Sílabas-arpones para encallar la costumbre. La poesía de Francesco Benozzo

 

Por Chiara De Luca

Traducción por Mario Pera

Crédito de la foto

 

 

Sílabas-arpones para encallar la costumbre.

La poesía de Francesco Benozzo

 

 

“Recuerden llevar un libro de Francesco Benozzo* si son dirigidos a la guillotina», escribe Sarah Tardino en su ensayo Di boschi e di marine (‘Sobre bosques y marinas’). “Figúrate si lo olvido”, piensa sonriendo el lector de Benozzo –generalmente un Benozzo-addicted– en su choza, acariciando la copia que ha posado sobre la mesilla de noche, Para leer por la mañana y por la noche (B. Brecht), para prepararse para la cotidiana batalla en defensa del pensamiento, y de su encarnación en la roca dura de palabra: corroída, bombardeada, desmigajada cada día con violencia de quién la querría desnuda de todo su posible sentido.

¿Pero quién es Benozzo? Simple: la persona que se te ocurre cuando te hacen la insidiosa pregunta: ¿qué es un poeta? ¡Pues Benozzo es un bandolero! Uno que no pertenece a ninguna escuela, a ninguna línea, a ninguna agrupación. Uno que se tiene explícitamente fuera de todos los círculos poéticos oficiales. Todavía “soy un poeta en carne y huesos / que sobrevive apenas entre los suyos parecidos, / bípedos que lamen vidrios desmigajados / cíclicamente enamorándose entre ellos / compartiendo fatuas migraciones / / Desde dos millones de años hombres-rebaño / se mueve en manada homo entre los homínidos / desde dos millones de años esqueletos y voces / sobrevive lejos de las estrellas.” Benozzo escribe en Helechos en revuelta. Un poeta en carne y huesos, pues, una verdadera amenaza, un hombre que resiste trepado a las rocas, con los ojos agarrados a las estrellas. Wanted. Un fugitivo, un hombre buscado por los lectores que tienen el paladar fino, a los que los subrogados de la poesía dejan pasar hambre, que vagan en el hipermercado editorial olfateando una comida de poesía sustanciosa.

El poeta es uno de los hombres a los que el sistema pone un coto para que sean enseguida silenciados. Porque hoy la poesía tiene que ser gastable, comprensible, pegadiza, comible. Hay que beberla con la tapa y dos cacahuates. En un tiempo en que también las almirantes editoriales alistan sobre lo social las nuevas voces por quiénes apostar, basándose sobre el nombre del like y corazones, en un tiempo en que el nivel de comprensión medio baja cada día más y se lee siempre menos, la poesía tiene que parar de ser poesía, tiene que parar de ser: palabra dura rescatada del naufragio de la lengua, música de los continentes, armonía de las esferas, síntesis de las eras, precioso resto que revuelves entre tus manos por horas. Y el poeta tiene que ser indiscriminadamente sociable, o peor, social. De otro modo, es sospechoso.

Sin embargo, Benozzo sobrevive al naufragio y huye de la captura: como un oxímoron viviente, la poesía vaga tramposa en la academia y construye su pequeña choza con todo un barro de fatiga, piedras de palabras, ramitas de notas, restos de experiencia, restantes de esperanza, guano de dolor. Porque más allá de poeta, Benozzo también es un fino pensador, un filósofo anárquico original, un estudioso de filología románica entregado a su personal búsqueda atrevida e innovadora.
Y más allá de un bandolero, un fugitivo, un investigador y un buscador de palabras, Benozzo incluso es un contumaz. No lo puedes encuadrar: te evita a toda costa. Porque tampoco entra en el fácil estereotipo del poeta retirado, neutralizado, prisionero en su celda fuera del mundo. Todo otro: el “hombre-de-las-fronteras” cruza constantemente las fronteras de nuestro país para dar sus conciertos, congresos y prestigiosas condecoraciones. Y sobre todo las cruza su palabra. El hombre-de-las-fronteras fue presentado como candidato al Premio Nobel de Literatura en 2015 y en los últimos dos años ha recibido el favor del jurado popular compuesto por poetas, críticos, periodistas y escritores de todo el mundo.

