Estás solo. Cántalo hasta la raíz. Confía al viento la pista para los ausentes que escuchan fuera del círculo. Cada amanecer es salir de la luz a la luz.
Nada es más precioso que un corazón, nada más raro. No hay música más alta que su consagración. Todo cuerpo que vive es obsceno y obra maestra. Tiene en sí el barro y el aliento de la creación, la luz que te hace: no mueras. Cada cuerpo es asombro, incluso el del avispón, que según la ciencia no podría volar. Haría que convertir la envidia del vuelo en admiración.
En el primer viaje en tren su pequeña vida me escala y se acurruca en el bolsillo entre la barbilla y la garganta, donde corre mi corazón. Su pequeño latido se mezcla con el mío. Desde hace siglos nosotros somos: un conjunto, en comunión. Respiro un gran suspiro. Desde ese minúsculo cuerpo sopla un suspiro que me hace temblar.
Bienvenido Amor Perro. Te tomaste tu tiempo para llegar.
Los animales no humanos te introducen en a una relación creatural, en la simbiosis de las respiraciones, en el unísono de las pulsaciones. En su manera de olfatearte hasta el fondo del corazón hay la empatía de un silencio que nunca es mental. El encuentro con el diferente, con la alteridad animal arroja luz sobre lo semejante, te enseña a no querer que sea igual.
Para nacer tienes que abandonarte. Dejarte engendrar por la mirada animal.
27 junio 2019
*
A las nubes les cuesta dar a luz el día implosionado en todo lo posible del mundo. Una luna censurada exonera a los corderos de toda tortura sufrida. En el rocío Dios es de nieve que incendia en rompientes la savia contra el arrecife del corazón colgado a pico sobre lo enorme. Tengo poco encima contra los dolores del viento. Me roza con frío que el remolino del sangre hace evaporar desde el interior. Hace falta la gracia de milenios de desierto para que la mirada se vuelva redonda alrededor del rayo y devore toda la visión, hasta el más extremo receso lateral de un abandono animal. Tengo piedras de músculos afilados por ascensos sin medida. Sólo tengo un cuerpo cuando la mente está demasiado enfocada para saberlo. Todo es parte de un exceso que tiene mi nombre. Ya no es a mujer mi condena mientras que sin miedo vuelvo a aprender la criatura. El cielo me asedia como las paredes cóncavas de un acuario, y por la ventana de la mirada el campo en el horizonte es un exceso de universo. ¿Se asemeja quizás a esto una caricia? Océano seco en tormenta de ondas pequeñas bajo el soplo que hace germinar la piel como hierba en lo universal. El aire incumbe en una efusión si escape. Soy tan de viento que existo en un tiempo. Todo es de grava blanca que se desenrolla delante y pasa entre los centinelas verdes del prado en posición de firmes. Yo estoy entera e conminada para siempre a la lluvia inminente. En la tregua derrocho el aliento tendido en el costado para la próxima masacre. Ya no sé más de la muerte, cómo si pudiera vivir la hora para siempre en la apnea de esta alegría celestial. Desborda el tiempo de agua y desconcierto de esta facilidad de ser: de viento.
*
La niebla es la soledad que se materializa y condensa el agua helada de las miradas, densa este año como la ausencia, y obstinada como la recuerdo desde la infancia, helada como la sonrisa que te repara de la rutina de las preguntas que exigen una falta de respuesta. Hasta que desde hace algún tiempo, quién sabe exactamente desde cuándo, comenzó a desvanecerse… aunque la mañana todavía es lenta a sacudirse de encima el frío de los instantes quemados antes del día.
