Por Valentina Marchant*
Crédito de la foto (izq.) archivo del autor /
(der.) Eds. Rialp
La casa de la escritura:
sobre Cuídate del agua mansa, de Fernando García Moggia**
“Mi casa es la escritura”, dijo Cristina Peri Rossi,
“el único fuego que no se extingue (…) sus altillos sus puertas que se abren a otras puertas/ sus pasillos que conducen a recámaras/ llenas de espejos/ donde yacer/ con la única compañía que no falla/ las palabras”.
Y aunque la poesía de Fernando García Moggia tenga poco que ver con la de la uruguaya, ambos comparten ese núcleo que es la insumisión: a la patria, a las convenciones, al lenguaje mismo.
Y es que, si algo tienen en común todos los poetas, o las personas que deciden dedicarse por entero a eso que afectadamente llamamos Poesía, es justamente esa incomodidad vital que los lleva a sentarse frente a una hoja en blanco para comenzar a delinear un territorio ―una casa― que de antemano se sabe imposible: el mismo Huidobro cayó estrepitosamente de su Altazor hace ya más de cien años, pudiendo únicamente balbucear un idioma a todas luces incomprensible. O como decía Beckett, “ser un artista es fracasar como nadie se atrevería a fracasar”. Pero ¿qué significa esto exactamente y cómo se relaciona con el libro Cuídate del agua mansa?
Me parece que en este primer libro de Fernando el problema de la creación poética se pone al centro: “el fruto del árbol sin raíz” ―el fruto del poeta desarraigado― es, justamente, la poesía. Ese tesoro para el “niño que despierta a los treinta años” (p. 58) y que está “de rodillas ante un cadáver”. Ese cadáver podría ser la poesía misma ―en tanto revelación de su imposibilidad por constituir lo real― pero también podría ser la realidad pútrida de la adultez, que nos despoja de toda posibilidad de juego: “Hay una puerta aquí donde está escrito puerta/ que bien podrás cruzar surcando el nombre” (p. 9), dice el poeta en los primeros versos ―“Entrada al subsuelo”― que abren el conjunto. Es decir: la primera declaración es más bien una advertencia; como lectores ingresaremos a un territorio construido por palabras, y ese ingreso implica un pacto: “Hay un paisaje en blanco tras el umbral/ un curso de agua que delinea un camino (…) una región entera que creerás interior/ de geografía innominada y geometría imposible/ podrás llamarla como quieras, decir/ esto es mi territorio a la deriva: poema./ Hay un refugio en llamas al que podrás entrar/ como un jugador que vuelve a la partida”.
¿Cuál es el pacto que nos propone García Moggia? Pienso que es el pacto del juego: sabemos que no estamos en la realidad, ni siquiera en la interioridad real del autor que algo podría decirnos sobre nuestras propias interioridades atormentadas (nos advierte de un territorio que “creerás interior”, pero no lo es); estamos en el “refugio en llamas” de la poesía, en esa agua que nos hunde y nos pierde, y que sin embargo nos da la posibilidad de resignificar la niñez, dibujar una casa propia en un país extranjero, valorar la fuerza bruta de las hormigas o alucinarnos con una rodaja de limón flotando en un vaso de agua.
A diferencia de esa tendencia ―muy en boga en Chile, por lo demás― de la intransitividad de la poesía (Barthes), donde la poesía es un imposible y por lo tanto todo pareciera ser atragantamiento, García Moggia sigue apostando, paradójicamente, por la construcción, es decir, la creación de una realidad posible a partir de las palabras, y por eso el libro es capaz de abarcar temáticas tan diversas como la infancia (“Escenas cautivas”), la migración (“Nuevo mundo”), o incluso la pandemia (“La última escena”). En efecto, Cuídate del agua mansa trata, sustancialmente, de la poesía, o de lo que la poesía es capaz de hacer; tal como dijera Wallace Stevens ―una de las referencias indiscutibles de esta poética― “la poesía es el tema del poema”.
Así, en este primer libro de García Moggia asistimos al surgimiento de un tono particular (irónico, metafísico, alucinado) que es consciente de la quijotada de la escritura, pero que pese a la constatación del fracaso se revela constantemente frente al silencio: “No adores la palabra, recoge la piedra bruta/ dorada por el sol y machacada en su trópico./ No digas: pobre piedra picoteada por pájaros./ Tan solo tómala y observa sus capas desiguales” (p. 21).
En este sentido, y pese a las múltiples alusiones a la “arquitectura poética” del poema, en tanto refugio no-real (y, por ende, tampoco suficiente), la voz continúa su curso poetizando todo a su paso, como las hormigas, a la intemperie: “Van en masa las hormigas, a la intemperie,/ como palabras por las grietas del pensamiento” (p. 30). Y es que para hacer poesía, así como para “hacer propia una casa”, no se necesita “nada espectacular: plantas, música, Schopenhauer,/ buenas conversaciones, algún orgasmo/ suyo o tuyo o mío por la noche/ despejando el pasillo hacia el sueño y visibles las plumas/ del edredón” (p. 32).