 

El poeta Francesco Benozzo en su faceta de músico. Crédito de la foto Darío Francesco Pericolosi
El poeta Francesco Benozzo en su faceta de músico.
Crédito de la foto Darío Francesco Pericolosi

Lejos de estar fuera del mundo, Benozzo gira, observa, habla, canta el mundo. “Girará sobre cuatro acordes”, dirían los poetas, todavía convalecientes de la asignación del Nobel de Literatura a Bob Dylan (aunque casi nadie puede esperar escribir un día un poema visionario como Jokerman). Y en cambio Benozzo tiene que exagerar siempre: los instrumentos que ha elegido, el arpa celta y el arpa bardica, no los toca tu compañero de asiento. Y mientras está, Benozzo también se ha convertido en uno de los mejores intérpretes de arpa celta en el mundo. Alguien dice el mejor, pero a Benozzo no le interesa mucho lo que se dice. A Benozzo le interesa escribir, componer tocar, caminar, agarrarse a las rocas. A Benozzo le interesa escuchar en silencio para transcribir la música del mundo, el canto del mar, el quejido del viento, los gritos del silencio. Su poesía existe desde antes de las palabras, existe desde antes de ser puesta sobre papel. No es por nada que Benozzo también es el único autor que haya tenido que esperar para poder publicar. En toda una excepción.

En Italia muchos todavía suponen que no pasó nada, pero en el fondo no nos asombra ni concierne. Si no tienes tierra, no es tan importante ser profeta en tu tierra. La patria del hombre-de-las-fronteras es liminar, a la confluencia entre los mundos –animal, mineral, humano, vegetal– y entre las lenguas. La patria del Poeta está en lo inhabitable de una soledad no compartida, está allá donde las palabras se exfolian y caen en trozos. Está allá donde es necesario recogerlas y reunirlas en una forma nueva y desconocida, hiriéndose las manos a sangre, con los ojos asustados por el frío. La patria de la poesía es un territorio lábil, es una tierra más allá de todas las fronteras: es el esperanto musical.

En el caso de Benozzo no se plantea tampoco el viejo dilema: ¿será de verdad poesía una canción? Porque Benozzo no escribe canciones ni pone en música poemas: siendo poeta, sencillamente, se expresa en palabras que ya contienen su partitura. Luego las canta y las acompaña con su arpa. En Benozzo música y poesía nacen juntas, en el crisol del mar, desde un sonido primordial, al confín entre el canto de las rocas y el lenguaje común, entre civilización y naturaleza, entre silencio y lenguaje. Ciertamente, la suya no es una poesía fácil, comestible, no es enseguida digestible, como no lo son las rocas, como no lo son los detritos que guardan mil sedimentos de palabras y estratificaciones de pensamiento. La de Benozzo no es una poesía de las pequeñas cosas cotidianas, pero se mueve sobre diferentes planos del lenguaje y el sentido, de lo infinitamente grande a lo casi invisible. Es una poesía que renuncia a jugar la carta gastada del amor cortés para ganarse fácilmente al lector, pero no renuncia al amor, que no es dicho pero está en todo: potencia primordial y regeneración. Entonces no encontrarán a mujeres queridas, cantadas y deseadas, ninguna Laura, musa o transeúnte. Sólo “los mordiscos de las amantes perversas / en el vértigo atónito del eclipse.” Almas salvas, es decir solitarias. Encontrarán, por tanto, al amor más alto, más firme y más fuerte. El amor roca y no construcción. No encontrarán las calles de nuestras ciudades y de nuestra vida cotidiana si no por negación, por contraste inconciliable entre el individuo y las “nuevas manadas humanas”, entre esencia y enajenación. Encontrarán la ciudad como un mundo ya sumergido y lejano, cuarto territorio ido, hecho inhabitable, desertificado por la presente ausencia de los humanos. Encontrarán, por tanto, la humanidad que sobrevive y super-vive, la humanidad más verdadera, que no se malvende. Y encontrarán al amor más grande del que ella es capaz: ser continente.