El abrazo de la niebla es tan fuerte y tan vacío que te hace pensar que te pesará para siempre y que nunca más permitirá que la luz cante. Él retrae todo el rayo de la mirada, te entra hasta el corazón y moja recuerdos, se toma todo en su blancura sucia como la esperanza y hace del mundo el réquiem de los espectros que no dejan las manos de la impaciencia. Entonces llega el día que inesperadamente el mundo es: de nuevo en el rayo de tu mirada. Y te das cuenta de que todo ya ha salido del gran vientre del invierno y los colores son brotes de frío que estallan a la luz siempre nueva de la espera de nacer. Y también él reaparece, Padre Árbol altero, con sus ramas extendidas hacia el cielo, orgulloso de su resistencia a la oscuridad, inatacable en el centro. Allí abajo admiras la constancia de de las raíces que permiten el vuelo sin quebrar su impulso y de los brazos que sostienen con alegría el cielo. Te acercas al muro desde el tiempo que no pasa y clava tus pies al suelo y el eterno al ámbar de los siglos entre los ladrillos. Lo mires mejor, desde abajo hacia el centro, tu ojos escalando la vida hasta su fondo, hasta el ímpetu inicial: lo ves que él se inclina, hacia abajo ligeramente. No amenaza con caerse, pero invita a no desaparecerse. Todo el silencio que llevas encima es un verso sin dirección, el canto un grito que ha tragado su clamor. La luz suave de la noche te trae a la mente la tenacidad de vivir cuando es un recuerdo tan lejano que parece inconsistente.
*
No sé cómo es que un día empiezas a caer, durante milenios a caer hasta no recordar su comienzo, y durante días y noches como un minuto te deslizas y te deslizas hasta que te detienes contra la nada y te conviertes en parte de ella. Todo pesa, pesan los brazos de llevar y todo el dolor en la masa inerme de ti que se desmorona sin dolor. Sobre tu cuerpo fluyen el mal y el bien y nada importa mientras una lluvia de ojos ciegos te azota sin mirada y todo es pánico y silencio, todo es oscuridad igual e indiferente como tú al morir. No hacen lágrimas las traiciones y los abandonos, no hacen lágrimas, todos, uno tras otro, los demás de espaldas cada vez más alejados, mientras falta el aire en la distancia sideral de la luz que muere en un rojo de sangre final. Hasta que un día estás solo y nunca hubo un nadie y el abandono, tan sólo en la oscuridad como en el cumplimiento del día que nunca surgió. Un soplo sale de la noche rota y tú mueves las piernas con dificultad, tomas una respiración profunda como todo lo oscuro, y entras en un ascensor, el más pequeño del mundo y el más lento. Subes a una silla y miras por la ventana el fondo desde arriba, sin temblor ni ansiedad de dejarse caer.
*
Hay que entrar solo en la noche e ir con la cabeza bien alta en la oscuridad, chocar contra todo e ir, tropezar, caer, agarrarte a las esquinas de qué… Hay que caminar solo hasta romperte y desnudarte en el frío y congelarte de la ausencia de todas las cosas, de la oscuridad de las miradas, del ocaso del encuentro en la inconsistente presencia, que no sabrá inútilmente. Saludar a un peatón que vio su propio dolor deslizarse por las paredes, en el cielo apagado la misma angustia de no entender. Es lo que asusta a valer, lo que desdeña y aleja, lo que arranca y lo que sacude y nos hace solos, perfectamente. Es el secreto de apretado contra el corazón como un bien oculto a los saqueadores de las calles. Hasta la llama de una vela en el hueco de la iglesia desierta, hasta el rastro de un perro impreso en el lodo, hasta el corazón desesperado por lo que no se ve, hasta el silencio del alma desamparada, el odioso silencio contra el cual los desertores de la sangre incluso hoy lanzan sus gritos sin misterio, el eco de sus risas idiotas, pisando sus pasos apagados por no haber cruzado nunca el límite entre el aquí y el máa allá, entre la vida y su final, entre lo posible y lo que viene. Abandonada a sí misma la niña en lo alto de la cabeza corre, constantemente corre, obsesivamente corre, sin tregua corre y cae y golpea y chilla y desde la infancia sale corriendo del no ser esperada ni comprendida. Es una máscara retorcida, pintada de triste y desconocida juventud la Parca de arriba, con el paso griego que piensa noble mientras es desgarbado y desafinado como la verdad por la que no sabe palabras, como la dispersante desgracia de su impecable mediedad, como el estremecimiento de sus nervios sacudidos por no tener un sentido para alterarse. Se hace grande su voz e insoportablemente vulgar, se dilata su rostro en la noche como el gigante de todos los rostros sin contornos, como el ojo enorme de la cabeza cortada del mundo.
