La pieza de los chicos
Filosofía infantil
Y también somos animales, solos
con el cuerpo gastándose en secreto
como un cubo de hielo. ¿O un pedazo
de combustible semisólido, cera
de una vela que trajo alguna madre
y no supo esconder de la fogata
que nunca termina? Cuarzo o papel
o las mágicas ondas del espacio,
semen o sangre, óvulos que deciden
servir o derrocharse: nada es polvo
y en él nadamos cuando aún no éramos.
¿Qué harán con el cadáver de su “amada”
mascota anglofrancesa? No hablaré
de la noche y la mugre que se posan
en telarañas, rincones, macetas,
las ocho patas que se están secando
sin haber caminado más de un metro.
Gritá, gritá, Angelina, gritá ahora,
que el infame vacío no parezca
una trompa triunfante, que no muestre
ese gran hueco atrás de las palabras.
¿O sí? Mirémoslo, mientras podamos
aguantar su calor. ¿Somos la luz
de la constante y pútrida materia?
Decímelo, Angelina, cómo fue
que aprendimos a hablar
y fabricamos tiempo
para morir llorando a cada instante.
Canción
Te lo cuento a vos, poema, no tengo
nadie más con quien hablar. Recién
venía en el auto con mi hija, camino
a su clase de gimnasia, y en la radio
pasaban una canción bastante triste
y tal vez cursi, pero que a esa hora
de la mañana en invierno, bajo un cielo
perfecto, límpido, parecía acercarse
verso a verso a una clase de verdad
que podía anunciar el fin de todo
lo que yo todavía era o soñaba ser.
La canción hablaba de alguien que estaba
tan desesperado que sólo podía
sentarse a suplicar una salvación
imposible, una máquina nueva que bajase
con la caricatura de un dios y transformara
la tragedia en comedia. Pero entonces,
¿no podía caerme también una desgracia
a mí, que tanto tenía que perder,
tanta felicidad amontonada? Y pensé,
como un hipócrita Baudelaire, en los vencidos,
en lo que cualquiera termina siendo;
y una metáfora prosaica, una analogía
entre el dolor de existir y la ropa fallada
de las boutiques baratas, le hizo soltar
una leve carcajada a Francisca, ahí
al lado mío, con sus catorce años
que no imaginan ningún sufrimiento
irremediable ni aceptan las efusiones
porque saben que la solución no llega
en forma de consuelo o queja. Tenía
razón ella en reírse. ¿Por qué yo
sentí que en la canción se estaba yendo
un momento que no volvería? ¿Por qué
tuve que juntar fuerzas y ponerme una máscara
para enfrentar el día? Si no fuese
tan materialista que ya no creo, poema,
ni siquiera en vos, hubiera planeado
vestirme de mujer y tejer a crochet
como Hércules para que mi vida común
y jovial no despertara la envidia
de los dioses, que no existen. Al menos
seré un burócrata confuso en una cápsula
varios días por semana, así nadie
pensará en el poeta despreocupado, prolífico,
príncipe cordobés en su torre abolida.
Será un estilo nuevo para el viejo heroísmo
alentado por lo único certero
de esta hora, la risita de mi hija
que crece, está presente y aprendió
a desarmar los sentimentalismos.
Puntos y comas
Los chicos se meten en nuestras charlas
como puntos y comas que recuerdan
nuestra incapacidad para decir
esto que pasa. Lavo una mamadera
con la esponja amarilla y me pregunto
por su efímero uso. ¿No permanece
el rastro de los actos repetidos
en las cosas triviales? ¿No decidí una vez
en su bifurcación que sí quería
ser como soy, ocuparme un poco
de otros, no buscar siempre mi propia
destrucción? Mientras enrosco la tetina,
hierve el agua, dejo silbar la pava
unos segundos, en honor a la obsesión
de los gérmenes, aunque sé que nada
los suprime del todo. No parece
que haya motivos para estar ansioso,
pero en la calma, más allá, en una orilla
imaginaria, desembarcan, se asientan
tenaces invasores. Aguantarán diez años
o más, hasta una noche que no apunte
a ningún día cuando me obsequien el caballo
de madera, que me dirá: “¡Salí,
salí, perdete en el goce, en el retorno
de otra rutina!” Entonces vuelvo corriendo
a encerrarme y abrazo a nuestros chicos
que ponen punto y coma a la repetición
y marcan el sentido de la flecha
involuntaria. Las cosas claras no duran,
pasan las mamaderas, los pañales,
pero los actos que no recordarán
quedan en mí. Y aunque no me disculpan
del grito que proviene de mi guerra,
valdrán más que las palabras de un poema.