Afrontar los tres poemarios de Francesco Benozzo hasta ahora publicados por Ediciones Kolibris es afrontar un viaje. Pero atención: no vamos partir por una excursión escolar, no les ofreceremos los alcances de una poesía fácil y aprovechable. Benozzo tiene mucha confianza en su lector, en el náufrago que hurga en las palabras perdidas, en la arena de los días. Benozzo nutre con un enorme respeto por su lector y fe en su facultad de comprensión. A su lector Benozzo le pide un esfuerzo, le pide construir con sus manos desnudas una balsa para navegar entre las páginas del libro de su historia. ¿Pero qué lengua hablan los supervivientes? Ciertamente no aquella de los colonizadores, no aquella de los cucos que se han introducido en el nido de la poesía para destruir sus frutos. Los supervivientes al naufragio tienen que reinventar una lengua: “Nada de tectónica, logos, ontología / Los cuentos de la ciencia, las bolas de los filósofos: / es el Appennino afloraciones barbáricas” (Onírico geológico).

 

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Pues hace falta recomenzar desde la desnudez del silencio primigenio, de la barbarie inicial; hace falta buscar leña en las palabras, recoger de la tierra los sílex que sirven para incendiarla y calentarse, es decir comunicar fuera de lo normal, desvestirse con cada superestructura, con cada espera y pretensión. Hace falta construir su choza sin sostenes, de la nada, o del todo que la naturaleza nos ofrece. Hace falta trabajar “las fibras del mar con palabras nuevas” (Onírico geológico), como un náufrago que sacia su sed con agua salada en medio del mar, a millas y millas de distancia de cada ribera. Aquí “las palabras remontan de una agua lapidada, las palabras no bastan más” (S. Quasimodo). Las palabras se han vaciado como conchas abandonadas sobre la playa, dejando descascarar fuera el animal entre las valvas del silencio. Hace falta ordeñar nuevas palabras de las olas, hace falta extraer nuevas palabras de la tierra, como rastreadores hambrientos de sentido. Las palabras restantes son “rocío sobre el vientre”, “rocío de palabras oblicuas e inertes” (Helechos en revuelta), son poca agua para hacer un mar, chispa del incendio a venir. “Entre soñolientas palabras – Homero y Dante – / y sílabas de rocío – blanco vientre – / la única cosa que sé es la poesía.” (Helechos en revuelta).

¿Pero qué es para Benozzo la poesía? ¿Qué si no “sílabas de rocío” que quizás refrescan al náufrago pero ya no bastan para saciar su sed? A una de las preguntas más temida para quien esto escribe, Benozzo contesta sin indecisión: “granizada inesperada que devasta / matanza de ballenas – mar rojo / sílaba-arpones para encallar a la costumbre / helechos en revuelta a las fronteras de las aldeas” (Helechos en revuelta). La poesía es la única cosa cierta, como una roca; sus sílabas no son de rocío, sus sílabas son arpones que encallan en el cetáceo desangrado de la costumbre como los enormes cetáceos “enredados en los bajíos oblicuos” a gritar “versos que en el aire no se sienten” (Onírico geológico).

¿Pero dónde encontrar estas palabras tan duras y agudas, estas palabras despiadadas, estas sílaba-arpones para defenderse ferozmente de la costumbre, para huir de la inmovilidad y del silencio sucio de la enajenación? La respuesta, cada respuesta a cada posible pregunta está en el paisaje, un paisaje inaccesible, duro, difícil, una tierra que debemos leer a ciegas como un braille, mientras el cuerpo se adhiere al terreno, mientras se vuelve uno con él y la oreja es una cueva abierta a la escucha dónde retumba la voz del viento.

La búsqueda de una lengua no es un ejercicio estilístico. Es un recorrido vital, movido por las “ganas de manantiales ocultos”, que te empujan “más allá de los grandes poetas / más allá de las técnicas de los cantores de Eurasia / más allá del vuelo cerrado de los chamanes” (Oníricos geológico). Por eso la poesía no es una lengua para todos, la poesía no baja al valle, no se entrega al flujo para caer. “Custodiar en lugar de difundir” (Onírico geológico). Esta es la llave para comunicar.

¿Cómo hacer? Siendo: “tallado en el silencio de los montes”, mientras que la palabra se arraiga “en los gestos de un Neolítico nunca extinguido.”

Estratificar, antes que simplificar. Imprimirse, antes que asomarse sobre la nada. Desarraigarse para replantarse en otro lugar, en la tierra fértil de un lenguaje inmortal. “No busco nada en los fenómenos del mundo / caminando los paisajes recorro teorías.” Y luego todavía: “fundo con el paso una épica de las mareas” (Onírico geológico). Y la épica refluye sobre la hoja con el recuerdo de la música del mar.

