Por Ángel Padilla*
Crédito de la foto (izq.) Facebook del autor /
(der.) Ed. La Tortuga Búlgara
Sobre Contragolpe (2024),
de José Ferreras**
Un mañana que cabe en un puño
Contragolpe (La Tortuga Búlgara, 2024), de José Ferreras, es una llamada a responder al incesante, profundo y doloroso golpe estatal que nos mantiene agónicos y casi casi en paños menores, pues todo nos lo ha arrebatado el Estado, y ya incluso a punto está (con nuestro consenso, consciente e inconsciente) de masacrar irreparablemente nuestra única casa: el planeta. Hay que reaccionar, nos dice el autor, aunque sea a puñetazo limpio. Esa es la premisa, aunque yo interpreto que lo que se hace es una alegoría, como proyectada desde un cómic, de una imagen que todos reconocemos (nuestros puños, nuestras palmas abiertas para abofetear), para ir más allá, para replicar con fuerza, y también con inventiva irónica (y la fuerza del amor airado), al peso de la bota militar y a las narrativas falsamente esperanzadoras del Poder, desde la casa en ruinas, desde las mentes destruidas por decir una y otra vez como cantaba Rosendo en su canción “Sí señor, Sí señor”.
El libro se divide en diez apartados —que funcionan como asaltos de un combate— llamados consecutivamente, 1er asalto, 2º asalto…, precedidos por el poema que abre el libro “puño americano, navaja y botas con punta metálica”, y se cierra con un “nocaut” y una “coda” en homenaje al fallecido David González, uno de los malditos más llorados de nuestra poesía callejera e insurrecta.
En la sinopsis que aparece en la contraportada del poemario Contragolpe, realizada por la profesora de filosofía, ilustradora y poeta Sara Prida Vega, la filósofa confirma que Ferreras “busca incentivar la pelea callejera, la lucha social contra la opresión, mordiendo el aire para llevar a los proles a morder al patrón”.
Claramente, Contragolpe llama a la revuelta, al levantamiento, o al menos a dejar de poner la otra mejilla. Ya hubo otros casos de llamar al uso de la violencia en respuesta a una violencia (cosa lógica, y humana, y animal), caso de Malcolm X, que cansado de que las mujeres y hombres negros fueran golpeados por los blancos (“el demonio blanco” llamaba Malcolm X a los blancos), sin defenderse, acatando la resistencia no violenta del reverendo Luther, Malcolm pidió (a grandes rasgos): “protegeos, devolved el golpe, no a la integración, volvamos a nuestra tierra África y reconstruyamos casa, pues, aquí, junto al blanco, siempre habrá discordia, de parte de él”; también pedía Gandhi rezar por el alma de los enemigos a las mujeres de su casta y lucha mientras eran violadas y golpeadas, y a los hombres que con él luchaban con no violencia, les pedía pensasen que quienes les agreden, si ellos no responden, aprenderán “la lección” de paz, en cierta forma bajo la justificación de otro gran histórico, el colega Cristo, quien dijo —según dicen que dijo, que ese es otro tema—, dejadlos hacer, hombre, “porque no saben lo que hacen”.
Pero sí saben lo que hacen, joder. Y si no mira a tu alrededor, baby. ¿Quién ha ganado en la pelea diaria, mejor dicho, en el bullying cotidiano, en el asedio de los ricos con sus diversas y mortíferas y represoras maquinarias inclinadas sobre las testas de los miserables —los pobres—? No respondas, escucho tu cansado silencio gritar.