Noviembre 2015
*
En esta primavera de invierno la luz
dibuja ramas en el agua, las duplica,
se balancea siguiendo el movimiento
del pincel fino que matiza las formas
atenua las sombras, dilata los contornos
de alas que huyen del agarre de las olas
estriándo en blanco el rojo del fondo;
ellos están en el viento como lo estábamos
abrazados unos a otros con ganas de irse
se levantan al unísono volando en un coro
de vez en cuando hay alguien que se aleja
se dobla hacia el lado y ya está de vuelta;
entre nosotros hay quien quiso volar más alto
quien se aprovechó de los fracasos de otros
quien los empujó más a fondo en el barro
quien para ganar sólo dio vuelta de pronto
o sólo lo hice para esconder su asalto
quien perdió el sentido del vuelo en el tiempo…
Ellos, en cambio, los congrega el hambre,
el frío que sólo todos juntos se soporta
si uno se separa poco después regresa,
cada uno es la parte y también el conjunto
del cuerpo de nieve tiemblando en el viento.
*
A veces tienes que sacrificar la verdad de ti mismo a la verdad de lo que llevas encima y de lo que hay a tu alrededor, dejar que todo el basurero arda, incluso si te quema, y dejar hablar, dejar hablar hasta el absurdo, dejar hablar hasta la escoria, como el árbol deja que el viento frío fluya entre sus ramas permanecendo firme sobre sus raíces plantadas en la sombra. Tienes que lograr callarte, mirarte como si fueras otra persona a quien ni siquiera tienes que dar palmaditas en la espalda, porque no es de ti que se trata, ni de nadie más. Luego te inclinas suavemente de demasiado ver: hasta qué, hasta dónde.
Entonces dejas que todo lo muerto se consume. Por fin te quedas ahí: sin asombro frente a lo rancio que había alrededor de ti sin lo podrido en el alma para imaginarlo.
Luego el viento dobla las ramas con dolor, lleva las hojas a pudrirse en otro lugar, y los parásitos, y todo ese olor a gangrena que te habías acostumbrado a respirar. Después hay silencio, en tierra amor, entre las ramas criaturas, en el aire sensación de lluvia, corteza y mañana, hojas caídas porque así es como debe ser. Ni siquiera maldigas el silencio de la piedad suicida, no más. Vuelves entero, pero mucho más que en la vida anterior. Amas doblemente y sabes volar. Y también vuelve la alegría. Y ese sentimiento de que Ha nacido el mundo. ¡Viento, sopla para que resista!
Octubre 2016
*
El olor de las manzanas
No sé cómo usted el alfabeto de los olores,
sigo a tientas su grafía milenaria en la hoja
del amanecer donde ellos desde la memoria
bordan en el aire transparencias delanteras.
Cuándo cierro los ojos se va lentamente
dibujando el pan fresco que acaba de nacer,
tiene un recuerdo de harina y trato ancestral
entre el hombre y el trigo en un tiempo animal.
En el mercado está lleno el olor de las manzanas,
tiene una sensación de sol, cosecha, y sudor,
mucho antes de que el tráfico lo disipe y todas
las calles del centro dejan de empezar de nuevo.
Los olores al mediodía son un arabesco
vértigo que agota, engaño del hambre,
si cierro mis ojos veo los de mi madre,
sus finas manos llenas de pizza para hornear,
una nieve de requesón en el campo del pastel,
un corazón de arroz en el pecho rojo abierto
de los tomates rústicos del huerto de Mignano.
Es más intenso el olor rojo de las manzanas
cortadas en gajos con cuidado por una madre
(cáscaras se reúnen rápidamente en un canto,
la pulpa en el plato de la casa de la infancia).
