Por Ana Maria Malachowski Rebagliati*
Crédito de la foto (izq.) www.heroinas.net /
(der.) www.diariouno.pe
Sobre Ángela Ramos y César Vallejo
“Estoy mirando tu genial fealdad”, recuerda haberle dicho, en broma para sacarlo de sus casillas, al poeta de los Heraldos Negros una tarde en la Aurora Literaria… Así era Ángela Ramos, vivaz y bromista. Encantadora, aguda y traviesa. Ángela, pequeña y de frágil figura, nacida en el Callao en tiempos de Nicolás de Piérola, se hizo periodista “cuando atravesaba un momento crítico en mi vida”, allá por el año veintitrés, en tiempos de Leguía cuando trabajaba en una compañía naviera inglesa, aunque, “no disfrutaba del salario inglés” a pesar que asistía todos los días, incluso los domingos hasta el mediodía. Este trato desigual provocó en ella una especie de rebeldía contra la empresa, la que la empujó a escribir una nota de protesta que luego mostró a su amiga la escritora Zoila Aurora, hija del Mariscal Cáceres, la misma que, según su madre, doña Antonia Moreno, “era bastante diabla, más aficionada al juego que al estudio, inventaba la mar de farsas para evadirse…”. Evangelina —tal era el seudónimo de la escritora—, después de leerlo con mucha calma, le dijo: “Este artículo está bien hecho y hasta me hubiera gustado firmarlo. Te aconsejo que lo lleves a El Comercio y se lo entregues a Oscar Miró Quesada”, quien, luego de leerlo detenidamente, lo publicó.
“Desde ese momento lo que en mí había sido un chispazo circunstancial se convirtió en una vocación”.
Ángela Ramos decía que en esos días escribir en los periódicos era casi una tarea heroica. Una tarea titánica. No había orden y para usar las máquinas se tomaban por asalto. Era realmente caótico. A las diez o a las once el trabajo en la sala de redacción “escribíamos de todo y todo lo hacíamos por amor al arte”; sin embargo, la otra cara de esa misma redacción aparecía a las diez o a las once de la noche, horas en las que Antonio Miró Quesada se reunía con el caballero de la sonrisa sinuosa, con José Matías Manzanilla y los hombres del civilismo, los llamados Hombres de Frac. A esas horas de la noche —cuando las calles quedaban desiertas y las torres silentes— otro era el cantar; pues, mientras se diseñaban los editoriales, era la hora de “derribar ministros o traerse abajo a un presidente de la República”; y, es que en esos tiempos los diarios como el de Baquíjano o el de la calle de la Rifa, “hacían temblar gobiernos”.
La Lima de ese entonces era una Lima silenciosa y a la vez rumorosa; una Lima que en sus calles guardaba aún el aroma de la Colonia a la vez que quería vestirse a la moda de Paris; una Lima de mujeres pretenciosas llenas de sedas vaporosas y joyas tentadoras; una Lima en la que, por sus calles, a ciertas horas de la mañana, hay mujeres de mantilla que vienen de rezar en alguna capilla. Lo que sucedía en el Perú, sucedía en Lima, en el centro del centro, en el Jirón de la Unión.
“He conocido un Vallejo alegre, un Vallejo bohemio, que se iba a trasnochar en el Can-Can, cerca del mercado central…”.
Un Vallejo “que me dijo que me fuera a París, que acá no iba a hacer nada”; un Vallejo que, a inicios de los veinte, le declaró su amor pero ella le respondió “que ya era tarde”, pues, para ese entonces, Ángela estaba en amores con Felipe Rotalde el periodista que conoció en la redacción de La Crónica. “Yo siempre he llegado tarde”, le dijo el poeta que fue su amigo, pero no su confidente; que podía ser camarada, pero no íntimo. Al mismo tiempo Ángela Ramos era amiga de Mariátegui, al que visitaba en su casa de la calle Washington a la caída de la tarde; el Mariátegui que emanaba dulzura; el que tenía una frase, una palabra para cada persona. Mariátegui era “profundamente humano”. Cuando estaba en silla de ruedas los amigos se turnaban para llevarlo y cuando salía a dar alguna conferencia cientos de personas “le hacían calle para que pasara y él se ruborizaba”. Ángela fue la única mujer que asistió al entierro de su gran amigo en una época en que no era costumbre que las mujeres asistan a los sepelios.
“He nacido rebelde y no quiero ser domesticada / ni en nombre de los nombres, ni del dinero ¡nada!”.
Le molestaba, “le mordía la conciencia”, como decía, el hecho que frente a la cárcel de Guadalupe, enclavada en lo que hoy es el Palacio de Justicia, desfilaran lujosos coches con gente de la más encopetada, los que se perfumaban la cabeza con brillantina, los que, con escarpines, iban a bailar el Charleston y a tomarse unos copetines en la Exposición. Era el claroscuro; por un lado, todo luz, y por el otro sombras. Eso la llevó a entrar a la cárcel para preparar notas humanas y sacar a la luz las injusticias. Fue cuando un cucufato ministro le prohibió el ingreso, pero eso “no me arredró” y disfrazada de turista un día logró ingresar a El Frontón; pero, no faltó quien la reconociera y al verla gritó: “¡Vean quién está aquí! Sor Presa, la defensora de los presos… ¡Viva la señora Ángela Ramos!”.
Ángela Ramos firmaba con el seudónimo de Sor Presa. Sus personajes los encontraba en los barcos que llegaban al Callao; para eso, lo primero que hacía era buscar la lista de los pasajeros, allí encontraba a la mayoría, pues nunca faltaba que se hospedara en el Bolívar “un pianista tal, un polista cual o una actriz fulana”.
Referencias
Sara Beatriz Guardia. Angela Ramos. Volviendo a darle vida a todos esos rostros inolvidables.
Gonzalo Bulnes Mallea. Vallejo & Barranco.
——————————–. José Carlos Mariátegui & Barranco.
Antonia Moreno de Cáceres. Recuerdos de la Campaña de la Breña.
*(Perú, 1957). Aficionada a la Historia y a la investigación en temas sobre el presidente peruano Augusto B. Leguía.