Carta
“Querido Ratón Pérez:
Le escribo esta carta
para informarle que el día lunes
12 de octubre se me cayó
mi primera muela y la he perdido.
Espero que la haya encontrado
y guardado, ya que es muy importante
para mí porque, como ya he mencionado,
es la primera muela que se me salió.”
Y firma. ¿Serán imprescindibles
estos pequeños mitos incluso cuando
la edad nos dice que pasaron
los años de creer? O al revés, nunca
hemos creído. Hijita, la lágrima
y la risa de tu eficacia, tu claridad
tratan de aliviar al padre incrédulo.
¿A quién se dirigen mis cartas cada día?
¿Por cuánto tiempo más seguiría
enviándolas si de verdad no hubiera
nada en el sentido? Como vos, Margarita,
sé que no existen las monedas secretas,
que gastar no es perder. ¿Escribiremos
todavía una carta que no se cambie
por nada? Pasan los mensajeros cotidianos
de noche, en puntas de pie, y se llevan
tus dientes blancos para hacer collares
o juguetes de marfil para sus crías ínfimas.
Hacen un ruido sordo que se confunde a veces
con tu respiración resfriada del invierno
o el suspiro sofocado de calor. Se van
con los poemas a cuestas para envolver
las piezas preciosas y encender después
un fuego subterráneo. Soy ahora
un otro que no cree ya en sí mismo
pero miro a la gente pasando pensativa
y no hay nadie como vos que pueda
escribir una carta tan precisa.
La música y la carne
Había que bajar la vista: cantaban
pero casi gemían personas raras, habitantes
de un desierto ignorado por nosotros.
Esperábamos que nuestros hijos, al amparo
de refugios antiguos, frágiles ya,
tocaran sus instrumentos de madera, arduos,
que viajan cinco siglos en un abrir
de ojos. Pero entre las cuerdas y los niños
irrumpían los sintetizadores baratos, voces
sin adiestrar que lamentaban sus vidas,
los lesionados, los dañados, los moribundos
aunque alejados de toda pobreza real, o sea
aletargados antes del fin en un poco de plata
que nunca significa, que es la nada
de significar. La violonchelista (8 años)
y el violinista (11) no parecían afectados
por la vergüenza de una señora temblona
que se olvidaba de morirse y desafinaba
boleros, ni hablemos de canzonettas
amorosas. ¿Y no descendían sus cuerditas
de una mítica, desgraciadamente hermética,
lira? ¿Y no bajaban ellos, de golpe, dando
roces de arco, deslizándose, hasta acá
en nuestro presente? Los hermanos menores
se agitaban entre el público, se oponían
a toda indiferencia y animaban a los gritos
la concentración necesaria, la matemática
de los mayores. Si pudiera traducir
en palabras aquella división
del mundo, la fe de los instrumentistas
sería una oda a los hermanitos admiradores
que diría: “Galileo y Leonardo, chicos sabios,
cuando están en sus casas hacen cosas notables.
Con las manos rotan juguetes enormes
o minúsculos, igual de cuidadosamente,
y a veces matan la atención requerida
rompiéndolos o tirándolos lejos como quien
abandona la presa ya inmóvil. Pero muchas
otras veces nos traen, palpitantes,
sus tesoros de plástico, besados, sin nombre.
Sus caras serias provocan el asombro
general y tienen tías que se ríen
por la velocidad de sus pasitos.”