De noche el dibujo de los olores se desvanece,
se atenua con la luz el sentimiento más voraz,
si cierro los ojos huelo la sangre de las hojas
pierdendo en el viento el sentido acre del verde.
Las miradas de las casas se vuelven hacia adentro
donde están guardando el principio del invierno.
De noche es más pesado el olor de las ausencias
o solamente más lejos el rojo de las manzanas.
La noche tiene una espera de pan para hornear.
*
Umbral. En la víspera del despertar. Hay un cielo entreabierto sobre el pico del alba y los trajes de los ángeles de espalda deponendo las armas, con sus manos desnudas sobre el cementerio de los nombres. Las formas filtran a través de la cicatriz de mis pestañas, mientras observo la penumbra buscando a tientas el otro cuarto. El agua a la cara tiene la fría maravilla del nacimiento abdicado por la sombra. En el blanco yace todo lo renunciado, los sueños olvidados recurren los finales despojados de razones. Lo posible está en los pasos de la primera luz, en los finales el gesto inicial; el último ejercita el ver: abrirse por los ojos y hacer entrar.
Abro la portilla de la nave y el cielo irrumpe en ondas esféricas. La fortaleza resurge de la niebla, mientras que rozo las tejas aún heladas por la oscuridad. El tráfico sólo es un soplo lejano desde la Atlántida de asfalto, la tierra firme encierra en su pañuelo el viento sobre el saludo. La mañana es un faro que se encendia de nuevo en la distancia, puta esperanza. Controla en tu mente al adversario obscuro, aprende a esperar al paso del tiempo sin dar sino eligiendo lugar, para surgir en el primer día del mundo, en el punto donde brota la mirada primordial. Prepara una silla cómoda para la ausencia, en el desván no amueblado, junto a la claraboya. “En el fondo vivir es caminar por los brazos de los amigos, suspendidos sobre el abismo”, dices a la mesa de un café del centro, mientras todo a nuestro alrededor retoma su carrera. “Conviértelo en un verso”.
__________________________________________________________________________
(textos en su idioma original, italiano)
Su Il mondo é nato (2020),
de Chiara De Luca
Toute douleur qui ne détache pas
est de la douleur perdue.
Simone Weil
Per i neonati il battito di un cuore è la colonna sonora del presente, indizio del proprio esserci, in relazione, da creatura a creatura, corpo a corpo, senza nome. Iniziale.
È un carillon, una ninna nanna, un appiglio nel nulla, una campanella nel buio, una culla.
Con il passare del tempo, il battito evade dal silenzio. Non riusciamo più a isolarne le note dal controcanto del reale che lo riecheggia. Smettiamo di stupirci del suo pulsare, rinunciamo a cercarlo a tentoni tra le costole del mondo. A meno di porci in ascolto, posando l’orecchio sul centro del petto dell’altro.
Ho avuto la grazia di morire presto. Mi ammalai da ragazzina, feci dentro e fuori dalla vita per oltre dieci anni. Poi sono nata e ho corso senza un traguardo nelle ultime file.
Stare tra la vita e la morte cambia tutto per sempre, perché è sulla soglia che accade la luce più forte e acceca perché tu veda oltre. È nell’abisso che ammiccano sparse lucciole di senso.
Il privilegio della sofferenza è il deserto riarso che ti spiana attorno, il bianco silenzio, il feroce abbandono di bestia fiera, mentre il mondo tramonta dietro un distante orizzonte senza sangue. L’essere è lontano e umano.
Non ci sarà solitudine più amara di quella di un bambino. Non ci sarà solitudine se sarà un futuro.
Il corpo allo stadio terminale è cavo di suono, soffio oltreumano. Un vuoto che rimbomba di cuore.
Il battito si fa sempre più stanco, sempre più lieve. Solo lo scavi nella grotta buia del petto, tra stalagmiti fitte di costole, dibattuto tra speranza e paura, lische di balena, come un oblio d’acqua dalla memoria della sete. Il suo cessare sarebbe la salvezza. O risposta anteriore a ogni domanda.