La poesía por Benozzo no ofrece escapes ni fáciles soluciones. La poesía no salva ni redime, no es sacudida ni provoca. La poesía es rendición y abandono, es aceptación de la condición de desterrado en las tierras de una soledad inaccesible y poblada, es pasión que te desloma y por fin te mata: “He perdido fe en versos contra el viento / en la palabra que refunda el mundo, / pero un poeta quiere los versos que lo matan / y un marinero ahogado quiere aquel mar”. (Helechos en revuelta).

 

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¿Pero quién habita la soledad del poeta? ¿Quién escribe con él la partitura de su palabra musical? Nadie. Cada cosa ya está escrita en el paisaje, en una naturaleza dura y a menudo hostil que obliga a encontrar dentro de sí los recursos más extremos. La naturaleza es un gran cuerpo no antropomorfo en espera de ser leído con todos los sentidos. La naturaleza se hace en todo sitio papel y escritura que descifrar: “el canto cava en el aire la misma forma / pero el cielo espera gritos que lo desarraiguen / y la carne busca naciente en la carne” (Onírico geológico); “las antiguas calles son reducidas a jeroglíficos” (Helechos en revuelta); el viento lleno de polen es “la partitura muda de lo que ocurre” (Onírico geológico); “cada haya, cada corriente de hojas / se ha arqueado en los rituales de la aluvión” (Onírico geológico).
Más que cada otra cosa, el poeta escucha el silencio y lo transcribe, traduciendo la palabra atávica inscrita en la roca, las reglas trazadas por los círculos del árbol, por los dibujos de su corteza, por su salto hacia arriba, por su enredo de ramas y por la disposición de las hojas en la majestuosa dignidad de su presencia silenciosa: “pero el verdadero honor lo he aprendido sin hablar / antes de nombrarlo voz y respiración / en la desnuda gramática del árbol / en la lógica anarquista de los derrumbes / en la sintaxis de los fragmentos de orogénesis” (Onírico geológico).
La naturaleza es un enorme cuerpo extraño que nos habla por osmosis, de los “cráneos trastornados y los tendones / del cielo insomne”, que nos habla con sus silencios de “lago que se llena y calla”, “con movimientos erráticos de niebla”, con el 2consuelo indescifrable de las algas” (La choza del náufrago). La naturaleza nos habla con señales, cifras, sonidos y silencios, y en tal modo también nos cuenta de nosotros. Es lo mismo que hace la poesía, choza que el náufrago se construye como amparo para su propia soledad no compartida, día tras día, piedra después de la piedra, sílaba después de la sílaba, rama después de la rama, recuerdo después del recuerdo, para salvar las pocas cosas “familiares” que sobreviven al naufragio.

“buscar el ruido de las cosas”

“sondear voces claras”

“transformar los diques en cables”

“construir una morada insólita”.

 

Esto es lo qué hace la poesía. Hasta que ya no somos capaces de distinguir los confines entre lo humano y el resto del paisaje, hasta que el pensamiento se hace ola que desiste y la piel se desviste del sol que la ha empapado. Hasta que lo humano es insecto encerrado y protegido por el ámbar de la tierra, el arcoíris rojo se vuelve un mastodóntico animal y cada forma imperceptible se vuelve aún más majestuosa después de la rendición al naufragio. Hasta que las estrellas “volvieron a ser preguntas”, (La choza del náufrago), las mismas preguntas a las que el poeta renunció en nombre de la “inaudita verdad de piedra y tallo», de la “resonancia vegetal del diluvio” (Onírico geológico). Incluso la andadura del poeta se vuelve la misma pregunta a la que abdicó.
Este es el momento en que todo se derrite y confunde entre los derrelictos del naufragio y cada amparo cae; es en el momento en que lo humano, el animal y el mineral se compenetran perfectamente, que el hombre-de-las-fronteras va más allá, dónde cada margen es lábil y cada distinción cede, allá dónde no logras y ya no quieres separar “los cielos de aire de los cielos del mar.”

