Por Ignacio Salinas*
Crédito de la foto www.filmaffinity.com
Sobre Akira (1988),
película de Katsuhiro Ôtomo
Akira es una película kinésica, pero no solo por sus animaciones. Akira es movimiento puro de vectores, de violencia extrema, de trama rauda y frenética, de ciudades laberínticas de neón y de carreras de pandillas motorizadas. Es una vorágine de la vida baja, de la lucha de clases, de poderes telequinéticos, de ambición y de un cierto tipo de asco visual y social que solo la animación japonesa puede retratar.
Son contados los momentos en que uno puede detenerse, tomar aire, y rebobinar lo que acaba de suceder. Quizás por ello pueda ser necesaria una segunda mirada o una lectura del manga de Katsuhiro Ôtomo, quien también dirige esta adaptación. El hecho de que sea el propio creador de la historia el que la lleve a la pantalla grande puede ayudarnos a comprender las razones por las que decide indagar poco en la historia. Ôtomo nos invita a cuestionarnos la trama y nos lanza de frente a la fosa con los leones. Debemos atar cabos con las pistas no intencionadas que sueltan los protagonistas, casi tan ignorantes como nosotros de lo que está ocurriendo en una realdad alternativa de la Tokio futurista. Somos detectives y Akira es una cinta que debe ser analizada en su propio contexto. Nosotros debemos servirnos de todas las herramientas que tenemos a nuestro alcance para comprender la historia y armar el rompecabezas, sin distraernos (o quizás un poco) con el kinética visual que se propone.
No es desconocido el impacto que generó la película en su estreno ni su envergadura como un suceso filmográfico reciente, tanto así que hoy es usualmente citada como la piedra angular del anime. La razón puede ser la siguiente. La cinta es un fino y constante juego a dos niveles: el objetivo y el subjetivo. En el primero siempre salta a la vista lo evidente: Neo-Tokyo y sus luchas, las revueltas, los grupos terroristas, los funcionarios corruptos y el grupo de muchachos rechazados por la sociedad. La visión de Ôtomo para capturar la paradoja de una ciudad moderna pero moralmente decadente es exquisita, permitiéndose el tiempo necesario para mostrar cada detalle. En términos lisamente técnicos, la animación es magnífica y refleja perfectamente la vida precaria de la metrópoli, robusteciendo la eterna teoría de que la modernidad sin cuestionamientos conlleva a la perdición de la esencia de los pueblos.
Del lado subjetivo, el asunto es un poco más complejo y, por eso, más rico. Akira es una película que trasciende su propia imagen. La dificultad de comprender este lado subjetivo radica en que, en un inicio, no hay conexiones aparentes en la trama. La historia avanza mientras nos mantenemos dentro de un velo de ignorancia. Muchas preguntas surgen y, al final, pocas respuestas quedan claras. Eso sería un problema en otras películas, pero en Akira la ambigüedad es un complemento de la historia. Me atrevo a decir, en todo caso, que los elementos sobrenaturales no parecen ajenos y se introducen de manera orgánica. Hay un peligro latente y constante en la película, un sentimiento de que todo puede estallar sin explicación aparente, un sentimiento de que la realidad es como la describe Ôtomo: súbita.
La película narra una historia más grande que ella misma. Akira es sobre el origen y la muerte de los universos. Es ―y esto lo digo en el mejor de los sentidos― un pajazo cósmico. Curiosamente, los personajes centrales que gatillan los hechos son insignificantes en comparación. Allí también la película trabaja en dos niveles: el de la vida común dentro de una distopía y el de los acontecimientos escatológicos y místicos que la definen. Por su dualidad, acción desenfrenada, filosofía, tecnología y muchísima sangre Akira es una de las obras más importantes del cine animado.
*(Lima-Perú, 1997). Licenciado en Derecho por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Lee, escribe y vive pendiente de las rimas internas en las sentencias y demandas de diversos juzgados e instancias. Le gusta el cine y espera pronto llevar a cabo una película utópica surrealista basada en una realidad peruana atenuada, para no agobiar al espectador. Insiste en que el celuloide es un espejo y toma prestada aquella sensible idea de un famoso crítico de que los proyectores son máquinas empáticas.