I camici dicono che morirai. Lo cacciano come una cosa normale nell’abisso degli occhi di tua madre. Hanno mani di lattice che toccano senza sfiorare. Sotto il letto Dio non c’è, oppure non sente, o non ti vuole. Fuggi e corri nel giardino dell’ospedale, per far impazzire il cuore o morire.
Se torni indietro, eiettato alla vita, sei dannato alla nostalgia di sarchiare ovunque come un cieco la luce bianca iniziale, brancolando parole sempre troppo buie.
La notte torna, intermittente inonda. Altrimenti non farebbe mai giorno. Non cantarla fino all’alba.
C’è notte anche negli sguardi della gente, poco riposo. Ma non sei mai solo. Fino al canto dell’ultimo cuore di lucertola nel suo battito laterale. Fino all’estremo guizzo d’ala dell’airone.
Nessuno è perfettamente nell’abbandono. Siamo poco. Ognuno goccia che si spezza al suolo e disseta l’altro solo nei dintorni. Non aspettarsi ti salva da infiniti inferni e schiude lo sguardo sugli angeli infermi con le mani piagate aperte all’altro pianto.
L’enorme solitudine abitata della natura parla la lingua esatta del tuo tacere. Lei è patria senza confini né gabbie, senza secondini né catene, senza punizioni per le intemperanze dei respiri, senza torture di falene. Lei è casa aperta a ogni trasparenza. Grande corpo che ha il soffio del vento, il pulsare della pioggia dal cuore sfatto delle nubi, la corsa del sangue verde in venature sommerse. Ti chiama alla nascita nel suo grande ventre accogliente che ha tutte le stagioni di un’anima indecente. Il tuo amore e il suo non ha mittente. In lei vivere è uccidere, perché la vita è ovunque, e ovunque respiro. Non mangi qualcosa che è stato vivo. Mirino è uccidere meno. Ogni giorno in meno. Bersaglio la gioia strana di esserci, nonostante il trionfo scontato del male, la resa degli occhi all’impossibile del cielo sul bilico del velo del sublime.
Nessuno tra i non-nati perdona la gioia. Neppure la morte che taci ti scagiona. Vorranno appiccarti di dolore. Ti priveranno del Nome. Ti seppelliranno in un silenzio di neve. Sei solo. Tu cantalo fino alla feccia. Affida al vento la traccia per gli assenti in ascolto fuori dal cerchio. Ogni alba è venire della luce alla luce.
Nulla è più prezioso di un cuore, nulla più raro. Non c’è musica più alta del suo consacrare. Ogni corpo che vive è osceno e capolavoro. Ha in sé il fango e l’alito della creazione, la luce che ti fa: non morire. Ogni corpo è stupore, anche quello del calabrone, che per la scienza non potrebbe volare. Eppure. Dovremmo trasformare l’invidia del volo in ammirazione.
Nel primo viaggio in treno la sua piccola vita mi scala e si accoccola nell’incavo tra il mento e la gola, dove corre il mio cuore. Il suo piccolo battito si mesce con il mio. Da secoli siamo e un tutt’uno. Tiro un sospiro. Da quel corpicino minuscolo soffia un sospiro che mi sconquassa.
Benvenuto Amore Cane. Ce ne hai messo di tempo per arrivare.
Gli animali non umani ti aprono a un rapporto creaturale, alla simbiosi dei respiri, all’unisono delle pulsazioni. Nel loro fiutarti fino in fondo al cuore c’è l’empatia di un silenzio che non è mai mentale. L’incontro con il diverso, con l’Altro animale fa luce sul simile, t’insegna a non volerlo uguale.
Per nascere ti devi abbandonare. Lasciarti partorire dallo sguardo animale.