 

 

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(texto en su idioma original, italiano)

 

El poeta y músico Francesco Benozzo
El poeta y músico Francesco Benozzo

 

Sillabe-fiocine per spiaggiare l’abitudine

 

“Ricordate di portare con voi un libro di Francesco Benozzo se siete diretti alla ghigliottina”, scrive Sarah Tardino nel suo saggio Di boschi e di marine. “Figurati se me lo scordo”, pensa sorridendo il lettore di Benozzo –di solito un Benozzo addicted– nella sua capanna, accarezzando la copia che ha posato sul comodino, da leggere ogni mattina e ogni sera, per prepararsi alla quotidiana battaglia in difesa del pensiero, e della sua incarnazione in roccia durissima di parola: erosa, bombardata, sbriciolata ogni giorno con violenza da chi la vorrebbe spogliata di ogni suo possibile senso.

Ma chi è Benozzo? Semplice: la persona che ti viene in mente quando ti pongono l’insidiosa domanda: cos’è un poeta? Dunque Benozzo è un bandito! Uno che non appartiene a nessuna scuola, a nessuna linea, a nessun raggruppamento. Uno che si tiene dichiaratamente fuori da tutti i circoli poetici ufficiali. “Sono ancora un poeta in carne ed ossa”, scrive Benozzo in Felci in rivolta, “che sopravvive a stento tra i suoi simili, / bipedi che leccano vetri sbriciolati / ciclicamente innamorandosi tra loro /condividendo fatue migrazioni // Da due milioni di anni –uomini-gregge–  / si muove in branco homo tra gli ominidi / da due milioni di anni –scheletri e voci– / sopravvive lontano dalle stelle”. Un poeta in carne ed ossa, dunque, una vera minaccia, uno che resiste abbarbicato alle rocce, con gli occhi aggrappati alle stelle. Wanted. Uno ricercato dai lettori dal palato fino, quelli affamati dai surrogati di poesia, che si aggirano nell’ipermercato editoriale fiutando un pasto di poesia sostanziosa. Uno di quelli su cui il sistema pone una taglia perché li si metta subito a tacere. Perché oggi la poesia deve essere spendibile, comprensibile, orecchiabile, edibile. Deve andar giù bene con l’aperitivo e due noccioline. In un tempo in cui anche le ammiraglie editoriali reclutano sui social le nuove voci su cui puntare, basandosi sulla conta di like e cuoricini, in un tempo in cui il livello di comprensione medio si abbassa ogni giorno di più e si legge sempre di meno, la poesia deve smettere di essere poesia, deve smettere di essere: parola durissima salvata dal naufragio della lingua, musica dei continenti, armonia delle sfere, sintesi delle ere, preziosissimo reperto rigirato tra le mani per ore. E il poeta deve essere indiscriminatamente sociale, o peggio, social. Altrimenti è sospetto.

Eppure Benozzo sopravvive al naufragio e sfugge alla cattura: come un ossimoro vivente, la poesia si aggira sorniona in accademia e vi costruisce la sua piccola capanna da tutto un fango di fatica, sassi di parole, ramoscelli di note, resti d’esperienza, residui di speranza, guano di dolore. Perché oltre che poeta, Benozzo è anche un fine pensatore, un filosofo anarchico originale, uno studioso di filologia romanza dedito a una sua personale ricerca coraggiosa e innovativa.

Ma oltre che un bandito, un ricercato, un ricercatore e un cercatore di parole, Benozzo è pure un latitante. Niente, non lo inquadri: ti sfugge da tutte le parti. Perché non rientra neppure nel facile stereotipo del poeta ritirato, prigioniero –neutralizzato– della sua cella fuori dal mondo. Tutt’altro: l’uomo dei confini quelli del nostro paese li varca costantemente per concerti, convegni e prestigiose onorificenze. E soprattutto li varca la sua parola. L’uomo dei confini è candidato al Premio Nobel per la Letteratura dal 2015 e negli ultimi due anni ha ricevuto a grande maggioranza il favore della giuria popolare composta da poeti, critici, giornalisti e scrittori da tutto il mondo.