Siempre que se ha buscado un cambio sustancial respecto a una opresión, nunca ha sido con ‘buenas formas’, ya las primeras feministas sufragistas hubieron de realizar actos muy fuera de la ley, llamativos y temerarios, para lograr el efecto deseado y encender la mecha de unas marchas más multitudinarias y convencidas. Siempre hace falta una gran imagen que se quede en la retina, un gran discurso que resuene con eco en el pecho, algo con sangre indignada que nos afecte medularmente. La quema de los campos de algodón por esclavos cimarrones huidos —centenares de campos en fuego vivo y las haciendas de sus amos y, muchos de estos, ajusticiados—, esa imagen ayudó mucho para que, al fin, gracias a la lucha antiesclavista negrera nacida en Inglaterra de la mano de un pequeño pero inteligentísimo grupo de asombrosos y plausibles 12 cuáqueros, se declarase a los negros que legítimamente eran propiedad de los blancos, al fin hombres libres. 50 años de lucha antiesclavista por diversos hombres y mujeres que usaron las técnicas más diversas (de esa primera lucha mundial, se pusieron en práctica modelos de lucha social que hoy todavía se usan en todos los activismos: el afiche, el cartel con una imagen de lo que se denuncia —imágenes, éstas sí, llenas de la verdadera violencia, que siempre se alejan y omiten del público general en todas las opresiones y explotaciones—, la inundación, alud, de cartas a personas de relevancia social, el puerta a puerta, el boca a boca obsesivo y constante). Los campos de algodón ardiendo poniendo el cielo negro conformaron la innegociable bandera de la libertad, para que no hubiera equívocos en las negociaciones finales.
Contragolpe busca ser un manual sentimental para la lucha antirrepresiva, antifa, en extenso. Mediante alegorías de la pelea, de ring o de calle, nos sitúa dando respuestas a nuestras dudas y muerte cotidiana; invita, con urgencia, a soltar la ira contenida y comenzar, cambiando la vida de uno mismo, uno-que-se-defiende, a cambiar el mundo que todos vivimos (sufrimos), todos-que-atacamos, ya con alegría, ya con esperanza cierta.
Lo mejor de esta obra, a mi juicio, no es tanto el tema, que (por supuesto) es necesario en un presente de tanto ‘buenismo’ donde desde los grandes medios de comunicación se condena todo movimiento de resistencia social contra el Poder y toda su letalidad (personal, colectiva, ambiental, contra el resto de los animales…), aplaudiendo como buena, en cambio, la violencia estatal, justificándola siempre; y el tema de Contragolpe viene a ser furibunda y necesariamente disonante, ahora que, con tanta tierra de cultivo para ello, han rebrotado las ultraderechas internacionalmente; sino que, puede que más aún, lo sorprendente de esta obra poética es el tratamiento del tema, en forma de poemas cortos y poderosos (como el elegíaco y fundacional “si supieran las piedras”, el sentencioso “los malos ganan las guerras” o el terrorífico y contundente “el perro que atropellaste”), que funcionan como mazazos, y algunos otros poemas largos, henchidos de riqueza poética (“el mejor árbol de la ciudad…”, “¿no crees que a la humanidad…” o el emotivo y sentido “David González, in memoriam”), que siguen manteniendo la misma tensión de lucha en vivo; estamos ante un libro que habla de lucha y que él mismo lucha, lo abres y sientes la vibración, el seísmo, de él y contra la quietud, la astenia, la apnea espiritual, el libro funciona como un tam tam que busca despertar nuestro tribalismo más primario.
La pulsión rebelde que se puede sentir, como un bulto sobre el que uno lee como muchos escudos levantando la hoja del poema, el espíritu antisistema, la escapada de lo considerado progreso y humano moderno, de lo cívico, del ciudadano “normal”, de todo este enorme cuadrilátero lleno de espejos de feria donde siempre pierden los mismos, del desprecio y repudio por todo este gran show fatal, ya hablaron en sus textos autores como Bukowski, Gregory Corso (ahí su mítico poema Bomb), John Fante o Henry Miller (tanto Bukowski como Fante como Miller en su obra autobiográfica nos parecen decir: haz lo que quieras, pero sobre todo no seas carne de cañón). Y se nota enormemente, esa violencia, esa pugna corporal y unida, para la liberación (por eso antes se dijo que no hablamos de una “violencia porque sí” sino en defensa propia contra el bate del rico, la porra del policía y el martillo cayendo con fatalidad —la fatalidad del sesgo que con libertad permite ejercer el privilegio, la prevalencia— del Juez, o sea del que domina y controla “La Granja”). En la novela Rebelión en la granja, de Orwell, donde, como todos sabemos, el sueño a conseguir nunca se logra, porque como evidencia Orwell en su histórico y necesario libro: es prácticamente imposible generar una milicia de calle sin que, al final, se giren entre nosotros traidores, o individuos que vista de cerca la consecución de la utopía, deciden en último extremo no hacerla “comunal” sino digna de unos pocos: “todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros”, se puede leer en las partes finales —cuando se descubre la trampa— de la Rebelión en la granja.