García Moggia celebra las pequeñas cosas de la vida: una escapada al cerro, una pared repleta de caracoles muertos, un sueño sobre un faro, una conversación con la reina de la casa, una planta de maría en el balcón, el agua cayendo de los pisos superiores, las piedras chocando contra los techos, un televisor en mute. Siguiendo aquí la pista de Edgardo Dobry en su libro Celebración, Fernando se une a la larga lista de poetas celebratorios, propios de las tierras americanas, quizá porque más precisamente como latinoamericanos ya harto sabemos de despojos lingüísticos; basta de llorar por la “pobre piedra picoteada por pájaros”, vamos a celebrar que todavía podemos balbucear y cantar: “Iré por la ciudad abandonada/ proclamando este amor loco por ti/ con un bordón y mi morral abierto/ afinando entre ratas y palomas/ las últimas alabanzas: ¡El día de la ira ya ha llegado/ el día de la ira ya ha llegado/ y yo me encomiendo a tus visiones/ cantando este cantar enamorado” (p. 51).
Es importante remarcar el hecho de que, pese a este ímpetu celebratorio ―o vitalista―, Cuídate del agua mansa también esconde un cadáver, una corriente oscura bajo la aparente calma del agua (¿de esa corriente oscura habrá de cuidarse?), que le permite al poeta no perder el ojo crítico frente al absurdo que muchas veces significa la adultez y la realidad: “Tenemos hambre, fiebre, miedo, tenemos/ la muerte bailando en bata blanca es lo único/ que tenemos” (p. 46) dice en el poema titulado “1918”, haciendo una clara alusión a las guerras que han acontecido en el viejo continente y que hoy parecieran seguir asolándonos; sin embargo, frente a esto la voz se retuerce, y también ríe: “oh santísimo, maléfico masticador/ hágase en nosotros tu reino/ pero no olvides que odiamos la corona” (p.48), o más adelante: “cansado estoy del muro, ¡quiero ver!/ Bah, si no eres más que otro nombre,/ otro hombre nadando en la fosa colmada” (p. 50).
Es decir, el muro que se quiere surcar es, en realidad, otro nombre, otra palabra que puede ser subvertida, al igual que la nada o muerte, exorcizándola a través de la luz quemante de la poesía: “el faro ilumina la visión del mar, el mar mismo/ a cada vuelta lo crea (…) soy el faro, la luz, el movimiento, lo que se hunde” (p. 43). Y aunque el destino aparezca como “un portón con candado,/ una palabra atragantada en la boca de los muertos”, frente a esto “diferir la decisión, el punto aparte”, es decir, diferir el cierre, continuar el juego, volver a la partida.
“Mi casa es la escritura”, dijo Peri Rossi. Fernando dirá que no tiene casa propia, que, de hecho, no es necesario tener una casa propia para “hacer propia una casa”: esta misma extranjeridad se aplica a su escritura; por eso, quizá, Fernando es también un devorador de libros raros, un traductor que está aprendiendo ruso, un cantor que acaba de iniciarse en las artes de la balalaika, un jugador de ping-pong nocturno y un gran bailarín de brazos abiertos hacia los desconocidos, a quienes llama amigos de vez en cuando: “esta piedra carga una derrota/ y una victoria a la par/ esta piedra es un monje impaciente/ esta piedra tiene grito contenido/ en esta piedra de fondo estoy”, dice el poeta en los versos que cierran el conjunto. Yo diría que más que a la piedra, el poeta ha saltado por fin al agua.
*(Santiago de Chile-Chile, 1988). Poeta, investigadora y profesora. Reside en Barcelona (España), en donde realiza su investigación doctoral. Licenciada en Lengua y Literatura hispánica y magíster en Literatura por la Universidad de Chile. Es profesora del Estado en Castellano por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Además, es magíster en Creación literaria por la Universidad Pompeu Fabra (España) y cursa el doctorado en Teoría de la Literatura y literatura comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona (España). Obtuvo la beca de la Fundación Pablo Neruda (La Chascona, 2010), la Beca del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (Chile, 2019) y la Beca Chile (2020). En la actualidad, codirige la revista Saranchá, Atisbos de literatura iberoamericana actual, desde 2021. Ha publicado en poesía Tránsito Ciego (2013) y El reverso del agua (2022).
**(Viña del Mar-Chile, 1990). Poeta, ensayista y traductor. Reside desde 2018 en Barcelona (España). Traduce al español del inglés y del ruso para distintos medios impresos y digitales de Chile y España. Obtuvo la mención en el Premio de poesía Roberto Bolaño (Chile, 2016), fue becario del Fondo del Libro (Chile, 2020 y 2022) y el Premio Internacional de Poesía “Alegría” (Adonáis, 2022). Se desempeña como asistente editorial en Mundana Ediciones y es coeditor de la revista digital Saranchá. Ha publicado en poesía Cuídate del agua mansa (2022).