27 giugno 2019
*
Nuvole stentano a partorire il giorno implose in tutto il possibile del mondo. Una luna censurata scagiona gli agnelli da ogni tortura subita. Nella rugiada Dio è di neve che incendia in frangenti la linfa contro la scogliera del cuore a picco sull’immane. Ho poco addosso contro le doglie del vento. Mi sfiora di freddo, mulinando sangue che lo fa evaporare dall’interno. Serve la grazia di millenni di deserto perché lo sguardo si faccia rotondo attorno al raggio e divori tutta la visione, fino al più estremo recesso laterale di un abbandono animale. Ho pietre di muscoli affilati da risalite senza misura. E corpo solo quando la mente è troppo a fuoco per sapersi. Tutto è parte di un eccesso che ha il mio nome. Non è più donna la condanna mentre senza paura reimparo la creatura. Cielo mi assedia come le pareti concave di un acquario, e il campo all’orizzonte è dall’oblò dello sguardo un troppo d’universo. Somiglia forse a questo una carezza? Oceano asciutto in tempesta di onde piccole, al soffio che germina la pelle come erba nell’universale. L’aria incombe in un’effusione senza scampo. Sono così di vento che esisto in un frattempo. Tutto è di ghiaia bianca che si srotola davanti e passa tra le sentinelle verdi del prato sull’attenti. Io intera e ingiunta senza tempo alla pioggia imminente. Nella tregua sperpero il fiato teso nel costato per il prossimo massacro. Non so più della morte, come a poter vivere l’ora per sempre nell’apnea di gioia celeste. Esonda il tempo d’acqua e sconcerto da questa facilità di essere: di vento.
*
La nebbia è la solitudine che si materializza e condensa l’acqua gelata degli sguardi, densa quest’anno come l’assenza, e caparbia come la ricordo dall’infanzia, gelida come il sorriso che ti rifugia dalla routine delle domande che esigono una mancata risposta. Finché da qualche tempo, chissà esattamente quando, ha iniziato a diradarsi, anche se il mattino è lento a scuotersi di dosso il freddo degli istanti bruciati prima del giorno.
L’abbraccio della nebbia è così forte e così vuoto da farti pensare che ti graverà addosso per sempre e che non consentirà mai più alla luce di cantare. Ritraccia tutto il raggio dello sguardo, ti entra fino al cuore e infradicia memorie, si prende tutto nel suo candore sporco come la speranza e fa del mondo il requiem degli spettri che non lasciano le mani all’impazienza. Poi arriva il giorno che a sorpresa il mondo è. Di nuovo nel raggio del tuo sguardo. E ti accorgi che tutto è già riemerso dal grande ventre dell’inverno e i colori sono germogli di freddo che scoppiano alla luce sempre nuova dell’attesa di nascere. E ricompare anche lui, Padre Albero altero, coi rami protesi verso il cielo, fiero del suo resistere al buio, inattaccabile nel centro. Là in basso tu ammiri la costanza delle radici che tengono il volo senza franarne lo slancio, delle braccia che reggono con gioia il cielo. Ti avvicini al muro, dal tempo che non passa e inchioda i piedi al suolo e al collante dei secoli l’eterno tra i mattoni. Guardi meglio, dal basso verso il centro, arrampicando gli occhi al fondo della vita, ai piedi dello stacco: lo vedi che lui si protende, verso il basso lievemente. Non minaccia di cadere, ma chiama e chiama a non svanire. Tutto il silenzio che hai addosso è un verso senza direzione, il canto un grido che ha inghiottito il suo clamore. La luce mite della sera ti riporta alla mente la tenacia di vivere quando è un ricordo tanto distante da sembrare inconsistente.
*
Non so com’è che un giorno cominci a cadere, per millenni cadere fino a non ricordarne più l’inizio, e ancora per giorni e notti come un solo minuto scivoli e scivoli fino a fermarti contro il nulla e a diventarne parte. Tutto grava, pesano le braccia da portare e tutto il dolore nella massa inerme di te che si sgretola senza dolore. Sul corpo ti scorre il male e il bene e niente importa niente mentre una pioggia d’occhi ciechi ti sferza senza sguardo e tutto è panico e silenzio, tutto è buio uguale e indifferente come te al morire. Non fanno lacrime i tradimenti e gli abbandoni, non fanno lacrime, tutti, uno dopo l’altro, di spalle sempre più lontani, mentre manca l’aria nella distanza siderale dalla luce che muore in un rosso di sangue finale. Finché un giorno sei solo e non c’è mai stato un nessuno e l’abbandono, così esattamente solo nel buio come del compimento del giorno che non è mai sorto. Un soffio riaffiora dalla notte spaccata e muovi le gambe a fatica, fai un respiro fondo come tutto il nero, ed entri in un ascensore, il più piccolo del mondo e il più lento. Sali su una sedia e guardi dalla finestra il fondo dall’alto, senza tremare e l’ansia di lasciarsi cadere.