El ideal, con el “contragolpe”, de vencer la tiranía y destrozar los grillos y poder andar libres, lo manifiesta el autor de Contragolpe en el texto que aparece en una de las solapas del libro: “Escribo para que no me ardan las tripas. Para que el fuego de la ira se torne contra los que la provocan. Escribo para la vida.” Entonces, con esta última frase (y muchos otros versos y lo que se dice y cómo se dice en ciertas partes del libro) asistimos a un espíritu miguelhernandiano de poeta en la guerra.
Sólo que para José Ferreras las trincheras del frente están en los barrios, en el mercado, en las casas, en los colegios (donde se des-educa, porque se aliena con historias sesgadas, engañosas, tramposas y falsas de todo punto), en este lugar que recorremos a diario del que se dice que está en paz, donde “no hay guerra”, ¿nadie ve los bombardeos, la Bomb?, ¿nadie ve la sangre derramada de vidas destruidas por la simple imposibilidad de ser? No estamos en Paz, sin duda. Cuando cientos de miles de personas no tienen un techo seguro donde resguardarse ni comida ni posibilidad en absoluto de ningún tipo de futuro, donde el agua sigue siendo derrochada para regar campos de golf, piscinas…; donde los bosques siguen siendo talados para que los más pudientes puedan seguir disfrutando de unas vidas de privilegios que alegran sus almas y destruyen físicamente el planeta con la crisis climática, con el calentamiento global, con el holocausto animal perpetrado con supuestas manos limpias por el especismo más vergonzante, donde se oculta o falsea la más básica y comprobable realidad de las cosas, ¿cómo llamamos a ese estado?
Frente a este desastre y malicioso expolio colectivo y mundial (perpetrado por personas de carne y hueso como tú, sólo que con acceso a todos los artilugios que en menos de una hora nos llevarían a la cárcel de por vida por decir mu o bajo un precioso campo de margaritas azules por decir un esto o un lo otro que disguste), José Ferreras llama a la respuesta, que no vendrá de fuera, de otros, o caída del cielo sino mediante una actitud nueva:
Puño americano, navaja y botas con punta metálica
para ellos
no lo olvides
para ellos cada uno de tus latidos es insolencia
No hablamos, pues, de pobres productivos, aquellos que trabajan y son, por ello, “perdonados” en alguna forma por el Poder. Sino de aquellos que en la maquinaria social no son nada, y por ello, no generando nada para “el comercio” que nos mata y al planeta, molestan al Poder y peligran sus vidas por ello. José Ferreras llama a la imposición del Poder personal del que no tiene nada, ni fuerzas, mediante la única arma que se posee cuando nada se tiene (los puños). De todas formas, el poeta nos dice, irónica pero certeramente, que “más/ se perdió/ en/ la/ paz”.
El poeta invoca nuestro carácter natural, nuestro derecho a este cielo (extenso, limpio) y tierra (recorrible sin censuras), invoca nuestra belleza que nos negaron los padres y rechaza la cautivadora por ladina narrativa de los Estados para que transitemos siempre reptando: “abotargado de reposo/ mira tus alas vestigiales/ atrofiadas por el desuso/ monstruosidades ferozmente humanas.”
José Ferreras, aclarado y visionando, está seguro de lo que siente, no duda al decir —e intentar contagiar—:
La patria es inmensamente negra
Mis puertas son absolutamente coloridas
Con todo lo dicho, el poemario se encuadra —saliendo también de ese cuadro, estamos ante un animal único, con mucha identidad—, en cierta forma, en la poesía beat y se epata con aquellos poetas que emergieron con la contracultura de los 70, tiene la fiereza, irreverencia y salto del punk, y la pulsión tensa, épica, del metal.