Lungi dall’essere fuori del mondo, Benozzo il mondo lo gira, lo osserva, lo parla, lo canta. “Girerà su quattro accordi”, direbbero i poeti, ancora convalescenti dall’assegnazione del Nobel per la Letteratura a Bob Dylan (anche se quasi nessuno può sperare di scrivere un giorno una poesia visionaria come Jokerman). E invece no, Benozzo deve sempre esagerare: gli strumenti che ha scelto, l’arpa celtica e l’arpa bardica, il tuo compagno di banco non li suona. E già che c’era, Benozzo è diventato anche uno dei migliori interpreti di arpa celtica al mondo. Qualcuno dice il migliore, ma a Benozzo di quel che si dice non interessa molto. A lui interessa scrivere, comporre suonare, camminare, abbarbicarsi alle rocce. A Benozzo interessa ascoltare in silenzio per trascrivere la musica del mondo, il canto del mare, il lamento del vento, le grida del silenzio. La sua poesia esiste da prima delle parole, esiste da prima di essere messa su carta. Non per niente Benozzo è anche l’unico autore che io abbia dovuto attendere di poter pubblicare. In tutto un’eccezione.

In Italia in molti riescono ancora a fare finta di niente, ma anche questo in fondo non ci stupisce né riguarda. Se non hai una patria non è poi così importante esserne profeta. La patria dell’uomo dei confini è liminare, posta alla confluenza tra i mondi –animale, minerale, umano, vegetale– e tra le lingue. La patria del poeta è nell’inabitabile di una solitudine incondivisa, è là dove le parole si sfaldano e cadono in pezzi. È là dov’è necessario raccoglierle e rimetterle insieme in una forma nuova e sconosciuta, ferendoti le mani a sangue, con gli occhi spaventati dal freddo. La patria della poesia è un territorio labile: è l’oltreconfine dell’esperanto musicale.

Nel caso di Benozzo non si pone neppure l’annosa questione: sarà davvero poesia una canzone? Perché Benozzo non scrive canzoni né mette in musica poesie: essendo poeta, semplicemente si esprime in parole che hanno già dentro la propria partitura. Poi le canta e le accompagna con l’arpa. In Benozzo musica e poesia nascono insieme, nel crogiolo del mare, da un suono primordiale, al confine tra il canto delle rocce e il linguaggio comune, tra civiltà e natura, tra silenzio e linguaggio. Certo, la sua non è una poesia facile, commestibile, non è immediatamente digeribile, come non lo sono le rocce, come non lo sono i detriti che si portano dentro mille sedimenti di parole e stratificazioni di pensiero. Quella di Benozzo non è una poesia delle piccole cose del quotidiano, ma si muove su diversi piani di linguaggio e di significato, dall’infinitamente grande al pressoché invisibile. È una poesia che rinuncia alla carta usurata dell’amore per conquistarsi il lettore, ma non rinuncia all’Amore, che non è detto, ma è in tutto: potenza primordiale e rigenerazione. Allora non troverete donne amate, cantate e desiderate, nessuna Laura, musa, o passante. Solo “i morsi delle amanti scellerate / nella vertigine attonita dell’eclisse”. Anime salve, cioè solitarie. Troverete perciò l’amore più alto, più saldo e più forte. L’amore roccia, e non costruzione. Non troverete le strade delle nostre città e il nostro quotidiano se non per negazione, per contrasto inconciliabile tra il singolo e i “nuovi branchi umani”, tra essenza e alienazione. Troverete la città come mondo ormai sommerso e distante, quarto territorio andato, reso inabitabile, desertato dalla presente assenza degli umani. Troverete perciò l’umanità che sopravvive e supervive, quella più vera, quella che non si svende. E troverete l’amore più grande di cui sia capace: contenitore.

 

El poeta y músico Francesco Benozzo
El poeta y músico Francesco Benozzo

 

Affrontare i tre poemi di Francesco Benozzo finora pubblicati da Edizioni Kolibris è affrontare un viaggio. Ma attenzione: non partiamo per una gita scolastica, non vi offriremo portate di poesia facile e fruibile. Benozzo ha molta fiducia nel suo lettore, nel naufrago che fruga nella sabbia dei giorni le parole perdute. Benozzo nutre un enorme rispetto per il suo lettore, e fede nella sua facoltà di comprensione. Al suo lettore Benozzo chiede uno sforzo, chiede di fabbricarsi a mani nude la sua zattera per navigare tra le pagine del libro della sua storia.