Esto oímos, y estábamos a salvo,
al parecer, de la carne que muere a cada instante,
sólo teníamos orejas para los que crecen. }
Grande y chico
–Papá, ¿sabés qué me pasó en el sueño?
–¿Qué te pasó en el sueño?
–El hombre me atrapó.
–¿Qué hombre?
–El hombre del sueño.
–¿Y quién era?
–No sé. (Pausa.) Era un fantasma.
–Los fantasmas no existen.
–Sí, yo vi uno.
–¿Cómo era?
–Grande, muy grande.
Un metro de altura y tres años de edad:
malas condiciones para el escepticismo
que dirá “nada existe y si los sueños
existieran, no los recordaríamos
y si un recuerdo llegara a existir,
no podríamos transmitirlo”. Sólo un miedo
menor, que le da risa justo ahora
porque al contarlo ya empieza a descontar
su causa. Días después, mirando
el fondo de su vaso vacío de vidrio,
descubrirá las leyes de la óptica.
Galileo dirá: “¡El abuelo se ve
más chiquito!” Y quizá el hombre del sueño
había muerto cuatrocientos años
antes de su presencia en mi hijo, un nombre,
simple nombre que hace hablar al mutismo
de imágenes de cosas y frases enfrascadas
en el pasado, en ese sueño que de pronto
se mueve, como un nene que cruzara
en medio de la noche hacia la luz del baño
sin hacer ningún ruido perceptible.
Galileo da clase
“Antes, vos vivías con tu mamá y ella
–su madre– vivía en casa de su mamá.
Y no sabían nada, no conocían
la manera de agarrar un grillo y ponerlo
en un frasco, ni qué comen los grillos.
Después se juntaron, y supieron, ahora saben
porque estoy yo, porque yo sé que un grillo come
zanahoria rallada, hojas de lechuga o rúcula
y puede vivir una semana en un frasco de vidrio
moviendo apenas sus antenas y muy poco sus patas.”
Así nos habló nuestro hijo que sabe
que el saber no se alcanza, que no es
leer sino dibujar letras grandes
con todo lo que se escucha y se repite,
e iba pensando mientras enlazaba
sus frases, el origen de saberse nacido,
en las causas, en las subordinadas,
donde el final justifica el comienzo.
Y aún faltaba un trimestre para su cuarto año.
Balbuceo
¡Cuánta alegría y risa que le dan sus hermanas!
Viene una y lo alza, viene otra y lo abraza,
llega la número tres y le baila
hasta que el bebé rey larga una carcajada.
Pasan días y meses, su cuerpo suena
como una orquesta de apagados y encendidos,
ya modula tres sílabas del idioma
que lo envuelve. Cuando todas discuten
indefinida y estentóreamente,
grita, crispa los puñitos, estrangula
un patito de plástico o un auto
cuyas ruedas aún no conocen el piso.
Pero enseguida sonríe, pareciera
saber que no hay peleas, que la casa
vive en el cotilleo burbujeante
y que el padre barítono se calla
para pensar retruécanos, reducciones
al absurdo de todos los trabajos
excepto cocinar. Galileo silabea
para medir un verso: “ta-ta, ta-ta”.
¿Está pensando ya, escribiendo en el aire
de su mente en progreso la experiencia
que nunca se recuerda? Acaso ahora
el unánime festejo que despierta
lo está llevando al habla, al mismo tiempo
que ejercita sus músculos y busca
en el horizonte la expedición
de chicas que vienen a levantar el sitio,
sacarlo del corral y estimular su vértigo.
Silvio Mattoni (Córdoba, 1969) Ha publicado libros como El bizantino (1994), Canéforas (2000) Y Poemas sentimentales (2005). Tradujo a Henri Michaux, Francis Ponge, Catulo, Marguerite Duras, Diderot, Mario Luzi, Georges Bataille, Cesare Pavese, Pascal Quignard, Louis-René des Forêts, Yves Bonnefoy y Robert Marteau, entre otros. Los textos que presentamos pertenecen al volumen La pieza de los chicos.