Silvio Mattoni: Escribo para soportar la vida

“Escribo para soportar la vida.” Una entrevista a Silvio Mattoni
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Por: Enrique Solinas
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Mattoni Básico
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Es una de las voces ineludibles en el panorama de la poesía argentina contemporánea. Nació en la Provincia de Córdoba, Argentina, en 1969. Ha demostrado que no es necesario viajar a la Capital del país para ser escuchado, sino que su camino fue construido sobre la base de buena literatura, gracias a un estilo absolutamente personal. Es poeta, traductor, ensayista, investigador y profesor universitario de amplia y prolífica actividad. Tradujo a Henri Michaux, Francis Ponge, Catulo, Marguerite Duras, Diderot, Mario Luzi, Georges Bataille, Cesare Pavese y Pascal Quignard. En 1999 obtuvo el Primer Premio Nacional de Poesía Enrique Pezzoni, en 2004, la Beca Guggenheim, y el Primer Premio de Ensayo del Fondo Nacional de las Artes, Argentina, en 2007 y en 2011.
Ha publicado en poesía, entre otros, El bizantino (Alción, Córdoba, 1994), Tres poemas dramáticos (Alción, Córdoba, 1995), Sagitario (Alción, Córdoba, 1998), El país de las larvas (Paradiso, Buenos Aires, 2001) Poemas sentimentales (Siesta, Buenos Aires, 2005), La chica del volcán (Alción, Córdoba, 2010), La pieza de los chicos (Ruinas Circulares, Buenos Aires, 2013), Peluquería masculina (Ediciones Vox, Bahía Blanca, 2013). En ensayo, Koré (Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 2000), El presente (Alción, Córdoba, 2008), Bataille. Una introducción (Quadrata/Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 2011) y Camino de agua (El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2013).
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1. ¿Cómo fue tu primer encuentro con la literatura y cómo te diste cuenta de que se trataba de una vocación?
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Los libros estuvieron siempre. Apenas empecé a leer se volvieron una costumbre. Al principio, leía muchas novelas de aventuras, después cuentos, evité la poesía hasta el comienzo de la adolescencia. Pero si el encuentro con la literatura debía ser una vocación (palabra incómoda tal vez), entonces diría que empecé a imitar lo que me causaban los libros casi en la infancia. Intenté cuentos a los diez, poemas a los trece. Ya entonces no pensé en otra cosa que en escribir, vivir para escribir. Me parecía la única respuesta, ciertamente infantil, a la idea insoportable de mi muerte. Aunque quizás sólo era la primera evasión, escribir, las primeras inyecciones de la droga más terrible que tomamos en soledad, como decía Baudelaire, nosotros mismos.
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2. ¿Por qué la poesía y por qué el ensayo?
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La poesía me permite imaginar la vida, el ensayo reflexiona sobre esa ilusión y la sostiene. Pero si la pregunta se refiere a los géneros, diría que el abandono de lo narrativo, que intenté casi hasta los veintipico, con cuentos y una novelita terminados, fue una sustitución de objetos. Ahora cuento en versos y me guardo la ironía de la prosa para el ensayo. Sin embargo, un largo diario que empecé hace un par de años anuncia los retornos incansables de lo novelesco reprimido, que en mí es originario: mi primer héroe de niño fue Joyce, no Mallarmé, y en Argentina, Borges, casi el único escritor local que conocía entonces.
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3. ¿Cómo se compone tu universo poético personal?
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De anécdotas y autobiografía desde el año 2000. Antes tenía incluso dioses, voces de muertos, teatros de fantasmas. Ahora soy casi realista, salvo por la obsesión rítmica, pero detrás de la historia personal, más allá de mi vida, mi familia, los amigos y la ciudad en la que suelo estar siempre, se esconden figuras antiguas. Recibo un reclamo por sms y pienso en Propercio. Operan a mi hijo menor y pienso en Baudelaire, quien a su vez camina por una demolición de París y piensa en Troya. Veo un cuerpo que me estimula sexualmente y me acuerdo del nene con alas que ahora es un adorno kitsch. No tengo “universo poético” tal vez, tengo una posición simbólica frente a todo.
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4. ¿Cómo influye tu formación académica en tu producción literaria?
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De ninguna manera. Llegué “formado” a la universidad. Ya había leído Foucault, Lévi-Strauss y Deleuze (pavadas para chicos) en mi casa durante el secundario, y en el colegio traducíamos a Horacio y a Cicerón. Es más, nunca entendí y todavía no entiendo por qué los profesores universitarios en general (hay excepciones, claro, de otro modo no podría sobrevivir allí adentro) son tan negados para la distinción de la literatura. Me sorprendió al ingresar ahí que nadie había leído demasiado y que la poesía les quemaba en las manos. La única influencia que tuve y que se puede llamar “académica”, de paseos por el campus y sus jardines, fueron los amigos, que leían otros libros con los que compartimos el gran debate: ¿qué escribiremos?