*
Bisogna entrarci da soli nella notte e andare a testa alta nel buio, sbattere contro tutto e andare, inciampare, cadere, aggrapparsi agli spigoli di cosa… Bisogna camminare da soli fino a spezzarsi e spogliarsi nel freddo e gelare dell’assenza di tutte le cose, del buio degli sguardi, del tramonto dell’incontro nell’inconsistente presenza, che non saprà inutilmente. Salutare un passante che ha visto scivolare lungo i muri il suo stesso dolore, nel cielo spento lo stesso strazio del non capire. È ciò che spaventa a valere, ciò che sdegna e allontana, che strappa e che scuote e che ci fa soli, perfettamente. È il segreto di te stretto contro il cuore come un bene celato ai predoni delle strade. Fino alla fiamma di una candela nel vano della chiesa deserta, fino alla traccia di un cane impressa nella melma, fino al cuore di sperato da quel che non si vede, fino al silenzio dell’anima derelitta, l’odioso silenzio contro cui disertati dal sangue anche oggi scagliano le loro grida senza mistero, l’eco delle loro risate idiote, calcando i loro passi spenti dal non aver mai intersecato il confine tra l’ora e l’altrove, tra la vita e il finire, tra il possibile e l’a venire. Abbandonata a se stessa la bambina in alto nella testa corre, costantemente corre, ossessivamente corre, senza tregua corre e cade e sbatte e strilla e corre via fin dall’infanzia, dal non essere attesa né capita. È una maschera contorta pittata di compianta e ignota gioventù la Signora dei piani alti, col passo greve che pensa nobile ed è sgraziato, stonato, scomposto come la verità per cui non sa parole, come la disperante sventura della sua impeccabile medietà, come il fremere dei suoi nervi scossi dal non avere un senso per scattare. Si fa grossa la sua voce e insopportabilmente volgare, si dilata il suo volto nella notte come il gigante di tutti i volti senza contorni, come l’occhio enorme della testa tagliata del mondo.
Novembre 2015
*
In questa primavera d’inverno la luce
disegna i rami nell’acqua e li raddoppia
nel loro ondulare segui il movimento
del fine pennello che sfuma le forme
attenua le ombre, ne dilata i contorni
ali che sfuggono alla stretta delle onde
striano di bianco il rosso dello sfondo;
loro sono nel vento come eravamo
stretti l’uno all’altro nell’ansia di partire
si levano all’unisono e volano in coro
di tanto in tanto si stacca qualcuno
poi scarta rapido di lato per tornare;
di noi c’è chi ha voluto volare più alto
chi ha riso forte dei precipizi dell’altro
chi l’ha premuto più a fondo nel fango
chi ha virato di colpo per vincere solo
chi per nascondere all’altro l’assalto
chi ha perso il senso del volo nel tempo…
Loro invece li raduna la fame,
il freddo che stando insieme si tiene
se uno si stacca dopo poco riviene
ciascuno è la parte e al contempo l’insieme
del corpo di neve che freme nel Sole.
*
A volte devi sacrificare la verità di te alla verità di ciò che hai addosso e intorno, lasciar bruciare tutta la discarica, anche se ustiona, e lasciar palare, lasciar parlare tanto, lasciar parlare fino all’assurdo, lasciar parlare fino alla feccia, come l’albero lascia il vento freddo scorrergli tra i rami e resta saldo sulle sue radici piantate nell’ombra. Devi saper tacere, guardarti come se fossi un altro da neppure pigliare a pacche sulla spalla bonarie, perché non è di te che si parla, né di qualcuno. Poi ti chini dolcemente dal troppo vedere: fino a quanto, fino a dove.