Ma che lingua parlano i sopravvissuti? Certo non quella dei colonizzatori, non quella dei cuculi che si sono introdotti nel nido della poesia per distruggerne i frutti. I sopravvissuti al naufragio devono reinventarsi una lingua: “Niente tettonica, logos, ontologia / Le fiabe della scienza, le fandonie dei filosofi: / è l’Appennino – affioramenti barbarici” (Onirico geologico). Bisogna dunque ripartire dalla nudità del silenzio primigenio, dalla barbarie iniziale; bisogna fare legna di parole, raccogliere da terra le selci che servono per darle fuoco e riscaldarsi, cioè comunicare al di fuori degli schemi, spogliarsi di ogni sovrastruttura, di ogni attesa e pretesa. Bisogna costruire la propria capanna senza sostegni, dal niente, o dal tutto che la natura ci offre. Bisogna lavorare “le fibre del mare con parole nuove” (Onirico geologico), come un naufrago che si disseti dell’acqua salata in mezzo al mare, a miglia e miglia da ogni riva.

Le parole qui risalgono da un’acqua lapidata, le parole non bastano più. Si sono vuotate come conchiglie abbandonate sulla spiaggia dal mare, lasciando sgusciare via l’animale tra le valve del silenzio. Bisogna mungerne di nuove dalle onde, bisogna estrarne di nuove dalla terra, come rabdomanti affamati di senso. Le parole residue sono “rugiada sopra il ventre”, “rugiada di parole oblique e inerti” (Felci in rivolta), sono poca acqua di cui fare mare, scintilla dell’incendio a venire.

“Tra sonnolente parole –Omero e Dante–”, scrive ancora Benozzo in Felci in rivolta, “e sillabe di rugiada –bianco ventre– / l’unica cosa che so è la poesia”.

Ma che cosa è per Benozzo la poesia? Cosa se non “sillabe di rugiada”, che forse rinfresca il naufrago ma non basta più per dissetarlo? A quella che è una delle domande più temute da chi scrive, Benozzo risponde senza esitazione: “grandinata inattesa che devasta / mattanza di balene –mare rosso– / sillabe-fiocine per spiaggiare l’abitudine / felci in rivolta alle frontiere dei villaggi” (Felci in rivolta).

La poesia è l’unica cosa certa, come roccia; le sue sillabe non sono di rugiada, le sue sillabe sono fiocine che spiaggiano il cetaceo dissanguato dell’abitudine, come quegli enormi cetacei “impigliati nelle secche oblique” a gridare “versi che all’aria non si sentono” (Onirico geologico).

Ma dove trovare queste parole così dure e acuminate, queste parole spietate, queste sillabe-fiocine per difendersi ferocemente dall’abitudine, per sfuggire all’immobilità e al silenzio sporco dell’alienazione? La risposta, ogni risposta a ogni possibile domanda non posta è nel paesaggio, un paesaggio impervio, duro, difficile, una terra da leggere a tentoni come un braille, mentre il corpo aderisce al terreno, mentre diviene con esso un tutt’uno, e l’orecchio è una caverna aperta all’ascolto, in cui riecheggia la voce del vento.

La ricerca di una lingua non è esercizio stilistico. È un percorso vitale, mosso dalla “voglia di sorgenti segrete”, che ti spinge “oltre i grandi poeti / oltre le tecniche dei cantori d’Eurasia / oltre il volo precluso degli sciamani (Onirico geologico). Per questo la poesia non è lingua di tutti, la poesia non scende a valle, non si abbandona al flusso per cadere. “Custodire invece che diffondere” (Onirico geologico). È questa la chiave per comunicare. Come fare? Essere: “scolpito nel silenzio dei monti”, mentre la parola si radica “nei gesti di un Neolitico mai estinto”. Stratificare, piuttosto che semplificare. Imprimersi, piuttosto che sporgersi sul nulla. Sradicarsi per ripiantarsi altrove nella terra fertile di un linguaggio immortale. “Non cerco nulla nei fenomeni del mondo” /camminando i paesaggi percorro teorie”. E poi ancora: “fondo col passo un’epica delle maree” (Onirico geologico). E l’epica rifluisce sul foglio col ricordo della musica del mare.