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5. Sos uno de los poetas más representativos de la promoción de los ’90 en Argentina. Tu poesía expresa en su discurso los temas, intereses y preocupaciones de esa promoción. ¿Cómo percibís la recepción de tu obra por parte de los más jóvenes?
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Las dos primeras afirmaciones son un malentendido, si no un error histórico, acaso una perspectiva que ahora se impone desde lejos. La poesía de los 90, Gambarotta, Cucurto, Wittner, es descriptiva, observacional, a veces política, no sé. Pero yo en esa década pensaba en griegos y en románticos ingleses y hasta me lanzaba de cabeza al mar de los endecasílabos. Sólo una lectura muy a posteriori, muy sociológica, podría ver en algunos temas de mis poemas dramáticos y narrativos cierto aire de época. Claro que me gustan los poetas que nombré, pero aprendí a leerlos después. En los 90 no había internet, o casi. Y en cuanto a los jóvenes, no he visto más recepción (y si algo me hace dudar es ese fantasma “receptor” que no me interesa en absoluto) que alguna charla tras una lectura. Por ahí alguien replica algún poema en la red. Creo que gusta lo sentimental, el lado cursi de animalitos, niñitos, de amores enfáticos, todas cuestiones poco noventistas (salvo en las chicas que habría que leer de nuevo, a todas las que publicaron entonces y lo siguieron haciendo después).
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6. ¿Para qué escribís y para quién?
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¡Qué pregunta más sartreana! No para cambiar el mundo, por supuesto. Aunque quizás una lentísima revolución de las costumbres se dé tanto en la poesía como en su acompañante masivo, su amante secreto, me refiero a la Moda. Escribo casi con seguridad para registrar lo que pasa, que no puede ser otra cosa que eso que me pasa y me sobrepasa a veces. Escribo para soportar la vida. Y para que mis hijos tengan un álbum de versos, aparte de las evanescentes fotos. Para ellos, entonces. Pero como en ellos se incluyen todos los chicos por venir, todos los poetas de la mitad del siglo XXI y más allá, entonces mando cartas a ese mar lejano, a veces. En el presente, escribo para los otros que escriben y a los que leo, para los amigos de todas las edades.
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7. ¿Cuál es tu mirada sobre la poesía argentina contemporánea?
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Es un momento extraordinario. Aunque todas las épocas se habrán sentido así. Hay muchos poetas jóvenes que deslumbran, que toman lo mejor del relato en verso y lo más emocionante del instante privilegiado, que van de metonimia a metáfora con gracia. Nacen y nacen. Y los de mi edad me encantan, sin poses, con atención, con oído, dan vuelta el género y lo abren al resto de la literatura y el habla. No obstante, también lo extraordinario es la lectura actual del pasado, es el apasionamiento por los libros perdidos y recuperados. Como decía Baudelaire (que de nuevo se me aparece), no tenemos derecho a despreciar el presente. Ahora diría que no hay derecho a despreciar el pasado, que no siente siquiera el desdén, por un apego a la vaguedad y a la falta de formas. Por eso hace poco leí sorprendido a una poeta de veinte que escondía versos medidos en sus historias amorosas de chica en busca de momentos plenos.
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8. ¿Nunca intentaste hacer narrativa?
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Sí, ya lo mencioné. Tenía un libro de cuentos a los veinte y una novela breve a los veinticuatro. Ambas cosas estuvieron a punto de publicarse en los 90, pero me parecieron algo malogradas. Y las cajoneé. Ahora me parece agotador el esfuerzo de pensar en prosas demasiado extensas. Quizás el diario, la crónica, algo así, en un futuro, ¿quién sabe?
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9. Actualmente, ¿en qué estás trabajando?
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Hay trabajo y hay gasto. Por el lado del trabajo, voy a traducir una novela de Sade y hacerle un prólogo para una colección de rarezas de una editorial porteña. Por el lado del disfrute pero con algo de aplicación, armé un libro de ensayos sobre temas filosóficos, que fui escribiendo por sugerencias o encargos, y que se editará en Chile este año. Por el lado del puro gasto, del tiempo perdido, escribo unos poemas que cuentan historias personales o familiares, de cierta extensión, donde hay viajes y breves escenas, pero que tienen todos en común las citas de algunas letras de canciones pop o folk de distintos idiomas. Se va a llamar La edad de los sonidos, creo. Entre el trabajo y la alegría, planeo un libro de ensayos sobre poetas mujeres de mi generación, sobre las que escribí ya varios textos, y que se llamaría (aunque no sé si la ironía será apreciada y por ende conservada) Las chicas de mi edad.
