Por Carla Vanessa*
Crédito de la foto (izq.) Axiara Editions /
(der.) www.expreso.com.pe
Sobre Elysium (2019),
de Roger Santiváñez
Quizá uno de los poetas peruanos más sostenidos en cuanto a producción lírica en la actualidad sea Roger Santivañez. Tan solo con dar una revisada a algunos de sus trabajos que han visto la luz, podemos comprobarlo: Symbol (1991), Cor cordium (1995), Santísima trinidad (1998), Eucaristía (2004), Amastris (2007), Labranda (2008), Roberts Pool crepúsculos (2011), Virtú (2013). En el 2017 publicó Balara/ Asgard, en 2018 Melagrana y en 2019 Elysium, el poemario motivo de estas líneas.
Los envidiosos dirán (frase popular, millenial-dixit) que se trata de una proliferación cuantitativa en desmedro de la calidad, pero nada más lejos de la verdad. El poeta, nacido en Piura en 1956 y radicado en los Estados Unidos desde hace unas décadas, mantiene una constante búsqueda de una lengua poética que devenga en una propuesta estética que se inserte y tenga una voz sólida dentro del canon poético peruano y latinoamericano. Dicha persistencia no es más que lo que describiera el crítico Guillermo Sucre, en su fundamental publicación La Máscara, la transparencia, respecto de toda poética que se preciara de ser tal: “Toda obra que se funda en el rigor del lenguaje supone una ética de la escritura; (…) y no simplemente del estilo”[1] . Y esto es así desde los oscuros entresijos y recovecos del ya mencionado Symbol, que se instauró como un preludio al neobarroco en el Perú a través de una revuelta lingüística y de significaciones, hasta la exploración sonora y quiebre del idioma bajo las aparentes formas ordenadas y suaves de los versos, estrofas y cantos bucólicos de sus últimos poemarios, muy al estilo de los poemas del renacimiento español y del barroco, padre inspirador de la corriente neo nacida con Lezama Lima y otros poetas latinoamericanos que buscaron renovar y salirse del moldes tales como el conversacionalismo. Claro, todo ello sin dejar pasar por alto sus primeros trabajos poéticos (Antes de la muerte, 1979, Homenaje para iniciados, 1984) que registran, precisamente, el influjo de la poesía coloquial versolibrista heredada de las generaciones del 60 y 70.
En efecto, la poética de la blasfemia contra el orden y el progreso parecieran ser ahora meras tautologías en la obra de Santivañez, pero no: son pasos que debemos asumir como fundamentales estética y conceptualmente, si lo que queremos es entender los rasgos de este lenguaje poético que construye actualmente Santivañez. Fue necesario que antes, el yo poético entrara en un estado de rebelión y desfragmentación, sentando a la belleza en su regazo de migrante provinciano lumpenizado, y vilipendiándola a través del forzamiento lingüístico, el paroxismo y la marginación del significado que tal vez tenga como predecesor principal a César Vallejo y su Trilce, pero que, bajo el universo de este poemario, publicado en 1991, adquiere ribetes más oscuros, más sinuosos. Se había instaurado el cuestionamiento de las formas, el fondo y las estructuras poéticas en sí mismas, de la tradición heredada que se enrostraba violentamente con el mundo real convulso en el Perú de la década de los 80-90, y que fue, como no podía ser de otra manera, el caldo de cultivo o materia prima de esta clase de poesía subversiva.
Así, y a través de este periplo estético y vital del poeta, se instaura una sólida base por la que transitará el camino de su poesía ulterior. El espectro del infierno, el asfalto y cemento que se había iniciado con los poderosos, oscuros y sobrecogedores Symbol y Cor Cordium, de-negadores de la anterior poesía vuelta al interior y que primariamente había abrasado el poeta (sí, con la S) con sus primeros libros y que había dado como resultado hermosos productos poéticos.
Pero estamos ahora ante una nueva etapa en su poesía. Es justamente como parte de esta maduración estética que es producto de este intenso recorrido descrito anteriormente por parte de Santivañez, que tenemos ante nosotros a un interesante resultado: Elysium, un conjunto de poemas —publicados bajo el sello Axiara Editions de Eduardo González-Viaña— que desde la primera página nos hace entrar a un mundo de encantamientos supranaturales en que el yo poético construido por el autor está ya alejado de los subterfugios de la ciudad y de sus recovecos malditistas.
Y en ese camino nuevo, en esta suerte de parnaso salvador, el sujeto lírico ve con los ojos de la distancia y la soledad (al igual que su autor, quien ya había abandonado el Perú para radicar en los Estados Unidos) una suerte de reconciliación o reencuentro, en son de hacer las paces, consigo mismo. Esto se traduce en una poesía más intimista, ya no revolucionaria, o quizás sí pero de un modo diferente.
El libro está dividido en cuatro partes que aluden a las cuatro estaciones del año: “Picnic house” (verano), “Canciones de otoño” (otoño), “Inverness” (invierno y cuyo título, el poeta explica, es un homenaje a J. L. Borges) y “Springtime” (primavera). Cada una de ellas contiene 10 poemas —-excepto “Inverness” que contiene 7— (el último, que es un conmovedor homenaje al músico Carlos Magán, Boui, amigo del autor).