Allora lasci bruciare via tutto il morto. Stai lì senza stupore davanti al rancido che avevi attorno senza il marcio dentro per immaginarlo.
Poi il vento piega i rami con dolore, porta via le foglie, a imputridire altrove, e i parassiti, e tutto quell’odore di cancrena che ti eri assuefatto a respirare.
Dopo c’è silenzio, in terra amore, tra i rami creature, nell’aria sentore di pioggia, corteccia e domani, foglie andate perché così si deve. Nemmeno maledici più il silenzio della pietà suicida. Torni intero, ma molto più che nella vita di prima. Ami il doppio e sai volare. E torna la gioia. E quel sentore che Il mondo è nato: e tu, vento, mantienilo.
*
L’odore delle mele
Non so come voi l’alfabeto degli odori,
ne seguo a tentoni la grafia millenaria
sul foglio dell’alba dove dalla memoria
ricamano in aria trasparenze anteriori.
Chiudo gli occhi piano si disegna il pane
che hanno terminato da poco di sfornare,
ha un ricordo di farina e stretta ancestrale
tra l’uomo e il grano in un tempo animale.
Al mercato è intero l’odore rosso delle mele,
ha un sentore di raccolta, di sole, di sudore,
ben prima che il traffico lo possa dissipare
e ogni via del centro cessi di ricominciare.
Gli odori a mezzogiorno sono un arabesco
vertigine che sfianca, inganno della fame,
chiudo gli occhi, vedo quelli di mia madre,
le fini mani piene di pizza da infornare,
una neve di ricotta sul prato di sformato,
un cuore di riso, il petto rosso spalancato
di pomodori rustici dall’orto di Mignano.
È più intenso l’odore rosso delle mele
fatte con cura a spicchi da una madre
bucce si radunano rapide in un canto,
la polpa sul piatto nella casa infanzia.
A sera il disegno degli odori va sfumando,
si attenua con la luce il sentore più vorace,
chiudo gli occhi, fiuto il sangue delle foglie
che perde nel vento il senso acre del verde.
Gli sguardi delle case si volgono all’interno
dove custodiscono il principio dell’inverno.
La sera è più pesante l’odore delle assenze
o solo più distante quello rosso delle mele.
La notte ha un’attesa di pane da infornare.
*
Soglia. Alla vigilia del risveglio. C’è un cielo socchiuso sulla sommità dell’alba, con la veste degli angeli di schiena che depongono le armi, a mani nude sul cimitero dei nomi. Le forme filtrano dallo sfregio delle ciglia, mentre guado la penombra cercando a tentoni l’altra stanza. L’acqua ha sul viso la fredda meraviglia della nascita abdicata dall’ombra. Nel bianco giace tutto il rinunciato, i sogni scordati ritracciano le chiuse spogliate di ragioni. Il possibile è nei passi della prima luce, il gesto iniziale nel cessare, l’ultimo esercita il vedere: fendersi dagli occhi e far entrare.
Apro l’oblò della nave e il cielo irrompe in onde sferzanti. La fortezza riaffiora dalla foschia, mentre sfioro le tegole ancora gelide di buio. Il traffico è appena un soffio distante dall’Atlantide d’asfalto, la terraferma chiude nel fazzoletto il vento sul saluto. Il mattino è faro che riaccende in distanza, puttana speranza. Tieni a bada nella mente l’avversario di buio, impara ad attendere il tempo passare nel non dare ma eleggere luogo, per sorgere al primo giorno del mondo, nel punto in cui schiude primordiale lo sguardo. Prepara una sedia confortevole all’assenza, nella stanza inarredata, accanto alla finestra. “In fondo vivere è camminare sulle braccia degli amici, sospesi sull’abisso”, dici al tavolino di un caffè del centro, mentre tutto l’attorno riprende la sua corsa. “Fanne un verso”.