Sin embargo por toda la obra transita el amor, la descripción de la belleza con una ternura que conmueve e inunda. Como Hernández ya sabía, Ferreras también sabe que no se puede hacer una poesía de guerra sin inundarla del amor, y de la belleza: “no es el mismo negro/ el de una noche estrellada/ que el de un tubo de escape […]/ no es el mismo azul/ el de la inmensidad del mar/ que el de la llama de gas […]/ no hay color que no nazca/ en el amanecer de la palabra/ plena y sencilla/ que se abraza a la esperanza/ de un poeta”.
Deseo este libro perfecto en ejecución —bellísimo en imágenes poéticas, duras, sinceras, de tripa, estampados los poemas en las hojas mediante coces de caballo, con encabalgamientos y sonidos de excelente gusto— sea muy leído, tanto por lectores de poesía como por aquellos que creen que la poesía no les gusta, la de Ferreras os gustará, tíos, tías, probad y veréis. Además, la edición con que arropa La Tortuga Búlgara el texto de Contragolpe, del amigo Ferreras, es muy guerrillera, como de camuflaje, como de pellejo chulo de animal que ha mutado sus colores y disposición corporal dispuesto a defenderse.
No es un libro este del que se deba decir mucho más porque entiendo es de aquellas obras que te sorprenden a cada paso de hoja y se lee casi de una, por la enorme impresión positiva de las verdades grandes que se desprenden (fondo y forma se abrazan en una unidad exquisita). Entre ellas, la mayor, la mentira de que siendo devotos del orden social algún día conseguiremos algo. Sin responder, sólo sentiremos frustración improductiva y desencanto.
Ha habido tantos autores del desencanto, que como contrapunto al agresivo y estéril mundo que nos marchita a todos, nos han legado obras que revitalizan el color aquí, la esperanza aquí, que leyéndolos, podemos decir: no estamos solos en el dolor, en mitad de la belleza, en mitad de esta muerte lenta, hubo FLORES (fulgentes ramos de versos, en este cementerio, o en este parque bombardeado): Rezando en un boing 707, Marinero en tierra, Esperando morir, Sobre los ángeles, El hombre deshabitado, Entre el clavel y la espada, La poesía es un arma cargada de futuro, El infierno es un lugar solitario, Aullido, Garras del paraíso, La campana de cristal, Dime mi nombre, Arder en el agua, ahogarse en el fuego, La tierra baldía, El feliz cumpleaños de la muerte, Vagabunda, eso he sido, El rayo que no cesa, Poemas del suburbio: todo asusta, Viento del pueblo, Elegías de Duino, Lo que pasa es que te quiero… Obras cuya encrespada irisación inunda el inmenso jardín de una poesía que siempre nos salva del cerrado cemento, de la larga noche estatal para las almas que sueñan libertad, lo bello nos hace soñar…
Pero las flores, ah!, las corta y recorta el jardinero… ¡Atentos!
Y nosotros, ahora, debemos dudar de todos incluso de los jardineros. Más de los leñadores, y mucho más de los soldados (¡de los políticos ni hablemos!). Cierro esta reseña con uno de los más rotundos poemas del libro de José Ferreras, con un poema donde se conjugan todos los elementos de que he hablado que aparecen en el libro: las palabras adecuadas y ni una más ni una menos, el ritmo concentrado y tirante, la Belleza abrazada al Hecho confiada, el Hecho que la salva, porque:
he aquí un puño
un puño que tiene
boca
una boca de la que surge un
grito
un grito que se transmuta en
viento
un viento enrarecido que es de
fuego
un fuego que crece hasta el
cielo
un cielo que da a luz al
mañana
un mañana que cabe en un
puño
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*(Valencia-España, 1970). Poeta, novelista, dramaturgo y activista animalista. Ha obtenido el Premio Ignotus a la mejor novela corta (2008), el Certamen Internacional de Poesía Joven La Grúa, el Certamen de Lecturas Poesía en Abastos (Ayuntamiento de Valencia), el Certamen de relatos SOS Racismo Madrid, entre otros. Algunas de sus obras de teatro han sido representadas en España y Sudamérica. Sus últimas publicaciones son La bella revolución, Los hijos de Romeo y Julieta, Humanzee, entre otros.
**(España). Poeta. Ha publicado Contragolpe (2024).