El poeta respeta y prosigue su estética formal de agrupar sus versos de tres en tres, de incorporar algunos términos del idioma inglés y de partir las palabras entre un verso y otro. Nos encontramos junto a él ante la contemplación del río Cooper que inamovible despliega su eternidad a través de todo este ciclo, reflejando acaso de una manera sincrónica y diacrónica a la vez los entresijos del sujeto lírico que, como en una encrucijada, mira a sus propios puntos cardinales espacio-temporales. No es el clásico río herodiano, por ejemplo, que representa en sí mismo un recorrido vital de nacimiento y muerte, es la vida misma sin principio ni término a través de sus eternas aguas que siempre se mueven bajo el mismo y dulce vaivén, que es como persistentemente lo describe el poeta: Aún puedo venir a componer/ Una canción a la vera del río/ Contemplar sus aguas dulces/ Mansas como el aire quieto en/ Las inquietas briznas (“Inverness”, poema 4), o en estos otros versos: La superficie del río vibra dulcemente/ Todo es paz aquí sólo cruzada por los/ Trinos célebres en el silencioso desliz (“Springtime”, poema 2); y por entre cuya superficie impoluta se reflejan todos los ciclos de la vida.
En este poemario, y siempre bajo el diáfano influjo de río del poeta, nos encontramos con referencias, vestigios de ese pasado subterráneo-urbano, entre los intrincados ramajes de esa eterna nostalgia que atraviesa el libro de cabo a rabo, como el “Corazón cojudo [de]el Vallejo de Huayco” (parte primera, “Picnic House [verano]” poema 8) que hace alusión al colectivo artístico de los años 80 que fusionó el arte con las expresiones de la cultura popular, estética muy afín a la del movimiento Kloaka del que Santiváñez fue su fundador. O también en el ya mencionado y conmovedor poema dedicado a Boui, su collera de esas épocas oscuras:
Aferrado a tu guitarra dormida/ Con la paz de estas aguas plomas/ & el plomo celeste de tus ojos a veces/ Brillando en la amanecida más salvaje/ Impronta de tu profunda bondad/ La pasión roja de tus libritos bajo/ La cama estrellada en los cielos/ Del rock and roll divino por las/ Chicas que amamos en la calle/ Más oscura de la Realidad o en/ En el palacio augusto de la sabiduría (“Inverness”, poema 7 “Ante la muerte de Carlos Magán, Boui”).
Destacamos también en este recorrido por entre un mundo lleno de naturaleza —que nos evoca fuertemente a los paisajes bucólicos y pastoriles retratados con maestría por Garcilaso de la Vega— esos versos de excelente factura logrados por el poeta, tras un exigente trabajo de artesano de la música:
…Componiendo estos versos temprano/ En el amanecer de una epifanía/ Fugaz mientras los árboles se van/ Volviendo verdes verdehalago de/ La tierra a Dios dibujando/ Las rosas en cuyos pétalos se/ Aduerme la belleza de tus muslos/ Abiertos… (“Springtime”, poema 7)
/// El perpetuo movimiento de los re/ Cónditos parajes por las sombras/ Aquietados en la canción de mi corazón/ Otra vez ensimismado por las briznas/ Móviles erguidas solitas sin nadie/ Sino esta pluma blume quien por ellas/ Se olvida de vivir (“Canciones de otoño”, poema 2).
No es posible terminar este recorrido sucinto sobre las páginas de este libro, sin mencionar la conmovedora soledad que envuelve al sujeto lírico con un manto a veces de ternura y otras de voracidad; pudiendo esto leerse como solo un aspecto, un rasgo de su particular existencia poética, o como una profunda, compleja y descarnada proyección de la condición misma del ser humano, tal y como lo describió Salvatore Quasimodo en ese, su fundamental poema “Y enseguida anochece”: Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra,/ traspasado por un rayo de sol:/ y enseguida anochece. En diversos pasajes de Elysium, esta suerte de jardín del Edén donde el yo poético está refugiado contemplándose a sí mismo y al universo; dicha soledad —que es el precio que este paga por esa asunción a lo supranatural— a veces raya en la desesperación: (…) pero todavía se escuchan algunos/ Birds con melodía en extinción & yo per/ Sisto en similar su canto cuando no/ Sé cómo hacer para calmar mi angustia (…) (“Canciones de otoño”, poema 7), que en otros pasajes se transforma en una aceptación resignada de su condición: Continúo escribiendo estos poemas por/ Que no tengo ninguna razón para/ Vivir que no sea mi propio silencio/ Bajo el dulce calor del sol de esta mañana (“Picnic house”, poema 7).
Este rasgo hay que contemplarlo como un aspecto transversal en el universo representado de este libro, tanto como lo es la imagen del río y en el que, como entre las enmarañadas ramas de los árboles que se describen en sus poemas, se enredan, entre las hojas y el viento, sus memorias y el erotismo glorificado en el recuerdo de sus musas que ingrávidas flotan por entre ellos. Tampoco es posible, de hecho, entender el arte poética de Santivañez sin este aspecto intrínseco de su lírica, que se desliza ante los ojos del lector como una brizna, como un murmullo suave, pero persistente y que no es más que, como bien lo describió Roland Barthes[2] “esa espuma del lenguaje que se forma bajo el efecto de una simple necesidad de escritura” y que es un rasgo, un acto que nuestro autor asumió como explicación de su propia vida: Sólo sé que poesía es mi existencia (“Picnic house”, poema 9).
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[1] Sucre, Guillermo (1975). La máscara, la transparencia. México: FCE, p. 428.
[2] Roland Barthes (1993). El placer del texto, p. 12.