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10. ¿Tres palabras con las cuales puedas definir tu obra?
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Teatro, Cuento, Ritmo.
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ASÍ ESCRIBE SILVIO MATTONI
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Bebé dormida
Oigo el canto de pájaros borrachos
en la tórrida siesta. ¿Qué me ata
a la pieza donde inclino mi cuerpo
y mancho la blancura del papel
indefenso? Podría ser la niña
que duerme custodiada por un guardia.
No intento una sonrisa hasta que veo
esos ojos rasgados y sin foco:
el gesto tiene un cúmulo de instantes
y de palabras que no están en ella.
Si quisiera escaparme de mi ruido,
¿hallaré tu silencio? Está temblando
mi sombra azul al ver
tenues dedos prensiles en el pecho
colmado de humor blanco, receloso.
¿Me resisto a escribir en esas aguas
para labios sedientos de otro oxígeno
cuando mi cuerpo no lo necesite?
Un hilo de su nombre trae un mensaje
en nudos sólo al tacto perceptibles.
Estiro el brazo, mi mano roza blandas
superficies de piel. En un gemido
siento canciones de países nuevos
y aún desconocidos. ¿Cuándo esa voz
me llevará guiado por tus notas
hasta una risa de ninfas perpetuas?
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discusión
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Dejá que vuelva atrás, hacia tu tiempo,
cuando eras la única niña en la casa
y te reíste mirando las hiedras
coloridas del piso. Corrías, libre al fin
de los departamentos, techos bajos
para tus charlas de notas agudas:
“soy la primera sentada en la mesa,
pero ya vienen más, ya vienen otras
a disputar las huellas del instante”.
Así escuchaste, recibiste todo
con alegría. Hasta perder sentido
tus lágrimas no ablandan la protesta
–¿estás enamorada del amor
materno?– caída boca abajo
sobre la cama. ¡Qué rápido empezaste
a observar la memoria, a combatir
con lo que no serás! Vamos, Francisca,
¿buscaste lo que siempre estará unido
abajo, al fondo, en la pileta tibia
brillando sobre tu cuerpo invencible?
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Filosofía infantil
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Y también somos animales, solos
con el cuerpo gastándose en secreto
como un cubo de hielo. ¿O un pedazo
de combustible semisólido, cera
de una vela que trajo alguna madre
y no supo esconder de la fogata
que nunca termina? Cuarzo o papel
o las mágicas ondas del espacio,
semen o sangre, óvulos que deciden
servir o derrocharse: nada es polvo
y en él nadamos cuando aún no éramos.
¿Qué harán con el cadáver de su “amada”
mascota anglofrancesa? No hablaré
de la noche y la mugre que se posan
en telarañas, rincones, macetas,
las ocho patas que se están secando
sin haber caminado más de un metro.
Gritá, gritá, Angelina, gritá ahora,
que el infame vacío no parezca
una trompa triunfante, que no muestre
ese gran hueco atrás de las palabras.
¿O sí? Mirémoslo, mientras podamos
aguantar su calor. ¿Somos la luz
de la constante y pútrida materia?
Decímelo, Angelina, cómo fue
que aprendimos a hablar
y fabricamos tiempo
para morir llorando a cada instante.
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historia natural
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                            I
Era el fin de semana, me acostaba
tarde y en la noche un chillido
sonaba encima, arriba. ¿Qué
podía ser? Seguimos escuchándolo
al otro día. ¿Un pájaro, un murciélago,
el viejo emblema de la ambición
desmedida? Después de todo, no era
más que una rata alada. En la segunda
noche debí admitir que era un gatito,
acaso tan pequeño que su tórax
de mamífero abandonado no llegaba
a hacer resonar el llanto. ¿Iba a morir
sin que yo hiciera nada? Con desgano,
había subido al techo, no veía
ningún hueco que explicara la innegable
presencia del animal sobre el cielorraso
de la habitación. Dormí solo, ella
no podía aguantar aquel quejido
intermitente y que me daba sobresaltos
con cada interrupción. ¿Estaría muerto
ya? Un maullido agudo, como de lucha
del ínfimo felino con la sombra
implacable, me despierta y respiro
aliviado cruelmente porque aún
eso allá arriba estaba vivo. Era difícil
sostenerse impasible, los filósofos
se aplican ellos mismos la tortura
de cuidarse. Entre dormido y soñando,
pero como si anotara la frase, oí
la voz de uno, rockero, que inducía:
“aprendé a ser duro niño-esposo”, y yo
me negaba a volverme lo que era:
un disciplinador de animales y niñas.