La poesia per Benozzo non offre alcuna via di uscita, né facili soluzioni escapistiche. La poesia non salva né redime, non è scossa né provocazione. La poesia è resa e abbandono, è accettazione della propria condizione di esiliato nelle terre di una solitudine inaccessibile e abitata, è passione che ti sfianca e infine uccide: “Ho perso fede in versi controvento / nella parola che rifonda il mondo, / ma un poeta ama i versi che lo uccidono / e un marinaio annegato ama quel mare” (Felci in rivolta).

Ma chi abita la solitudine del poeta? Chi scrive con lui la partitura della sua parola musicale? Nessuno. Ogni cosa è già scritta nel paesaggio, in una natura durissima e spesso ostile, che costringe a trovare in sé le risorse più estreme. La natura è un grande corpo non antropomorfo in attesa di essere letto con tutti i sensi. La natura si fa ovunque lettera e scrittura da decifrare: “il canto scava nell’aria la propria forma / ma il cielo attende grida che lo sradichino / e la carne cerca sorgenti nella carne” (Onirico geologico); “le antiche vie sono ridotte a geroglifici” (Felci in rivolta); il vento pieno di polline è “la partitura muta di ciò che accade” (Onirico geologico); “ogni faggio, ogni corrente di foglie / si è inarcato nei riti dell’alluvione” (Onirico geologico).

 

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Più d’ogni altra cosa, il poeta ascolta e trascrive il silenzio, traducendo la parola atavica inscritta nella roccia, le regole tracciate dai cerchi dell’albero, dai disegni della sua corteccia, dal suo slancio verso l’alto, dal suo intreccio di rami e dalla disposizione delle foglie nella maestosa dignità della sua presenza silente: “ma il vero onore l’ho appreso senza parlare / prima di nominarle – voce e respiro – / nella nuda grammatica dell’albero / nella logica anarchica delle frane / nella sintassi dei frammenti d’orogenesi” (Onirico geologico).

La natura è enorme corpo altro che ci parla per osmosi, dai “crani frastornati e i tendini / del cielo insonne”, che ci parla con i suoi silenzi di “lago che si riempie e tace”, “con movimenti erratici di nebbia”, con il “conforto indecifrabile delle alghe” (La capanna del naufrago). La natura ci parla per segni, cifre, suoni e silenzi, e in tal modo racconta anche noi. Lo stesso fa la poesia, capanna che il naufrago si costruisce a riparo della sua stessa solitudine incondivisa, giorno dopo giorno, sasso dopo sasso, sillaba dopo sillaba, ramo dopo ramo, ricordo dopo ricordo, per salvare le poche cose “famigliari” sopravvissute al naufragio.

“cercare il rumore delle cose”

“scandagliare voci meno chiare”

“trasformare gli argini in gomene”

“costruire una dimora insolita”

 

 

Ecco che cosa fa la poesia. Finché non siamo più in grado di distinguere i confini tra l’umano e il resto del paesaggio, finché il pensiero non si fa onda che recede e la pelle si spoglia del sole che l’ha intrisa. Finché l’umano non è insetto racchiuso e protetto dall’ambra della terra, l’arcobaleno rosso non diviene un mastodontico animale e ogni forma impercettibile si fa tanto più maestosa dopo la resa al naufragio. Finché le stelle non “ritornarono a essere domande” (La capanna del naufrago), quelle stesse domande cui il poeta aveva rinunciato in nome dell’“inaudita verità di pietra e stelo”, della “risonanza vegetale del diluvio” (Onirico geologico). E l’incedere stesso del poeta si trasforma nell’interrogativo cui aveva abdicato.

È nel momento stesso in cui tutto si fonde e confonde tra i relitti del naufragio e cade ogni riparo; nel momento stesso in cui l’umano e l’animale e il minerale si compenetrano perfettamente, che l’uomo-dei-confini si spinge oltre, là dove ogni margine è labile e cede ogni distinzione, là dove non sai e non vuoi più separare “i cieli d’aria dai cieli del mare”.

 

 

 

 

 

*(Módena-Italia, 1969). Poeta, músico y filólogo. Licenciado en Filología y Lingüística Románica en la Università di Bologna (Italia). Ha obtenido en dos ocasiones el Premio Nazionale Giovanna Daffini para la musica (2013 y 2015). Ha publicado en poesía Onirico geologico (2014), Felci in rivolta/Ferns in Revolt (2015) y La capanna del naufrago/The Castaway’s Hut (2017).

 

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