Finalmente, vino un tipo más real,
con herramientas, que levantó el techo
de cinc y encontró al gato:
un color leonado y una cara flaca
que desmentía su especie, los ojos
me miraban, celestes, ¿me decían
que era pura vanidad abandonarse
a la creencia de que entre uno y otro
no había más que indiferencia? ¿Cómo
había llegado ahí y había sobrevivido
dos noches solo, sin comer, un lactante
como el que todos fuimos? Desatendí
el llamado, postergué el rescate, pero
al fin te vi, te buscamos un exilio
más dichoso. Apenas el contacto de la piel
calmaba tu graznido de pájaro con pelo.
Antes, al escucharte dos noches en un sueño
entrecortado, sentí ya el chorro
de algo que se niega a darse por muerto
y entre la sombra indiferente brota
hacia el sueño aún caliente de otras vidas.
Desde tu pesadilla abandonada, gatito, viniste
y otra vez me di cuenta de que somos
un mismo hilo de espasmos en lo oscuro
donde cazamos, copulamos y buscamos
hasta el último día lo que no tenemos.
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                              II
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Cuando mis hijas se levantan, saludan
con alegría al gato, que dormía
en un exceso de profundidad.
Abría los ojos apenas, se acurrucaba
en la falda de Angelina (4 años):
“Nunca lo olvidaré, cuando sea grande,
al gatito”, me dijo mirándome
como un oráculo del pánico.
Traté de darle leche, de ver si podía
caminar. A la siesta, mientras ellas
estaban en la escuela, adiviné
sin quererlo aceptar la vanidad
de cualquier esfuerzo. Cabías, dios
egipcio y diminuto, en la palma
de mi mano. Pero habías dejado
de quejarte. Te apagabas. Tu pelo
flamígero se iba a extinguir.
Tras dos noches de llanto sin descanso,
viste la luz del día, sentiste
que las escasas gotas de piedad
humana no te alcanzarían y entonces
te hundiste solo y silencioso adentro
de la laguna fría. Una llamada
a la veterinaria nos informa
que unos 15 centímetros de gato
y unos pocos gramos habían muerto
por hipotermia. Todavía me duele
la idea fantasmal de no haberte dado
una bienvenida un poco más cálida.
La vida que tuviste: unas semanas
de leche y abrigo, dos noches negras
y encerradas, cinco días de saberse
en camino a la muerte. Y exagero
una conciencia en vos, porque ningún
otro animal que yo podría preguntarse
si valió la pena que nacieras y enseguida
contestar con la frase: “nunca
te olvidarán, gatito alado, efímero”.
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El escudo de Vulcano
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Pedí un escudo en que aparezca todo
el futuro: los cuerpos en relieve
movidos por el deseo de ser.
¿Podremos escondernos del final
tan fácilmente cuando ese inexorable
desgaste nos prive del aliento?
Pedí a las palabras la memoria
de besos ingrávidos. Absorbamos
la gravidez del presente, figuras
grabadas con destreza negligente
y no elegidas. Aunque sea imposible
protegerse de la muerte y seamos
vanas formas de la materia, igual
pudimos inventar huellas, alcanzamos
a fijar puntos en medio de la nada.
¿Qué son el sol, la tierra, el cielo,
el mar, la luna llena, los brillitos
blancos de las estrellas? Ni siquiera
incisiones. Pero vos, que pediste
la obra sin orfebre del linaje, salís
en un sentido, flecha amable que indica
una sola mano. Si tus brazos y piernas
de nieve me tocan, un fuego conocido
se funde en mí, como leve corriente
que vibra en un continuo sin imagen.
Pedí lo que quieras, a los potentes golpes
o al suave martilleo del ritmo de los versos,
y entonces grabaré nuestro escudito
aun sin saber los hechos, por placer.
Y comeremos un íntimo banquete
encima de ese círculo esculpido, asombrados
por la gloria y los destinos de los hijos
de nuestros hijos. Pedí que haya dolor
y alegría, espuma viva en la silueta
de sus cuerpitos. Somos sus nombres secretos
impresos con tus dedos y mis dedos
en el metal dulce. Ninguna letra
se dibuja en el regalo que prosigue
desplegándose. Sólo en un ángulo
ves la constelación del dios obrero
que fue un hijo indeseado y que por eso
labra rengueando el oro del linaje.
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